Miércoles de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 14-23

Jesús continúa insistiendo en lo que es verdaderamente importante para la vida del hombre. Lo exterior es importante, pero lo es más el interior.

Cristo también pone en tela de juicio el «ojo», que es el símbolo de la intención del corazón y que se refleja en el cuerpo: un corazón lleno de amor vuelve el cuerpo brillante, un corazón malo lo hace oscuro.

Del contraste luz-oscuridad, depende nuestro juicio sobre las cosas, como también lo demuestra el hecho de que un corazón de piedra, pegado a un tesoro de la tierra, a un tesoro egoísta que puede también convertirse en un tesoro del odio, vienen las guerras…

Cuando Jesús está describiendo las manchas del corazón, está describiendo también las manchas del corazón moderno.  Entonces podríamos decir que el corazón del hombre está enfermo, y cómo esa enfermedad silenciosa, también puede traer la muerte definitiva al hombre.

¿Qué está manchando mi corazón?  ¿Me doy cuenta de ellos? ¿Qué estoy haciendo para tener una buena salud del corazón y del espíritu?

Dejemos que Jesús mire nuestro interior y descubra que está manchado y qué debe curar.  Arriesguémonos y pongámonos en sus manos porque todos estos pedazos del corazón que están hechos de piedra, el Señor los hace humanos, con aquella inquietud, con aquella ansia buena de ir hacia adelante, buscándolo a Él dejándose buscar por Él.

Que el Señor nos cambie el corazón. Y así nos salvará. Nos protegerá de los tesoros que no nos ayuden en el encuentro con Él, en el servicio a los demás, y también nos dará la luz para ver y juzgar de acuerdo con el verdadero tesoro: su verdad.

Que el Señor nos cambie el corazón para buscar el verdadero tesoro y así convertirnos en personas luminosas y no ser personas de las tinieblas.

Martes de la V semana del tiempo ordinario

Mc 7, 1-13

Este pasaje contiene diferentes enseñanzas de las cuales podríamos hoy hacer una buena reflexión, sin embrago el texto se centra en la unidad que debe haber entre fe y vida. Los fariseos adoptan una postura que a la vista de los demás aparenta fidelidad y cumplimiento a la ley, pero en realidad su corazón está lejos de Dios.

Cuántas cosas hacemos sólo para salir del paso, cuantos ritos, costumbres y ceremonias se van quedando huecas y sin sentido.

Jesús desmonta el teatro de los escribas y fariseos que pretenden presentar el rostro de un Dios duro, justiciero y vengador, a quien hay que aplacar con sacrificios y purificaciones, pero que en el fondo, aprovechan esta imagen para enorgullecerse y beneficiarse, dejando de lado lo importante.

No, el Dios de Jesús no es el Dios del castigo ni de la compraventa, el Dios de Jesús no es el Dios del comercio y la conveniencia, el Dios de Jesús es el Dios del amor, de la integridad, de la vida, es el Dios Papá amoroso de todos los hombres y mujeres que mira el corazón y no se queda en la superficialidades de la piel o de las impurezas exteriores.

Al Dios de Jesús, no lo podemos calmar o comprar con nuestros regalos o sacrificios, a Él no podemos engañarlo con perfumen o máscaras.  Él prefiere los corazones sinceros y limpios.  Nosotros estamos acostumbrados a vivir de exterioridades y nos preocupa mucho la apariencia de las cosas.

Es fácil honrar a Dios con la boca, es hasta cierto punto fácil aparentar que seguimos sus caminos, pero hoy nos manifiesta Jesús que no le preocupa tanto las leyes y los preceptos sino que es más importante la persona.

Es triste comprobar que actualmente se manipulan las leyes que condena a inocentes; las cárceles están llenas, a veces, no de culpables sino de quien no ha sabido defenderse. La ley no defiende a la persona o se la manipula para los propios beneficios.

Hoy Jesús nos invita a que descubramos el profundo sentido de una única ley que nos puede acercar a nuestro Dios: la Ley del amor.  Que dejemos a un lado los preceptos humanos y podamos descubrir qué es lo que Jesús espera de nosotros y podamos mirar este nuevo rostro de un Padre amoroso.

Pidamos hoy que el Señor nos conceda la limpieza, concédenos la honradez, concédenos la paz.

