Homilía para el 27 de noviembre de 2018

Lc 21, 5-11

Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.

Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo. La gran construcción los hacía sentir seguros. Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor. Por eso miraban con orgullo la gran construcción. Sin embargo, Cristo les llama la atención. No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.

Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto. Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos. Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.

El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.

En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.

Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor. Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor. Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos. No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.

Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos? ¿Por qué no lo vivimos así?

Homilía para el 23 de noviembre de 2018

Lc 19,45-48

Parece que Jesús se enoja con mercaderes y vendedores, y en parte es así. Pero su enojo no viene por su profesión, su enojo no va dirigido a los de fuera del templo, va dirigido a los de dentro.

Cuando el Templo se había convertido para los israelitas en signo de la presencia del Señor, cuando admiraban su construcción y se sentían orgullosos e invencibles, los profetas alzaron su voz para reclamar y señalar que hay cosas más importantes que una bella construcción de piedras y que el culto que el Señor quiere parte del corazón y se manifiesta en el amor a los hermanos. No admite el Señor un culto vacío ni el soborno de un sacrificio a cambio de la injusticia, de la mentira o de los juicios arreglados.

Más que el santuario, el Dios de Israel exige habitar en el corazón de cada persona. Cuando ha estado destruido el Templo, cuando se sienten olvidados, el Señor asegura su presencia en medio de ellos, en el resto fiel, en el corazón limpio.

Jesús recoge toda esta tradición y aunque se acerca al Templo y predica en sus atrios, exige también el culto verdadero. Jesús entabla toda una lucha con quienes han manipulado la Ley, el Sábado, el sacrificio y el Templo y lo han convertido en fuente de ganancias y de opresión.

No se puede, con el pretexto de la religión o de las Leyes despreciar a la persona, no se puede comerciar con sus derechos, no se puede pisotear su dignidad.

Hoy nos encontramos con modernos templos donde se comercia con los débiles, donde se venden sus derechos, donde se les despoja de sus pertenencias. Cada persona es santuario y templo de Dios, lugar sagrado, casa de oración y no puede ser convertida en cueva de ladrones.

La trata de personas, la venta de menores, la manipulación de los fetos, la comercialización de las necesidades y muchos otros métodos modernos llevan a cosificar a las personas, a tratarlas como mercancía, a despreciar sus sentimientos.

El mundo moderno se ha dejado gobernar por el poder del dinero y de los grandes consorcios de las poderosas firmas y no le ha importado pasar por encima de la conciencia de las personas. Incluso también hoy hay quienes utilizan la religión con fines comerciales o políticos y convierten lo más sagrado de la persona, su interior, en cueva de ladrones.

Cada persona es santuario de Dios, tú tienes un gran valor porque eres templo del Espíritu Santo. No profanemos ni dejemos profanar esos santuarios de Dios.

Homilía para el 22 de noviembre de 2018

Lc 19, 41-44

Jesús llora por Jerusalén. Y profetiza una realidad que seguimos contemplando hoy. Existe división, existen enfrentamientos, existe desencuentro, existen guerras.

El pasaje de hoy parece sorprendente. Por un lado Jesús profetiza una realidad negativa de este mundo y por otro llora por el presente y el futuro de un pueblo. Jesús ama su tierra, ama a su pueblo y sufre por lo que no ve en él. El enfrentamiento es consecuencia de no entender lo que conduce a la paz, de obstinarse en creer que la paz global no es el resultado de la paz con uno mismo. Quizás, cuando Jesús llora, esta teniendo presente todas las guerras que se sucederán en el tiempo, todo el dolor que el hombre se produce a sí mismo. Y es que el hombre, la criatura que Dios ama con ternura, puede destruirse a sí mismo. Podemos pensar en la guerra como en algo lejano en el espacio y en el tiempo, algo ajeno a nuestra realidad cotidiana. Y algo por lo que no podemos hacer mucho. Sin embargo nosotros podemos ser ángeles de paz o demonios de guerra.

Porque la guerra en definitiva es el odio, es el rencor, el tomarse la justicia por su mano. Cuando no perdonamos una falta de caridad que han tenido con nosotros, cuando guardamos y recordamos el mal que nos han hecho, no estamos entendiendo lo que conduce a la paz. Porque el hombre tiene un sentido de la justicia limitado y sobretodo imposible de realizar de modo exclusivamente horizontal. Porque nosotros somos limitados y vamos a fallar muchas veces, vamos a herir, aun sin intención, y vamos a ser heridos. No podemos aplicarnos un sentido de la paz irrealizable. La paz es fruto del amor y del perdón, de la comprensión y de la lucha por mejorar y amar sin medida. Jesús llora porque nos obstinamos en no aceptar las normas flexibles del amor.

