Apoc 1, 1-4; 2, 1-5
Al término de nuestro año litúrgico, leeremos por dos semanas, páginas escogidas de un libro muy especial, el Apocalipsis. «Apocalipsis» quiere decir revelación. Es un libro escrito para fortalecer en la fe y para animar a los cristianos en una época muy difícil de persecución. El autor presenta una gran cantidad de visiones, imágenes, números simbólicos, alusiones veladas a personajes y a hechos históricos contemporáneos, realidades todas muy difíciles de interpretar; por esto, algunas sectas especialmente fundamentalistas lo aprovechan mucho para sus fines anticatólicos, pero de todos modos es muy claro el contenido general: la destrucción de todos los enemigos del cristianismo y la victoria final de Cristo y de su Iglesia.
Este libro debe haber sido escrito a fines del reinado de Diocleciano (90-96).
Después de la narración de una primera visión, Juan se hace transmisor de una serie de mensajes a siete comunidades cristianas de Asia Menor. Hoy oímos la dirigida al «ángel» de Éfeso. La situación de este «ángel» ¿no refleja en algo nuestra propia actitud personal o comunitaria?
Lc 18, 35-43
Jesús va subiendo hacia Jerusalén, hacia su Pascua. Ya está muy cerca, unos 20 Km.
Si leyéramos en nuestros Evangelios los versículos anteriores al texto proclamado, hoy veríamos cómo Jesús anuncia a los apóstoles: «Miren, vamos a Jerusalén, y se van a cumplir en el Hijo del hombre todas las cosas que fueron escritas por los profetas»; les habla de encarcelamientos, burlas, insultos, azotes… muerte. «Ellos no entendieron nada», y el evangelista, dos veces más, dice lo mismo. ¡Estaban ciegos! Tal vez el evangelista pone el milagro de la vista dada a un ciego para enseñarles que Cristo es el que da la luz, no sólo la biológica, por así decir, sino también desde el punto de vista salvífico de Dios.
¿Cuáles son las condiciones? Que hagamos lo que hizo el ciego, que con fe acudamos al Señor: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!», que perseveremos en este clamor como él: «lo regañaba para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte».
Que le expongamos al Señor nuestra ceguera: «Señor, que vea».
Y el Señor nos dirá: «Recobra la vista, tu fe te ha curado». Y bendeciremos y alabaremos a Dios.