Lunes de la XIV Semana Ordinaria

Mt 9,18-26

Tanto el Jefe de la Sinagoga como la mujer con el flujo de sangre, fueron capaces de reconocer en Jesús, al verdadero Dios, al Dios que cambia la historia y la lleva a la plenitud. Dejemos que Jesús tome el control de nuestra vida cotidiana; nos sorprenderemos de ver su poder obrando en nosotros todos los días.

¡Con cuanta fe y esperanza se acercaron a Jesús! Ellos, sin esperanza alguna, dieron el paso arriesgado y confiado de la fe.  Todo el ser de Jesús se conmovió, hasta la orla de su manto.  “¡Animo, hija…””La niña no está muerta, está dormida…”. Sus palabras son de vida y de esperanza.

¿Dónde está la clave, dónde está la confianza suficiente para acercarte a Jesús y depositar en Él tu esperanza? Pocos días antes de morir, le pregunté a mi madre si sabía cuánto la queríamos. Y ella asintió, con una sonrisa enorme, y dijo ya con la voz muy débil: “¡Infinito!”. Entonces comprendí que ese era el gran milagro que Dios nos hacía en medio de tanto dolor y tanto amor.  El jefe judío que sufría por su hija muerta, la mujer marginada que sufre en soledad, se encuentran con el amor infinito de Jesús.

El poder de Jesús puede manifestarse visiblemente con las curaciones, pero esa fuerza de vida viene del inmenso amor que nos tiene. Y a eso es a lo que nos convoca y envía como cristianos. La enfermedad, la muerte, serán parte de la realidad de la vida siempre. Responder con alborotos y parafernalias, o con el ostracismo y la marginación, es más común de lo que quisiéramos admitir.

El dolor de quien sufre requiere un absoluto respeto y delicadeza, y requiere propiciarle lo necesario para curarse y cubrir sus necesidades. Por eso responder desde el amor, sin cálculos ni medida, en el cuidado y el cariño de cada día, dando lo mejor de cada uno, procurando aliviar y dar lo que necesita, en la familia, en la sociedad, en cada pequeña o grande comunidad de vida, es el milagro más necesario y grande de todos.