Viernes de la I Semana de Cuaresma

Ez 18, 21-28

Nuestro camino cuaresmal tiene su meta en la Pascua, misterio de muerte y resurrección, de transformación absoluta, nuestra humanidad en Cristo ha sido cambiada; Él, el primero de todos, ha transformado el dolor en alegría, la humillación en reinado, la muerte en vida.

La cuaresma es por esto un camino pascual de conversión.

Hoy escuchamos una exhortación a la perseverancia para quien sea justo, a la conversión para quien sea pecador.  Nosotros estamos luchando porque nuestra vida exprese cada vez más lo que es Cristo, pero en nuestro caminar a esa Luz hay obscuridades, el camino a veces se nos borra, la tentación nos atrae, a veces caemos.  Tenemos algo de justos, sigamos adelante; tenemos algo de pecadores, cambiemos de dirección, hay esperanza.

Mt 5, 20-26

Jesús es el cumplimiento de la Ley antigua, culminación de sus esperanzas.  Por esto también las exigencias de Jesús son mayores: “si su justicia  –entendamos modo santo de vivir-  no es mayor que la de los escribas y fariseos -es decir de la gente más sabia y religiosa de su época-  ciertamente no entrarán ustedes al Reino de los Cielos».

Jesús no quiere sólo que no se produzca frutos malos, sino que la misma raíz sea buena; de ahí, la serie de prescripciones de la que está tomada la de hoy: «Oyeron que se dijo a los antiguos, pero yo les digo….»

Hoy escuchamos el comprometedor mandato del Señor: «Si cuando vas a poner tu ofrenda… te recuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda… ve primero a reconciliarte…»

En el altar, sobre todo en –nuestro altar-, «mesa de la Cena del Señor y ara de su sacrificio», tiene que conjuntarse lo vertical de nuestra fe y adoración, y lo horizontal de nuestra verdadera caridad.

Hagamos, hoy especialmente, verdad práctica y viva este mandato del Señor.

La Cátedra de san Pedro

Mt 16, 13-19

Interrumpimos hoy los temas de Cuaresma, para acercarnos a la celebración de una fiesta del apóstol San Pedro que nos recuerda su misión: Pedro como garante de fe para sus hermanos.

Hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia.

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Y después de escuchar diferentes respuestas, les preguntas directamente y vosotros ¿quién decís que soy yo? Pregunta básica e importante para aquellos discípulos y también para cada uno de nosotros.  De la respuesta que demos sobre todo con nuestras obras más que con nuestras palabras, dependerá si realmente nos podemos llamar discípulos.

Pedro arrojado y decidido como siempre afirma tajante: » Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo». Escuchando Jesús está respuesta lo alaba, le cambia el nombre como señal de nueva vocación y le encomienda una misión.

Pedro, muy humano, la asumirá con su propia vida y después de arrepentirse de su negación, incluso dará la vida por Cristo.

Es interesante recordar las mismas palabras que recogen su primera carta para darnos cuenta de su misión: » Me dirijo a vosotros como pastor y testigo de los sufrimientos de Cristo». Esta es la nueva misión de Pedro ser testigo de los sufrimientos de Cristo y convertirse en pastor. Con toda razón en la misma carta exige a los pastores de las comunidades que apacienten el rebaño de buena gana, no por ambición de dinero, cuestionamiento serio para todos los que de alguna forma tenemos responsabilidades frente a los fieles y exige una revisión de nuestras actitudes, sobre todo en estos días de Cuaresma que nos acercamos a la figura de Cristo Sacerdote.

Es una invitación a reconocer equilibradamente la misión del sacerdote. Hay que apoyar y ayudar a los sacerdotes en su misión.

La Iglesia es muy humana, así la fundó Cristo, pero todos somos Iglesia y tenemos que embellecerla con nuestro amor, con nuestra entrega y con nuestra oración.

Pidamos al Señor que su iglesia, junto con Pedro, sea fiel a la misión que le ha encomendado.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Jon 3, 1-10

La lectura profética es escogida en relación con la lectura evangélica, que es la principal por ser la palabra y los hechos de la Palabra personal del Padre.  Una es a la otra como la aurora a la plenitud del sol, como la promesa al cumplimiento.

Todo el libro de Jonás es como una gran parábola, una narración ficticia, pero es palabra de Dios que enseña verdades muy reales.