Homilía para el 20 de noviembre de 2018

Ap 3, 1-6. 14-22

En este pasaje la comunidad de Sardes representa a los cristianos que, solo dan la apariencia de ser buenos cristianos. Por su parte la Iglesia de Laodicea representa a los que no han hecho una acción “total” por Cristo y por el Evangelio.

¿Quién puede corregir con más eficacia y con objetividad? Quien mejor lo hace es quien más cercano y más amor nos tiene, nos conoce en lo profundo y puede con mayor acierto proponernos cambios que podamos aceptar.

El texto del Apocalipsis, la primera lectura de hoy, nos encontramos con dos cartas enviadas a las comunidades de Sardes y Laodicea, que son una belleza tanto en su contenido como en la expresiones que utiliza.

Retoma las realidades que experimentan las ciudades, como ejemplo de cualquier comunidad cristiana y desde esa realidad profundiza en la relación que tiene la comunidad con Dios.

Los títulos y nombres que se dan a Jesús nos recuerdan su misión y su cercanía. El que tiene los 7 espíritus y las 7 estrellas, el amén, el testigo fiel y veraz, el origen de todo lo creado por Dios, como si quisiera el profeta que fijáramos nuestra mirada en Jesús, reconociéramos todo su poder y su amor para estar seguros de nuestro propio triunfo. Jesús no puede fallar, está cercano a nosotros, es fiel en su amor, es fundamento de toda la creación.

Las acusaciones contras estas ciudades son fortísimas, pero no se quedan en el pasado, sino que se hacen presentes para nosotros y nuestras iglesias.

¿Quién no se sentirá aludido al escuchar la llamada de atención que hace a Sardes de que se lleva una vida doble, no acorde con la palabra recibida? En apariencia está vivo, pero en realidad estás muerto le dice.

¿Quién puede afirmar que está viviendo a plenitud y con coherencia las exigencias de la Palabra? Y cuando se dirige a la comunidad de Laodicea, es todavía más duro en sus reclamos. La tibieza, el no ser ni frio ni caliente provocan náuseas y rechazo. La dulce mediocridad, la rutina adormecedora a todos nos invade y nos dejan indiferentes antes las manifestaciones del amor de Dios.

La comunidad se ha acomodado a las riquezas materiales y se ha protegido con sus tesoros, pero ninguna vestidura nos cubrirá como la bondad de Dios, ningún colirio nos hará ver mejor que la mirada de Dios y ningún oro nos enriquecerá más que el amor de Dios.

¿Dejo que penetren en mi corazón estas llamadas de atención y me quedo meditando? Yo, ¿corrijo y llamo la atención a todos los que amo? Tenemos que reaccionar y corregirnos. “Mira que estoy tocando a tu puerta”, nos dice el Señor Jesús, amoroso, esperando que abramos nuestra puerta.

Homilía para el 16 de noviembre de 2018

Lc 17, 26-37

Pensar en el fin del mundo y también en el fin de cada uno de nosotros es la invitación que también hoy la Iglesia nos hace a través del pasaje del Evangelio de hoy. El texto recoge la vida normal de los hombres y mujeres antes del diluvio universal y en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían, se casaban…, pero luego llega el día de la manifestación del Señor y las cosas cambian.

La Iglesia, que es madre, quiere que cada uno piense en su propia muerte. Todos estamos acostumbrados a la normalidad de la vida, horarios, compromisos, trabajo, momentos de descanso, y pensamos que siempre será así. Pero un día vendrá la llamada de Jesús que nos dirá: “¡Ven!”.  Para algunos esa llamada será imprevista, para otros tras una larga enfermedad, no lo sabemos. ¡Pero la llamada vendrá! Y será una sorpresa, pero luego estará la otra sorpresa del Señor: la vida eterna. Por eso, la Iglesia en estos días nos dice: párate un poco, detente para pensar en la muerte. Suele pasar que, incluso la participación en las velaciones fúnebres o ir al cementerio, se convierta en un acto social: se va, se habla con las demás personas, en algunos casos hasta se come y se bebe: es una reunión más, para no pensar.

Y hoy la Iglesia, hoy el Señor, con esa bondad que tiene, nos dice a cada uno: “Detente, párate, no todos los días serán así. No te acostumbres como si esto fuese la eternidad. Llegará un día en que tú serás llevado, y otro se quedará”. Es ir con el Señor, pensar que nuestra vida tendrá fin. Y eso nos hace bien. Nos hace bien ante el inicio de una nueva jornada de trabajo, por ejemplo, donde podemos pensar: “Hoy quizá sea el último día, no sé, pero haré bien mi trabajo”. Y así en las relaciones con la familia o cuando vamos al médico, etc.

