Homilía para el jueves 7 de febrero de 2019

Mc 6, 7-13

Jesús es un educador. No le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige que cooperen en su propio trabajo. Los apóstoles deben ser los primeros en creer lo que proclaman: Dios se hizo presente. Por eso se obligan a vivir al día, confiados en la Providencia del Padre. No deben temer en el momento de predicar, sino ser conscientes de su misión y de su poder. Envía a sus discípulos de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino la expresión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se queden fijos en una casa, que se hospeden en una familia, que será el centro desde donde se irradiará la fe.

Jesús elige a los Apóstoles, no solo como mensajeros, profetas y testigos, sino también como representantes personales suyos en la tierra.

Esta nueva identidad, actuar en nombre de Cristo, se muestra en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de hoy nos muestra que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus malos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni morral, ni dinero…

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres y le confiere una nueva personalidad. Y el sacerdote, elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, sino que lo es “siempre”, en todos los momentos, lo mismo al administrar los sacramentos u oficiar la santa Misa, como al realizar cualquiera de sus actos de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, tampoco un sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse como si no fuera sacerdote.

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido en administrador del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión, y de la gracia del Señor, que administra en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la salvación de las almas. Ha sido constituido en mediador entre Dios y el hombre.

Homilía para el miércoles 6 de febrero de 2019

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.

Homilía para el martes 5 de febrero de 2019

Mc 5, 21-43

La mujer que nos presenta este pasaje del Evangelio, debido a su enfermedad, era considerada «impura» en la mentalidad de los judíos y contaminaba a todo el que tocara. Pero Jesús le dice: Tu fe te ha salvado.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas, miran con desprecio actitudes similares a esta, que son otras tantas expresiones de la «religiosidad popular». Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: «Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» Y nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide, o es Cristo quien lo realiza? 

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él, y el papel de la fe: Tu fe te ha salvado. Jesús dice «te ha salvado», y no «te ha sanado», pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba. 

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: Si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios? 

Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden…! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Vamos a pedir hoy al Señor que se incremente en nosotros la fe. Que creamos verdaderamente que Él todo lo puede, y que nuestra vida sea coherente con esa fe, en un constante depositar nuestra confianza en Jesús y abandonarnos en sus manos.

Homilía para el 1 de febrero de 2019

Mc 4, 26-34

Alguien me decía que es muy curiosa la vida, que siempre devuelve lo que siembras, y esto lo refería sobre todo a las buenas acciones, a los favores que se hacen en silencio y a escondidas. “Cuando tú haces un favor, la vida siempre te lo devuelve doble”.

Yo diría que Dios es tan generoso que nunca le podemos ganar en bondad y que cuando nosotros multiplicamos nuestras buenas acciones, Él siempre nos da mucho más de lo que nosotros podemos ofrecer. Hay quien llama a esta realidad “cadena de favores”, siempre que se hace un favor, Dios nos lo multiplica y otras personas también hacen favores más adelante. El ejemplo que hoy nos narra Jesús tiene mucho de esta apreciación.

El hombre siembra su semilla, pero él no sabe cómo Dios le va dando crecimiento. Claro que si el hombre no siembra nada, no tendrá esperanzas de cosechar frutos. Todos nosotros podemos platicar experiencias de cómo una buena acción nuestra ha tenido repercusiones que ni nos hubiéramos imaginado.

El Señor da crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado. Cada una de nuestras pequeñas acciones, tiene una repercusión y una trascendencia que ni siquiera podemos imaginar. De ahí la importancia de realizar con amor y entusiasmo cada una de nuestras pequeñas acciones, que el Señor se encargará de multiplicarlas. El ejemplo del grano de mostaza lo hace más explícito porque nos enseña que las cosas pequeñas tienen importancia grande.