Jonás es un profeta del pueblo escogido, enviado a predicar la conversión a la gran capital pagana.  Hace todo lo posible por no ir a su misión; acordémonos de la tempestad, del gran pez que lo traga y lo vomita a los tres días.

Nínive se convierte radical y colectivamente, y eso que son paganos.  Nunca el pueblo de Dios se convirtió así.

Pensemos en la reacción de Jonás; todos sabemos la narración.  «Jonás se disgustó mucho por esto y se enojó»; ¿recordamos al hermano mayor enojado por el perdón del padre al hijo pródigo?

Lc 11, 29-32

Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive con su predicación, es decir, con el anuncio del juicio y el llamado a la conversión.

Salomón, el paradigma de la sabiduría, atrajo de muy lejos a la reina de Sabá.

Jesús es un signo, como Jonás, pero mucho mayor que él: es la sabiduría misma de Dios, de la que Salomón tenía un destello; es la Palabra personal del Padre que ha venido a llamar a la conversión.

Para la comunidad primitiva, el signo de Jonás, que se realiza en Cristo, es, ante todo, su resurrección después de tres días en el sepulcro, como Jonás estuvo tres días en el vientre del monstruo.

¿Qué dirían los habitantes de Nínive y la reina de Sabá sobre nuestra reacción a la Palabra de Dios, sobre nuestra respuesta a los dones especiales de Dios a nosotros?

Abrámonos a su Palabra y con la fuerza de su Sacramento, respondámosles muy positivamente.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Is. 55, 10-11

El tiempo de cuaresma, de una forma especial, nos urge a reflexionar sobre nuestra vida. Nos exige que cada uno de nosotros llegue al centro de sí mismo y se ponga a ver cuál es el recorrido de la propia vida. Porque cuando vemos la vida de otras gentes que caminan a nuestro lado, gente como nosotros, con defectos, debilidades, necesitadas, y en las que la gracia del Señor va dando plenitud a su existencia, la va fecundando, va haciendo de cada minuto de su vida un momento de fecundidad espiritual, deberíamos cuestionarnos muy seriamente sobre el modo en que debe realizarse en nosotros la acción de Dios. Es Dios quien realiza en nosotros el camino de transformación y de crecimiento; es Dios quien hace eficaz en nosotros la gracia.

La acción de Dios se realiza según la imagen del profeta Isaías: así como la lluvia y a la nieve bajan al cielo, empapan la tierra y después da haber hacho fecunda la tierra para poder sembrar suben otra vez al cielo.  La acción de Dios en la Cuaresma, de una forma muy particular, baja sobre todos los hombres para darnos a todos ya a cada uno una muy especial ayuda de cara a la fecundidad personal.

La semilla que se siembra y el pan que se come, realmente es nuestro trabajo, lo que nosotros nos toca poner, pero necesita de la gracia de Dios. Esto es una verdad que no tenemos que olvidar: es Dios quien hace eficaz la semilla, de nada serviría la semilla o la tierra si no fuesen fecundadas, empapadas por la gracia de Dios.

Nosotros tenemos que llegar a entender esto y a no mirar tanto las semillas que nosotros tenemos, cuanto la gracia, la lluvia que las fecunda. No tenemos que mirar las semillas que tenemos en las manos, sino la fecundidad que viene de Dios Nuestro Señor. Es una ley fundamental de la Cuaresma el aprender a recibir en nuestro corazón la gracia de Dios, el esfuerzo que Dios está haciendo con cada uno de nosotros.

Mt. 6, 7-15

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado. Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos. La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones.

Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación y su Victoria sobre el malo, con todos aquellos que nos rodean, y que no sólo consideramos como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Por eso pidámosle al Señor que, en esta Cuaresma, nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.

El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos. Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón a Dios con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Dios y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz. Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria. Amemos a todos como Cristo nos ha amado a nosotros.

La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad. Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a procurar que su Palabra salvadora llegue a todos los hombres. Esta es la misión que Él nos confía. Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no podemos venir con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor. Esta cuaresma debe despertar en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre. Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre, y que nos quiere como hijos suyos fraternalmente unidos por el amor.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo podamos producir abundantes frutos de salvación para el bien de todos.

Lunes de la I Semana de Cuaresma

Lev 19, 1-2. 11-18

La serie de prescripciones que escuchamos en la primera lectura, muy relacionadas con el decálogo, forma parte de la llamada «Ley de Santidad»,  resumida en la primera frase: «Sean santos, porque Yo, el Señor soy santo».  Es notable su carácter moral religioso, en contraste con lo que la antecede y la sigue, de orden cultual y de moral sexual.