Pensar en la muerte no es una mala fantasía, es una realidad. Si es mala o no depende de mí, de como yo la vea, pero que será, será. Y allí será el encuentro con el Señor, eso será lo bueno de la muerte, el encuentro con el Señor, será Él quien venga a nuestro encuentro, será Él quien diga: “Ven, ven, bendito de mi Padre, ven conmigo”.

Y cuando llegue la llamada del Señor ya no habrá tiempo para arreglar nuestras cosas. Un sacerdote me decía hace poco: “El otro día encontré a un sacerdote, de unos 65 años, más o menos, que padecía algo malo, y no se sentía bien. Entonces fue al médico y le dijo, después de la visita: “Mire, tiene usted esto, y es algo malo, pero quizá estemos a tiempo de detenerlo. Haremos esto, y si no se para haremos esto otro, y si no se para comenzaremos a caminar y yo le acompañaré hasta el final”. ¡Estupendo ese médico!

Pues nosotros también, acompañémonos en ese camino, hagamos lo que sea, pero siempre mirando allá, al día en que el Señor vendrá a llevarnos para irnos con Él.

Homilía para el 15 de noviembre de 2018

Lc 17, 20-25 

El Evangelio de hoy recoge una pregunta que los fariseos dirigen a Jesús: “¿Cuándo vendrá el reino de Dios?”.  Una pregunta sencilla, que nace de un corazón bueno y aparece muchas veces en el Evangelio.

¿Cómo explicar la presencia del Reino de Dios en nuestro interior?, ¿Qué señales podemos ofrecer de que ya está presente entre nosotros? Estamos acostumbrados a las cosas externas y queremos señales de que ya llega el Reino de los Cielos.

La pregunta de los fariseos no deja de tener un tono de burla hacia Jesús que ha hablado y anunciado tanto su Reino, y ahora quieren señales externas, como si contradijeran su anuncio y se burlaran de su esperanza. El Reino se hace presente pero los fariseos no lo han percibido por la dureza de su corazón. El Reino no es escándalo, el Reino no es ruido, el Reino no es apariencia. El Reino es presencia de Dios en el corazón del hombre y la presencia de Dios llega de manera callada, silenciosa pero muy efectiva. No llega aparatosamente, pero ya está en medio de nosotros.

Quizás, a nosotros también nos pase lo que a los fariseos y reclamemos muchas veces esa presencia, tantas veces anunciada, pero si hacemos silencio, si aguzamos el oído descubriremos la presencia de Dios en todas las muestras de amor, en el despuntar de una vida, en la generosa entrega de quien lucha por la justicia, en el servicio desinteresado, en la oculta donación, en la siembra callada.

El Reino no hace ruido, pero produce alegría, verdadera felicidad, fraternidad y armonía interior. Quien ha percibido el Reino y le abre su corazón experimenta una especie de luz que ilumina y da sentido a toda la vida.

Se habla mucho de todos los acontecimientos escandalosos, de violencia y terrorismo que azotan a nuestro mundo y a veces miramos con pesimismo el incierto futuro, pero Jesús nos asegura que en medio de todos estos obstáculos también se hace presente el Reino.

No podemos dejar de sembrar la pequeña semilla, no podemos olvidar las acciones diarias, allí tiene que estar presente el Reino. Estoy plenamente convencido que los grandes desastres que estamos padeciendo tienen su principal solución en la lucha diaria, en los espacios familiares de educación y de vida en común.

El Reino se construye y se hace presente en el anonimato y en el silencio, pero después crece esa semilla. No debemos desalentarnos, el mal no puede vencer. Tenemos nuestra esperanza en Cristo que con su resurrección vence todo mal.

homilía para el 14 de noviembre de 2018

Lc 17, 11-19 

El lugar donde se desarrolla la escena explica que un samaritano estaba junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos, pero el dolor unía a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza. Los leprosos, para evitar el contagio, debían mantenerse alejados y dar muestras visibles de su enfermedad.

Quedar curado y no acudir inmediatamente ante los sacerdotes a cumplir con las leyes que les permitía volver a la comunidad, era considerado una ingratitud a Dios. Es evidente que los 9 curados están preocupados por volver a estar en comunidad, aunque se olviden de la gratitud y de que hay otro Sacerdote y una nueva Ley que les ha dado la posibilidad de una nueva vida.

En el samaritano, no sólo podemos reconocer la gratitud, virtud humana inapreciable y necesaria para todos nosotros, sino también la libertad que tiene frente a la Ley, para volver ante Jesús.