La formación en la familia, la honradez en casa, la verdad en los trabajos, la justicia entre los cercanos… todas esas pequeñas cosas que están enlazadas con el saludo diario, con la sonrisa, con el entusiasmo y con la verdad, deberán crecer en amor porque Jesús les da crecimiento. ¿No es asombroso lo que podemos hacer aportando nuestro granito de mostaza? Demos ahora, demos con generosidad, demos en silencio.

Homilía para el 31 de enero de 2019

 

Mc 4, 21-25

La Palabra de Dios, que es la luz, no está para ser encerrada en una caja fuerte, está para ser anunciada. Ésta es la responsabilidad de cada uno de nosotros, los cristianos. El cristiano es luz…, el mundo necesita de esa luz. Por eso cada uno de nosotros, con nuestra conducta, debemos ser ejemplo para el mundo. No hay nada que arrastre más que el ejemplo.

Las normas y los principios del evangelio, no debemos solamente conocerlos, y reconocer que son la forma ideal de vida, tenemos que hacerlos vida, ¡sin miedo!. No podemos ocultar la luz del evangelio por cobardía. Jesús insiste a los suyos que deben ser la luz del mundo. Es porque el mundo necesita de esa luz. Y Jesús nos señala una norma de conducta que ayuda a que nosotros podamos ser luz.

Muchas veces juzgamos severamente la forma de obrar de los otros…, juzgamos los móviles y las intenciones que los otros tienen para obrar de esta o de aquella forma. Pedimos a los demás…, aquello que nosotros mismos no somos capaces de dar. En cambio…, somos “muy tolerantes” con nosotros mismos…, frecuentemente encontramos infinidad de justificativos para nuestra forma de obrar. Jesús nos llama en este evangelio a que reflexionemos, porque, así como nosotros juzguemos…, seremos juzgados.

Si queremos que el Señor perdone nuestras faltas, entonces aprendamos a perdonar nosotros. Si queremos que nos comprendan, tratemos de entender a los demás.

Si queremos que nos amen a nosotros, debemos amar primero. Jesús con sus enseñanzas, va modelando el estilo de sus discípulos y también el nuestro. Y es el amor, la base de toda comunidad cristiana. Un amor que no deforme la realidad, pero que acepte al hermano con sus fallas y también con sus virtudes. Un amor que intente comprender siempre.

Homilía para el 30 de enero de 2019

Mc 4, 1-20 

Jesús hablaba frecuentemente en parábolas, exponiendo el Reino de Dios a la gente. El Señor iba abriendo poco a poco la mente de sus discípulos y preparándoles el corazón, para que fueran recibiendo el mensaje de salvación. Algunas veces, los discípulos le pidieron explicaciones de por qué a ellos les hablaba más claro que al resto de la gente. Aunque los discípulos tampoco lo entendían todo, y tenían la mente llena de falsas ideas, estaban más cerca de Jesús y entendían mejor su manera de vivir y de hablar.

El Reino de Dios, les dice el Señor en esta parábola, es como un sembrador que sale a sembrar, y la semilla va cayendo en diversos terrenos, y va produciendo frutos de distintas formas, o se pierde entre espinas, o se ahoga entre las piedras. La semilla es la palabra de Dios; o también son las mismas personas que oyen esa Palabra.

Estas parábolas tienen hoy gran importancia para nosotros, y tenemos que agudizar los oídos y la mente para saber escucharlas y asimilar sus lecciones. Cuando leemos y meditamos estas parábolas del Reino, no debemos hacerlo en forma apresurada y sin detenimiento. Debemos preparar la tierra de nuestro corazón con el riego de la oración, y la apertura al Espíritu Santo fecundador. Es el Espíritu Santo, que nos enseña a orar y a captar las riquezas del Reino.

También podemos preparar nuestro corazón saliendo al encuentro de Jesús, que nos sigue hablando con aquel deseo, con el mismo afán con que iba a escucharlo la gente del pueblo. Sigue en el mundo de hoy la siembra de la Palabra. Hay mucha semilla que se desperdicia, pero hay también mucha que va cristalizando en buena cosecha.