La lectura terminó con otra síntesis: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.  Yo soy el Señor».  Al leer estas prescripciones, vemos su innegable riqueza.  Si se cumplieran cuidadosamente qué ambiente de paz y bienestar viviríamos familiar y comunitariamente.  Pero, al mismo tiempo, escuchamos los mandatos de Cristo: «Sean misericordiosos como Dios es misericordioso», «un mandamiento nuevo Yo les dejo, un mandamiento nuevo Yo les doy, que se amen unos a otros como Yo los he amado».

Mt 25, 31-46

Hemos también escuchado en el Evangelio la parábola del Juicio Final.  Pensemos en dos cosas:

Primero, el estupor de los glorificados y el de los rechazados: ¿Cuándo te ayudamos, cuándo te dimos de beber, de comer, te visitamos?, ¿cuándo no tendimos una mano hacia ti?, ¿cuándo te rechazamos? Y la respuesta del Supremo Juez: «Cuando ayudaron, cuando no ayudaron a los más insignificantes, a los más pobres, a los más sencillos».

Miremos el criterio de Jesús y nuestro propio criterio, ¿se parecen?

Segundo, Jesús no acusa a los condenados diciéndoles: «Me robaron mi comida, me arrojaron de mi patria, me privaron de mi libertad, provocaron mi enfermedad», simplemente dice: «No me ayudaron».  Si no hemos causado daños positivos pero no hemos ayudado, pudiendo hacerlo, podemos recibir el rechazo del Juez.

«Seremos examinados sobre el amor», decía san Juan de la Cruz.

Ya sabemos lo que nos van a preguntar en el examen final.  Preguntémonos la única pregunta, antes de que nos la haga definitivamente el Señor.

Sábado después de Ceniza

Is 58, 9-14

Al comentar la lectura profética de ayer, que en el libro de Isaías precede inmediatamente a la de hoy, meditábamos que las dos líneas indispensables para formar una cruz, la vertical y la horizontal, nos expresan las dos líneas básicas de la vida cristiana.  Son las que le dan un volumen, un cuerpo: lo vertical y lo horizontal, el amor a Dios y al prójimo.

La lectura de ayer expresaba, como la de hoy, las dos líneas.

El profeta está hablando a los que han regresado del destierro y están reconstruyendo Jerusalén; por eso hace alusión a las ruinas, a las brechas y a lo derruido; pero son imágenes universales del daño y la destrucción que ocasiona nuestro orgullo y egoísmo.

La guarda del sábado -el día de Dios-, el cumplimiento amoroso de sus prescripciones, los pone el profeta como condición para llegar al sábado eterno en el que el Señor será nuestra delicia.

Lc 5, 27-32

Jesús había llamado ya a los primeros discípulos, prácticamente todos pescadores, para hacerlos «pescadores de hombres».  Hoy lo vemos acercándose a un publicano, también para llamarlo a que sea su testigo y para que un día escriba, no ya las cuentas de los impuestos, sino el testimonio de su Evangelio.

¿Habrá que recordar de nuevo el gran título de «pecadores» que llevaban los publicanos en la frente?  Traidores a Dios, a su religión y a su patria.  De allí las críticas de los fariseos y de los escribas.

Lucas, como médico, con un especial acento, nos transmite la respuesta de Jesús: «No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos».

¿Cuál es nuestra actitud ante Dios cuando miramos nuestros pecados y debilidades?  ¿De confianza absoluta en su poder salvífico, en su amor?  Y, ¿cuál es nuestra actitud cuando miramos las fallas del prójimo, especialmente las que nos afectan?  ¿Se parece nuestra actitud a la de Cristo, el Médico, el Salvador?

Viernes después de Ceniza

Is 58, 1-9             

En nuestro caminar de conversión, la Iglesia no va iluminando con trozos escogidos de la Sagrada Escritura.

Son como «flashazos» que van iluminando uno u otro aspecto de nuestra vida cotidiana.  Son como toques de pincel que poco a poco van detallando en nosotros el rostro de Cristo.

Ayuno, penitencia y oración no tienen ningún valor ni significado si no están vivificados por la caridad y si no están acompañados por lo que son los cimientos del edificio de la caridad: las obras de justicia.