Diez eran los leprosos que se unían en la desdicha y en la necesidad; diez eran los que sentían necesidad de ser salvados y liberados de la lepra que los marginaba y los condenaba a una vida miserable, pero alcanzada la curación, los otros se olvidan de quién les ha concedido la curación y sólo uno siente necesidad de regresar para agradecer a Jesús, y éste era samaritano, de los despreciados, de los considerados impuros; y éste no sólo recibe el reconocimiento de Jesús sino la declaración más solemne: “levántate y vete, tu fe te ha salvado”.

¿Los otros no tenían fe? Claro que nos responderán que tenían fe, pero estaba atada a las leyes antes que al amor. Su fe era en las instituciones, en la necesidad de reconocimientos y en la declaración de pureza.

Al samaritano le interesa renovar ese encuentro con Jesús desde su gratitud. Ha recibido gratuitamente el don, ahora no le importa los reconocimientos, quiere agradecer libremente lo que ha recibido. Gratitud, gratuidad y libertad están muy en consonancia con la fe.

Hoy tendremos que recordar que la fe es primeramente reconocimiento agradecido de todo lo que hemos recibido de Dios. Tendrá que brotar un profundo gracias de nuestro corazón al contemplar la vida, la libertad, la belleza, la humanidad. Gracias por el amor que nos regala incondicionalmente nuestro buen Padre Dios, gracias por la hermandad, gracias por este mundo que no hemos acabado de destruir, gracias porque nos mantiene con vida. Gracias, primero al sabernos amados gratuitamente, después vendrán las leyes y los cumplimientos.

Homilía para el 13 de noviembre de 2018

Lc 17, 7-10 

El evangelio de este día contiene la parábola de Lucas del salario del servidor.

Jesús censura a los fariseos que creían tener derechos sobre Dios. Los fariseos, es decir, los creyentes que calculan sus propios méritos y quieren hacer valer sus derechos ante Dios, en realidad no pasan de ser unos siervos inútiles, incapaces de hacer algo digno por sí mismos.

A esta actitud mercantilista de contabilidad espiritual, basada en un espíritu legalista, es decir, en la ley del premio al mérito, opone Jesús tácitamente otra actitud: la de la amistad servicial y desinteresada, basada en la confianza incondicional en Dios.

El auténtico discípulo de Cristo, quien vino a servir y no a ser servido, sabe muy bien de quién se ha fiado y en qué manos generosas está su recompensa. Es lo que decía el apóstol Pablo al final de su vida entregada al evangelio.

A Dios no le gusta la actitud comercial en aquellos que le sirven. Para Él están de más los contratos salariales y los convenios laborales. Ése no es el cristianismo que fundó Jesús: la religión del sí total. «Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

Jesús dijo también: El que quiera ser el primero entre ustedes, que se haga el último y el servidor de todos. Nuestro principal título de gloria consistirá, pues, en ser delicados servidores de Dios y de los hermanos.

Nuestra vida cristiana no se puede estructurar sobre una contabilidad de haber/deber respecto de Dios -siempre saldríamos perdiendo-, sino sobre su don y su gracia que nos preceden en toda ocasión.

Estar bautizados, ser cristianos, pertenecer a la Iglesia, cumplir nuestros deberes religiosos para con Dios y los hermanos, vivir la moral cristiana no da derechos adquiridos ni nos hace mejores que los demás. A lo sumo, «hemos hecho lo mandado».

Y es absurdo que un buen hijo piense que su padre le debe algo porque ha hecho lo mandado; es además feo que exija un pago a su obediencia. Hoy es ocasión de examinarnos sobre nuestra motivación religiosa fundamental: ¿Es el amor gratuito a Dios y a los hermanos, o bien el amor y el servicio interesados?

Homilía para la fiesta de la Basílica de Letrán

Basílica significa: «Casa del Rey».

En la Iglesia Católica se le da el nombre de Basílica a ciertos templos más famosos que los demás. Solamente se puede llamar Basílica a aquellos templos a los cuales el Sumo Pontífice les concede ese honor especial. En cada país hay algunos.

La primera Basílica que hubo en la religión Católica fue la de Letrán, cuya consagración celebramos en este día. Era un palacio que pertenecía a una familia que llevaba ese nombre, Letrán. El emperador Constantino, que fue el primer gobernante romano que concedió a los cristianos el permiso para construir templos, le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestre convirtió en templo y consagró el 9 de noviembre del año 324.

Esta basílica es la Catedral del Papa y la más antigua de todas las basílicas de la Iglesia Católica. En su frontis tiene esta leyenda: «Madre y Cabeza de toda las iglesias de la ciudad y del mundo».