Viernes de la IV semana del tiempo ordinario

Marcos 6, 14-29

La figura de Juan el Bautista es admirable por su entereza en la defensa de la verdad y por su valentía en la denuncia del mal. Pero de Juan también podemos aprender su reciedumbre de carácter y coherencia de vida con lo que predicaba.


Si algo buscamos los hombres de hoy día es precisamente el ejemplo de aquellas personas que nos predican y nos enseñan verdades con su propia vida. Tal vez estamos cansados de escuchar lo que no debemos hacer pero tal vez también hemos visto poco lo que es más conveniente hacer. Si nos sirve de ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II es uno de los más elocuentes para los hombres de hoy.


Juan el Bautista, cuando fue el caso, denunció con intrepidez el mal, cosa que cuando afecta a personas poderosas, suele traer consecuencias negativas. Nuestro Papa de hoy amonesta también las leyes humanas que no respetan la vida o no favorecen el derecho a la vida de todas las personas, sean enfermos o sanos, nacidos o no nacidos. Y al igual que el Bautista también es criticado y perseguido.


Tal vez nosotros no seamos amenazados de muerte, pero sí estamos invitados a dar un testimonio coherente de nuestra vida. Habrá momentos en los que tengamos que denunciar el mal allí donde existe y la mejor manera de hacerlo será con nuestras palabras valientes pero sobre todo con nuestro testimonio en la vivencia de nuestra fe.

Jueves de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 6, 7-13

Si a uno de nosotros se nos hubiera planteado organizar la propagación mundial del Evangelio, tal vez las preguntas primeras que hubiéramos hecho sería: «¿Con cuánto dinero cuento?, ¿hay un equipo de expertos en economía, psicología, organización?»  Dinero, organización, títulos, poder, fuerza, personal…

Uno de los temas más importantes que nos narran los evangelistas es el envío de los discípulos que los convierte en misioneros y portadores de la Buena Nueva.

Hoy, san Marcos nos recuerda las normas y las indicaciones que Jesús da a quienes serán sus enviados.  Los enviados no llevarán consigo más que lo indispensable y contarán con la generosidad de aquellos que reciban el mensaje.  Se les capacita y se les autoriza para que usen el mismo poder de Jesús.

Nos parecería a nosotros que les pide que no lleven nada, pero es la reducción de la vida a lo esencial, apoyada en la absoluta confianza en el Señor, principal condición para estar al servicio de la Palabra.

Quizás estas palabras nos cuestionen a nosotros, no solamente a sacerdotes y religiosos, sino también a toda persona.

¿Qué necesito realmente para hacer el camino de la vida?  De repente los medios de comunicación nos han llenado de necesidades superfluas que nos causan tristezas el no tenerlas y olvidamos lo esencial que debería haber en nuestras vidas, en nuestras familias y en la sociedad.

Hoy al recordar como Jesús envía a sus discípulos, nos debe llevar también a nosotros a precisar cuáles son nuestras prioridades y que vamos cargando por el camino.

El final del evangelio que hemos proclamado hoy, nos muestra a los discípulos predicando el arrepentimiento, arrojando demonios, ungiendo y curando a los enfermos, la vida en su sencillez, pero también en su plenitud.  Es la tarea del discípulo que confía en el Señor.

Parecería que los discípulos no llevan nada y sin embargo son capaces de hacerlo todo: predican el Evangelio, expulsan a los demonios, se compadecen de los enfermos. 

Si queremos dar testimonio de Jesús en nuestros días, tendremos que regresar a la sencillez, a la generosidad y a esa entrega plena que tenían los primeros enviados.

¿Cómo vivo yo, y cómo trasmito hoy el mensaje de Jesús en un mundo que parece que se ha olvidado de Él?

Miércoles de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 6, 1-6

Jesús nos enseña en este pasaje lo difícil que puede ser nuestro trabajo de evangelización entre los nuestros, en nuestra casa, en nuestro centro de trabajo, incluso en nuestros barrios.

Hay situaciones en nuestra iglesia que parecen cumplir cabalmente este proverbio que hoy nos ofrece Jesús: cuesta trabajo aceptar a los hermanos aun en los más sencillos servicios.  Es difícil aceptar, por ejemplo, como ministro de la comunión a quien conocemos de toda la vida y reconocemos sus cualidades, pero también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a las religiosas o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado. 