La Cuaresma tiene una dirección básica hacia Dios, pero ésta no puede existir sin la dirección hacia el prójimo; son las dos líneas indispensables de la Cruz, el signo de Cristo.

Mt 9, 14-15

Nos podemos imaginar a los discípulos de Juan, el profeta austero del desierto, acostumbrados a los rigores de su maestro que comía chapulines y miel silvestre, maravillados, casi diríamos escandalizados, ante Jesús y sus discípulos que «comían y bebían», iban a reuniones, etc.

Jesús da una respuesta profunda en la línea con la idea nupcial como signo de las relaciones de Dios con la humanidad.  El ayuno es un signo no sólo de austeridad, disciplina, de solidaridad y caridad, sino también de apertura y espera.  Cuando el esposo les sea quitado, ayunarán.

Cristo está presente en nuestra etapa terrena de la historia de la salvación: «Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos», y al mismo tiempo está ausente: esperamos, construimos, vamos hacia su retorno glorioso.  Nuestros ayunos, abstinencias, nuestras prácticas cuaresmales todas, tienen también esa finalidad.  Son el grito de la esposa: «Ven, Señor Jesús».

Jueves después de Ceniza

Deut 30, 15-20              

Hemos escuchado el final del gran discurso atribuido a Moisés, en el que el jefe del pueblo de Dios exhorta a la comunidad a una toma de decisión por Dios.  Se nos presentan dos caminos, dos opciones: el bien o el mal, la vida o la muerte, a favor o en contra de Dios.

«Conversión» es la palabra clave de la Cuaresma.  La palabra conversión es un cambio radical de vida, girar en 180 grados, porque nos hemos dado cuenta de que vamos en «sentido contrario».

Pero «conversión» también es ir moviendo, con ligeros golpes, el volante para mantenernos en la dirección correcta…

Convertirse es la acción normal «permanente» de todo cristiano, de toda comunidad eclesial.

Dejemos que la invitación que hemos escuchado penetre a nuestro corazón y démosle una repuesta positiva.

Lc 9, 22-25

Vemos la cruz en lugares muy importantes de la casa, en la Iglesia, en la cima de un monte; la usamos como adorno… Esto  hace que nos demos cuenta muy poco de que la cruz es primeramente un instrumento de tortura y de muerte.  Y sin embargo, nosotros vemos en ella, ante todo, la expresión del amor infinito de Dios en Cristo.  Es la calificación suprema del amor infinito de Dios en Cristo.  Es la calificación suprema de su amor que se entrega: «se entregó hasta la muerte y muerte de cruz…» La vemos también como el camino único a la vida verdadera, a la gloria: «por eso Dios le dio un nombre sobre todo nombre».

Este es el camino que tomamos hoy, al iniciar nuestro itinerario a la Pascua.

Si el «no se busque a sí mismo», el «tome su cruz» nos atemorizan, fijémonos en que Jesús nos traza el camino que Él ya experimentó y nos apunta la meta de gloria en la que Él ya está.

Con ese espíritu, vivamos esta Eucaristía.

Miércoles de Ceniza

Empezamos hoy el tiempo de Cuaresma.   Cuarenta días de camino hacia la Pascua de Cristo, nuestra Pascua.  Este tiempo debe ser para todos los cristianos un tiempo de gracia, un tiempo de conversión.

En la primera lectura escuchábamos las palabras del profeta Joel, que hablaba al pueblo en los momentos en que el pueblo padecía una plaga de saltamontes que estaba acabando con las cosechas. 

El profeta no sólo veía la plaga como un castigo por el pecado, sino también como una advertencia de que Dios vendría algún día a pronunciar su juicio.  El profeta invitaba al pueblo al arrepentimiento.

Siglos más tarde, san Pablo escribía a los cristianos de Corinto y proclamaba el mismo mensaje sobre la necesidad del arrepentimiento.  Pero en el mensaje de san Pablo se advertía una nota de urgencia: “En el tiempo favorable te escuché,
en el día de la salvación te ayudé. Pues mirad: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación”.

En el Evangelio de san Mateo, Jesús nos ofrece tres herramientas para vivir esta Cuaresma: oración, ayuno y limosna.

La oración ha de ocupar un lugar importante en el tiempo de Cuaresma.  Una oración permanente y fiel en el momento del día que hayamos decidido elegir.  Una oración que refuerce nuestra unión con Jesús.  Una oración que sea un diálogo amoroso con el Señor.  Una oración que exprese cuánto amamos a Dios y sintamos su amor por nosotros. 