La semilla del Reino crece donde hay esperanza, donde hay sed de justicia, donde hay compromiso con el prójimo, donde se lucha por la paz. Pero la semilla tiene su tiempo para ser fecundada, para convertirse en espiga, y luego en pan. Por eso también el Señor quiere que pensemos con la necesaria esperanza, es necesario no dejarse abatir, por no obtener frutos inmediatos. Nosotros sembramos y otros cosecharán.

 

Homilía para el martes 29 de enero de 2019

Mc 3, 31-35 

Detrás de esta escena que a primera vista parecería un desprecio a la familia de Jesús, se encierra una gran enseñanza. La familia judía, como muchas de las familias tradicionales del ambiente rural, al mismo tiempo que fortalece y anima, también encierra y condiciona. En este aspecto la familia judía encerraba mucho más y aunque ciertamente proporcionaba seguridad al ser tan amplia, también limitaba la actuación.

Ahora Jesús inicia una nueva familia y amplía los márgenes de aquella pequeña célula. Quienes hemos vivido y compartido experiencia con familias numerosas pero en cierto sentido aisladas, hemos experimentado los fuertes lazos que hacen crecer a la persona, pero que también en muchos sentidos la restringen y condicionan. Jesús quiere que su familia vaya más allá de los lazos de carne y de sangre. Es más, lo que ya resulta más problemático para el pueblo judío, abre los horizontes a todos los pueblos y a todas las naciones. Su única condición es que cumplan la voluntad de Dios. Y la voluntad del Buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, es que todos los hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, formen una sola familia.

Cristo viene a renovar los lazos de la familia original de Dios: toda la humanidad. Hoy asistimos a fenómenos contradictorios: por una parte nos sentimos como la aldea global donde un “estornudo” se escucha y repercute en todo el planeta, pero por otra parte nos encerramos tras trincheras e ideologías que nos apartan de “los otros”, y nos hacen sentir exclusivos. Nunca como en este tiempo se experimentó la necesidad de formar una sola familia y arriesgarse a construir un mundo para todos; pero nunca como en este tiempo se experimentó el individualismo y la lucha feroz que aniquila a los otros y no los contempla como hermanos.

Jesús nos propone en este día no un desprecio a la familia de sangre, sino una apertura y un cariño a toda la humanidad como nueva familia. Si a cada hombre y a cada mujer los contemplamos como hermanos podremos hacer de toda la humanidad la nueva familia de Dios, así cumpliremos la voluntad del Padre. Así, lejos de un desprecio a María, es una alabanza a la que desde el inicio dijo: “´Hágase en mí, según tu palabra”

Conversión de san Pablo

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano. Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús. Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas. Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida. Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones. Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres. Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu. Es el pasar de las tinieblas a la Luz. No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen. No es el cambio externo de colores y de formas. Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión. Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida. En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado?

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Homilía para el 23 de enero de 2019

Heb 7, 1-3. 15-17; Mc 3, 1-6

La carta a los Hebreos, que estamos leyendo como primera lectura estos días, nos invita a descubrir a Jesús sumo sacerdote. Si bien, no es un título que se le haya dado durante su vida, toda su obra refleja la actividad salvadora de un sacerdote. Un sacerdote que consagra, un sacerdote que ofrece y se ofrece en sacrificio, un sacerdote que da vida.

Cristo es el sacerdote eterno, Cristo es el sacerdote de la Nueva Alianza. Quizás, solo así podremos entender cómo Cristo rompe con esquemas que para los judíos eran tan estrictos y provocaban fuertes discusiones.

El Evangelio nos presenta uno de estos casos con una de esas expresiones que quizás suenen muy fuertes referidas a Jesús. ¿Cómo nos imaginamos a Jesús mirándolos con irá y con tristeza? Es fácil imaginar a Jesús que se pone triste porque no somos capaces de escuchar y vivir su palabra, pero, ¿con ira? Pues es lo que afirma el Evangelio de este día, y no solamente en este pasaje se muestra este aspecto de Jesús. Siempre que se utiliza como pretexto la Ley o el servicio a Dios, para negar el servicio a los hermanos, siempre provocamos la ira de Jesús.