Así imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero José y que han convivido con Él todo el tiempo.  Es cierto que un primer momento causa admiración y todos se preguntan ¿cómo es posible?, ¿Dónde ha aprendido?  Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los prodigios que realiza.  Pero todo esto contrasta con la familiaridad que sus paisanos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y a sus hermanos.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad actual, resulta inquietante y hasta incomprensible la humanidad de Jesús, tan cercano, tan de casa, tan de familia, lo hemos sentido que hasta podemos quedarnos sin fe, sin reconocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy, tendremos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano, tan nuestro, pero que quiere establecer y profundizar una relación con nosotros.  Quizás, también a nosotros, nos pase que toda la vida lo hemos visto, hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos causa sorpresa.  Y si no nos toca en nuestro interior, si no llega a nuestro corazón, entonces, tampoco Jesús podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.  Reconoce al Jesús que está cerca de ti y camina contigo.

Martes de la IV semana del tiempo ordinario

Mc 5, 21-43

Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe, les concede el favor que habían ido a buscar.

El elemento que hace posible la acción de Dios, incluso de manera extraordinaria, es la fe.


La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo. Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad»

A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había oído, le dice: «No temas, solamente ten fe». Y como aquellos patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la vida a su amada hija.


Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio, Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible.

Creer significa confiar aun ante la evidencia contraria; creer significa tomar los riesgos de ser criticados, creer es actuar, diría el Apóstol Santiago. Muchas veces nuestra fe queda solo a nivel de razón y no de actuación.

La verdadera fe es notoria pues expresa sin lugar a dudas la confianza y el abandono total en Dios. ¿Cómo es tu fe? ¿Es una fe intelectual, o es una fe que ante la evidencia contraria continúa diciendo: No entiendo Señor, pero creo que tú me amas y que harás lo que sea mejor para mí y para los míos?

Podemos hacer nuestra aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad»

Viernes de la III semana del tiempo ordinario

Mc 4, 26-34

Como continuación de la explicación de la parábola del sembrador, Jesús nos presenta cómo es que crece el Reino.

Nos deja ver que no es nuestro esfuerzo el que hace crecer el Reino sino la fuerza y la vida que ya está en él.

A veces pensamos que nuestro esfuerzo de evangelización no está resultando y no da fruto. Sin embargo la acción escondida de Dios en el corazón de aquellos con los que compartimos la Palabra y nuestro testimonio cristiano va haciendo germinar en ellos la vida del Espíritu.

Por otro lado, parecería que nuestro esfuerzo es muy pequeño, sin embargo ese pequeño grano, ese esfuerzo por hacer que Dios sea conocido y amado, crecerá con la gracia de Dios, hasta ser un gran árbol.

Por lo que no debemos de desanimarnos; lo que Dios espera de nosotros es que ayudemos a esparcir la semilla y que tengamos fe en el poder que encierra en sí mismo el Evangelio y el testimonio cristiano.

Jueves de la III semana del tiempo ordinario

Mc 4, 21-25

 Hoy hemos escuchado dos parábolas, tomadas de la experiencia cotidiana, cosas simples que son reveladoras y que Jesús aplica a la vida del Reino.

Jesús había visto cientos de veces a María encendiendo las lámparas en casa y poniéndolas en un lugar alto.

Nuestra luz (en otro lugar, Jesús llama así a nuestras buenas obras, hoy diríamos nuestro testimonio) debería ser una luz sencilla, suave, alegre, convencedora.

Jesús había visto a los comerciantes medir los granos o el aceite y había visto medidas más o menos colmadas.

¿Cómo medidos a los demás? ¿Qué medida de severidad usamos al juzgar? ¿Damos sólo lo que nos sobra? Con Dios, ¿qué media usamos?, ¿de comerciante o de amigo?

La luz de la Palabra nos ha iluminado. La cena del Señor nos da fuerza y aliento para seguir su camino.

Miércoles de la III semana del tiempo ordinario

Mc 4, 1-20

Hoy hemos iniciado una serie de cinco parábolas de Jesús.

La parábola del sembrador, que tal vez habría que llamar mejor la de las distintas clases de tierra, nos enfrenta a un cuestionamiento: ¿qué clase de tierra soy yo? 