¿Cómo y cuándo rezaremos a Dios estos 40 días?

Ayuno.  En un mundo, como el nuestro, enloquecido por el consumo, la diversión, el pasarlo bien, se nos va endureciendo el corazón y no nos damos cuenta de la pobreza creciente y de tanto sufrimiento como existe en nuestro mundo.  Por eso, necesitamos ayunar.  No porque nos guste el ayuno por el ayuno, sino porque el ayuno nos hace capaces de abrir los ojos y nos hace más libres para seguir a Jesús.  Hay que ayunar no sólo de comida, sino de todo aquello que nos impide amar a Dios y al prójimo.

¿Qué ayuno hará cada uno durante esta Cuaresma para ampliar su capacidad de amar?

La limosna, ha de ser también signo de nuestra sincera conversión cuaresmal. Dar y compartir nuestro dinero, las cosas, el tiempo, nuestras capacidades y cualidades, nuestra persona entera. Tener demasiado hace daño. Nos hace incapaces de andar ligero, nos esclaviza, nos distancia de los demás, nos oprime el corazón.

¿Qué daré a los demás en esta Cuaresma? ¿Más tiempo a mi familia, mayor delicadeza a mi trato con los demás? ¿Vaciar algo mi bolsillo para llenar el de aquellos que lo tienen vacío? ¿Qué haré para ser más solidario con el mundo pobre y marginado? Aquello que ahorre con mi ayuno y privaciones cuaresmales, ¿por qué no lo entrego a los pobres y necesitados?

En un momento más se nos impondrá la ceniza.  El gesto penitencial de la imposición de la ceniza ha de ser expresión ante Dios y la comunidad aquí reunida de nuestro firme compromiso de ser fieles al Señor. Han de ser, también, reconocimiento de nuestra debilidad, de nuestra condición pecadora, de nuestras ganas de renovar la vida y la necesidad que todos tenemos de estar en comunión con Jesús.

La imposición de la ceniza quiere recordarnos la brevedad de la vida, nuestra propia fragilidad e inconsistencia.

La Iglesia nos invita este miércoles de Ceniza al arrepentimiento.  La invitación es para todos,  sin excepción, porque la ceniza nos recuerda nuestra debilidad humana.  Todo es ceniza, nada tiene valor, cuando no lo situamos en una adecuada jerarquía frente a Dios.

Martes de la VI Semana Ordinaria

Sant 1, 12-18

La enseñanza de la carta de Santiago que hoy hemos escuchado, es muy importante.  ¿Quién no ha estado o quién no está sometido a pruebas, a tentaciones, a dudas, a sufrimiento?

La síntesis del tema de hoy sería: «Dichoso el hombre que sufre la tentación porque después de superarla, recibirá… la corona de la vida».

Cuando estamos sufriendo la prueba, conscientes o inconscientemente, en forma expresa o sin palabras, se nos suscitan una serie de preguntas: «Si Dios es bueno, ¿por qué  me manda esto que es malo?», «¿por qué me somete Dios a esta prueba?», «¿por qué Dios permite que tenga este tipo de tentaciones, especialmente penoso?»  Dios es amor, decía San Juan, Dios es bondad absoluta; nos dice hoy Santiago: «Todo beneficio y todo don perfecto vienen de lo alto».

La prueba, como se ha dicho, «forma parte del designio de Dios, como fase pasajera y misteriosamente útil…»   Todo es para mayor bien, para un acendramiento, para una purificación, y en último término, para una unión mayor con Cristo, que aceptó y tomó sobre sí todas nuestras miserias.

Mc 8, 14-21

Jesús se encuentra con la falta de entendimiento de sus discípulos.  Jesús y los apóstoles están hablando en dos planos totalmente diversos.

Jesús los alerta contra la levadura de los fariseos y la de Herodes.  Aquí «levadura» se entiende como fuente de impureza y corrupción.  La palabra usada por Jesús se podía prestar a confundir la idea pensando que se trata de pan que llevara levadura.  En realidad, Jesús los prevenía contra una religión más de ley que de espíritu, más de guarda de prescripciones que de caridad, contra un mesianismo político de poder y riqueza.

Los reproches de Jesús los podemos recibir también nosotros muchas veces.

Abrámonos a su acción.  Acerquémonos a Él en sinceridad y humildad.