Jesús no es un sacerdote atado a las leyes que esclavizan, por eso les plantea muy claramente la dificultad: “¿se le puede salvar la vida a un hombre en sábado, o hay que dejarlo morir?”

Esa misma pregunta nos la deberíamos de hacer nosotros y plantearnos si estamos realmente haciendo el bien o nos escudamos en normas y leyes religiosas que nos permiten dejar a un lado las obligaciones hacia el hermano.

Basta pensar en las guerras que actualmente azotan a la humanidad. Todas las partes justifican su acción y se disculpan e incluso algunos argumentan motivos religiosos, y se están cometiendo gravísimas injusticias. Pero esto sucede también en nuestro pequeño entorno, en nuestras comunidades.

La pregunta de Jesús hoy nos tiene que cuestionar también a nosotros: “¿está permitido hacer el bien o el mal el sábado?”

Cambiemos un poco las circunstancias y preguntémonos si estamos haciendo el bien o estamos haciendo el mal. No hay disculpas, es muy claro lo que tenemos que responder a Jesús. Él, el sacerdote eterno, más allá de los sacrificios y de las leyes ofrece vida eterna.

Acerquémonos a Cristo Sacerdote.

homilía para el 22 de enero de 2019

Mc 2, 23-28 

Para el pueblo judío, el sábado era mucho más que un día sagrado. Muchos preceptos rodeaban la vida del pueblo elegido. Y quien no los respetaba, era señalado así, como el Evangelio pone en boca de los fariseos: “Mira cómo hacen en sábado lo que no está permitido”. 

Dicen que cuando se ama no es difícil compartir la vida y todo lo que tenemos con la persona amad y en beneficio de unos cuantos.  

Desde la lectura de la carta a los Hebreos, donde se nos presenta al Dios fiel en el amor y se nos invita a ser fieles y a hacer de nuestra esperanza un ancla firme y segura, hasta el Evangelio de San Marcos donde Jesús crítica las leyes que han perdido su esencia, aparece el amor como la razón última.  

La ley tiene su razón de ser sólo en el amor. En la convivencia entre los hombres y en la experiencia de sus relaciones, fueron naciendo primero las costumbres y después se convirtieron en leyes, siempre con la finalidad de ayudar en las relaciones, de buscar la justicia y de preservar la vida. Pero, a veces, la ley se fue convirtiendo en esclavitud, y lo que estaba para proteger y dar vida se fue convirtiendo en ataduras y en beneficios de unos cuantos. Esto también sucedió en el pueblo de Israel.  

El Decálogo que es una obra maestra de la ley, se fue desglosando y convirtiendo en una interminable cadena de preceptos, olvidando su finalidad original.  

La ley o el precepto no tiene porqué ser esclavizante, pues es un camino para dar la vida. Jesús nos da el verdadero sentido de una ley: “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” 

A nosotros también nos pasa lo mismo, nos atamos a unas costumbres o leyes y nos olvidamos de las personas. Ejemplos podemos poner muchísimos: en dependencias oficiales, educativas o religiosa, y también en nuestras propias familias.  

Hay quien vive unido sólo por la ley y ya no tiene amor, hay quien cumple sólo por cumplir. Tenemos que buscar el verdadero espíritu y hacer aquello que de vida, que la cuide y la proteja sobre todo en los momentos en que es más frágil y desprotegida.  

Pensemos en nuestras leyes, costumbres y mandatos, ¿nos dan vida?, o nuestras leyes y costumbres ¿sirven para pasar por encima de las personas?, ¿han perdido su sentido y sólo se convierten en ataduras?  

Una ley vivida en el amor da vida, sin amor es esclavizante.  

Que vivamos la plenitud del amor.