Homilía para el 20 de septiembre de 2018

Lc 7, 36-50 

El amor cubre una multitud de pecados, por eso la mujer pecadora puede escuchar de labios de Jesús: ¡vete en paz! Es un atrevimiento y un escándalo para quien está falto de amor, pues sólo desde el amor se entiende el perdón.  

¿Ama mucho porque se le ha perdonado mucho? O quizás ¿se le ha perdonado porque ama mucho? Los estudiosos de la Biblia no se ponen de acuerdo en el más profundo significado de estas palabras, pero me imagino que es la estrecha relación que surge entre el perdón y el amor.  

Tarea indescifrable para el fariseo que había dado la primera gran muestra de cariño a Jesús: invitarlo a comer. Invita a Jesús a participar de su mesa, de su conversación y de su vida, pero se queda en la pura invitación y aunque abre su casa no le abre el corazón.  

La mujer, por el contrario, soporta las miradas acusadoras de los que se creen justos; reta las reglas de la cortesía y de la pureza y en casa ajena se pone a los pies de aquel comensal tan especial; se suelta el pelo, llora, besa los pies, lo seca con su cabello y los unge con su perfume, perfume de amor.  

Recibe la condena del fariseo, pero también recibe la admiración y el perdón de Jesús.  

El amor es lo único que tiene sentido para poder perdonar y Jesús lleva el amor más allá de las normas y de las leyes; se siente libre para amar con sinceridad y con bondad; se siente libre para dejarse amar y para dar el mejor de los regalos: el perdón y la armonía interior. Y así aparece la gran contradicción: los que se sentían limpios quedan en su pecado porque no han sabido amar, aunque cumplen las leyes. La que se sentía pecadora queda libre y limpia porque ha sabido amar, aunque ha roto las leyes, porque el amor está por encima de la ley.

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