Jesús utiliza imágenes que para el pueblo son conocidas. Todos habían experimentado la alegría de sembrar. Sembrar es despertar la esperanza, aún con los riesgos de un mal tiempo o las adversidades que pueden dañar las plantas. Sembrar es querer cambiar el destino y forjar un mundo diferente. Sembrar es tener confianza en la tierra que recibe la semilla.

Si hoy nos fijamos en esta bella imagen descubriremos la gran confianza que nos tiene nuestro Padre Dios, que pone en nuestro corazón su Palabra esperando con ilusión que de fruto. No se fija en si somos buenos o malos, simplemente a todos nos da la oportunidad de recibir esa Palabra, hacerla germinar y dar frutos.

Los frutos en el contexto bíblico, desde el Antiguo Testamento, están relacionados directamente con la justicia y la actitud a nuestros hermanos. No se puede decir que se recibe y asimila la Palabra cuando no produce frutos de comprensión, armonía, reconocimiento y amor por el hermano.

La parábola de este día nos insiste en la necesidad de dar frutos y en los obstáculos que se pueden encontrar para hacer germinar esa semilla. Son las dificultades reales del tiempo de Jesús, pero también son las dificultades reales de nuestro tiempo. La superficialidad que no permite la entrada al corazón, que se queda por encima, que aparenta solamente una postura; la inconstancia, la falta de perseverancia; la facilidad con que se cambia de ideales y se deja los verdaderos valores que sostienen la propia decisión.

Las preocupaciones de la vida y el excesivo apego al dinero, que ahogan y hacen estéril la Palabra, son problemas reales, muy actuales que debemos enfrentar y tener muy en cuenta para dar fruto.

Finalmente, de modo admirable y con un aire de optimismo, nos presenta a quienes dan fruto. La alegría no se basa en la cantidad, sino en que se ha dado fruto.

Hoy es una oportunidad maravillosa, para decir nosotros: ¿Qué frutos estamos dando? Una ocasión para reflexionar: ¿Cómo estamos dando ese fruto y cuáles son las dificultades que tenemos para recibir y hacer vida la Palabra?

Martes de la III semana del Tiempo Ordinario

Mc 3,31-35

Detrás de esta escena del Evangelio que a primera vista parecería un desprecio a la familia de Jesús, se encierra una gran enseñanza. La familia judía, como muchas de las familias tradicionales del ambiente rural, al mismo tiempo que fortalecen y animan, también encierran y condicionan. En este aspecto, la familia judía encerraba mucho más y aunque ciertamente proporcionaba seguridad al ser tan amplia, también limitaba la actuación.

Ahora Jesús inicia una nueva familia y amplía los márgenes de aquella pequeña célula.

Quienes hemos vivido y compartido experiencias con familias numerosas, pero en cierto sentido aisladas, hemos experimentado los fuertes lazos que hacen crecer a la persona, pero también en muchos sentidos la restringen y condicionan.

Jesús quiere que su familia vaya más allá de los lazos de carne y sangre. Es más lo que ya resulta más problemático para el pueblo judío, abre los horizontes a todos los pueblos y a todas las naciones. Su única condición es que cumpla la voluntad de Dios y la voluntad del buen Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos, es que todos los hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, formen una sola familia.

Cristo viene a renovar los lazos de la familia original de Dios: toda la humanidad.

Hoy asistimos a fenómenos contradictorios, por una parte nos sentimos como la aldea global donde un estornudo se escucha y repercute por todo el planeta, pero por otra, nos encerramos en nuestras trincheras e ideologías que nos apartan de los otros y nos hacen sentir exclusivos. Nunca como en este tiempo se experimentó la necesidad de formar una sola familia y arriesgarse a construir un mundo para todos.

Pero nunca como en este tiempo se experimentó el individualismo, el aislarse y la lucha feroz que aniquila a los otros y no los contempla como hermanos.

Jesús nos propone en este día no un desprecio a la familia de sangre, sino una apertura y un cariño a toda la humanidad como nueva familia. Si a cada hombre y a cada mujer los contemplamos como hermanos, podremos hacer de toda la humanidad la nueva familia de Dios y así cumpliremos la voluntad del Padre.

Así lejos de un desprecio, María es una alabanza, a la que desde el inicio dijo: “hágase en mí según tu palabra”

Por ello pertenecerán realmente a la familia de Jesús y María aquellos que hacen la voluntad de Dios. ¿Podríamos decir que nosotros formamos parte de esta familia?