La festividad de la dedicación de la Basílica de Letrán, nos da la oportunidad de reflexionar en los diferentes sentidos que ha tomado la palabra Templo, de mucha importancia para nuestra vida espiritual y comunitaria.

El pueblo de Israel tenía un solo Templo y en él se congregaba toda la nación. Era único y no solamente se apreciaba por su gran construcción, sino que se tenía como un signo verdadero de la presencia de Dios. Al Templo debían de acudir todos los israelitas a presentar sus ofrendas, a hacer sus oraciones y promesas. Así se percibe como una fuente de salvación en la primera lectura de Ezequiel. “del Templo brota el agua viva que sostiene al pueblo”

Tanta importancia adquirió el Templo que fue desplazando su verdadero sentido y se volvió en una fuente de poder tanto económico como político, manipulando su sentido religioso.

San Juan nos narra los continuos enfrentamientos de Jesús con quienes ostentaban la autoridad en el Templo y sus críticas duras a las actitudes de quienes, por una parte, se aprovechaban del Templo, pero por otra lo desprestigiaban.

El evangelio de este día nos muestra a Jesús expulsando a los mercaderes, volcando las mesas, regañando a los vendedores de palomas, la profanación que se ha hecho del Templo al convertirlo en mercado. Pero al mismo tiempo se presenta Cristo como el nuevo Templo, desplazando el lugar de la presencia de Dios hacia su propia persona, y con otros pasajes manifestándonos que a Dios se le puede encontrar en todos sitios donde se le adore en espíritu y verdad.

Así pues, tenemos en Cristo un nuevo Templo a dónde acudir para encontrarnos con Dios. Pero también nosotros somos templos de Dios y también en nosotros se hace presente. También para nosotros pueden ser las palabras de Jesús de que hemos pervertido nuestro cuerpo y nuestra persona transformándolo en mercado cuando estaba destinado para ser Casa de Dios.

Nosotros, todos, somos piedras vivas que hacemos la construcción de la Casa de Dios, la Iglesia.

Hoy reflexionemos en esos diferentes sentidos que puede tener la palabra Templo: Casa de Dios, el mismo Jesús, la Iglesia y la persona de cada uno de nosotros.

Nuestra persona, ¿La hemos conservado como Casa de Dios?

Homilía para el 8 de noviembre de 2018

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Con Jesús todo cambia. En pasajes anteriores había roto con esa ideología que expresaba que riqueza y salud era señal de justicia y había dejado a los escribas y fariseos lejos de sus seguridades. Pero también los discípulos tienen que cambiar su mentalidad y buscar en su interior la presencia de Dios.

Hoy cambia la imagen de Dios y su relación con los pecadores. En el Antiguo Testamento encontramos que Dios es justo y entendemos que a graves pecados corresponde también graves castigos. Es un gran paso cuando descubrimos que hay conversiones y arrepentimientos que logran apaciguar la ira de Dios, y contemplamos sorprendidos cómo Dios ama más allá de la bondad y la justicia de la persona que se ha arrepentido.

Pero ahora Jesús plantea algo que se sale de toda lógica. La nueva imagen que Jesús nos ofrece de Dios, causa graves escándalos: Jesús come, convive y comparte con los pecadores. ¿Cómo entenderlo si Él es justo, el puro el que no tiene pecado? Las críticas de sus adversarios tienen razones fuertes y quizás si nos ponemos en su lugar, también nosotros estaríamos criticando.

La nueva dinámica del amor de Dios es buscar al pecador cuando todavía no se ha arrepentido, ofrecer el amor de Dios, aunque se haya alejado. El capítulo 15 de san Lucas nos ofrece esta nueva imagen y comienza con estas dos parábolas que se han hechos clásicas al anunciar el perdón: la oveja perdida y la dracma perdida.

Lejos han quedado las imágenes aterradoras de un Dios castigador, para dar lugar a la dulce imagen de un Pastor que recorre barrancos y montañas para encontrar a aquella caprichosa oveja que se ha alejado del redil.

La imagen de una mujer que barre la casa hasta dar con la moneda que se ha extraviado añade esta sensibilidad femenina de quien cuida todo lo que se le ha confiado. Y en ambas está fuertemente subrayada la alegría de la conversión y del encuentro.

Más que castigo es reconciliación, más que condena es búsqueda, más que temor al Dios iracundo es el dolor por no corresponder a un amor fiel. De ahí brota la plena alegría.

¿Seremos nosotros capaces de convertirnos o nos quedaremos en temores, leyes y acusaciones contra Jesús?

Hoy Jesús está aquí y te llama.