Jueves de la Octava de Pascua

Hech 3, 11-26

Pedro se encarga de explicar a los judíos el sentido teológico del milagro que había realizado con el paralítico que pedía limosna en la puerta «Hermosa» del Templo.

Pedro presenta el contraste pascual de Jesús entregado, rechazado y muerto, y luego glorificado, resucitado, liberador y sanador.

Pedro modifica el grito de Cristo: «perdónalos porque no saben lo que hacen»,  en: «yo sé que ustedes obraron por ignorancia…» para hacer un llamado al arrepentimiento y a la adhesión a Cristo Señor.

Oigamos las palabras de Pedro como dirigidas a nosotros y respondamos vitalmente.

Lc 24, 35-48

Jesús se presenta ante sus mismos apóstoles.  Los apóstoles creen que es un fantasma.  Jesús tiene que decirle a sus apóstoles: «miren, toquen, voy a comer ante ustedes».

Jesús ilumina a los apóstoles.  Jesús cita no sólo la Ley y los Profetas, ya que era todo el A.T., sino que habla también de un libro especial: los salmos.  De hecho, en el N.T. hay unas 150 citas de los salmos, casi el mismo número que todos los demás libros.

Jesús le dice a sus apóstoles: «Ustedes son testigos de esto»,  y los lanza a que den testimonio.

Reconozcamos siempre al Señor, sobre todo en los hermanos más disminuidos, y demos un testimonio de Él, alegre, eficaz, sencillo y amoroso.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

Los apóstoles no acababan de creer lo que estaban viendo sus ojos. Era cierto que Jesús, mientras estuvo con ellos, les había dicho que iba a ser entregado a las autoridades, que le iban a condenar, que iba a padecer y morir clavado en una cruz, pero que al tercer día resucitaría. Habían vivido con él, casi todos desde lejos, su muerte ignominiosa e injusta. Y ahí se habían quedado más que desconcertados. Pero el evangelio de hoy nos relata cómo se presenta ante ellos resucitado. Era demasiado sublime para creérselo: “Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma”. Y Jesús, con su paciencia habitual con ellos, trata de convencerlos de que es verdad, que ha resucitado. Les muestra sus heridas, les pide de comer… A partir de aquí, olvidándose del miedo, se vuelven testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y a ello dedicarán es resto de sus vidas, sabiendo que es la mejor noticia que pueden ofrecer a toda la humanidad. “Vosotros sois testigos de esto”.

También a nosotros, los cristianos del siglo XXI, necesitamos que Jesús nos convenza de su resurrección y de nuestra resurrección, y que el único camino que nos lleva a ella es vivir como él vivió… para convertirnos en los testigos de la verdad de Jesús y de su buena noticia.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

En estos días, en Jerusalén, la gente tenía muchos sentimientos: miedo, asombro, dudas. «En aquellos días, mientras el paralítico curado seguía aún con Pedro y Juan, todo el pueblo, asombrado…»: hay un ambiente inquieto porque pasaban cosas que no se entendían. El Señor fue a sus discípulos. Ellos ya sabían que había resucitado, y Pedro también, porque habló con él esa mañana; y los dos que volvieron de Emaús lo sabían…, pero cuando el Señor se aparece se asustan. «Aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu»; la misma experiencia la tuvieron en el lago, cuando Jesús vino caminando sobre las aguas. Pero en aquel momento Pedro, envalentonado, apostó por el Señor, y dijo: “Si eres tú, hazme andar sobre las aguas”. Pero hoy Pedro está callado, ha hablado con el Señor esa mañana, y de aquel diálogo nadie sabe qué se dijeron y por eso está callado. Y estaban tan llenos de miedo, aterrorizados, creían ver un fantasma. Y les dice: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies», y les muestra las llagas, ese tesoro que Jesús se llevó al Cielo para enseñarlo al Padre e interceder por nosotros. «Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos».

Y luego viene una frase que a mí me da mucho: «Pero no acababan de creer por la alegría…», estaban llenos de asombro, pero la alegría les impedía creer. Era tanta la alegría que: “no, esto no puede ser verdad. Esta alegría no es real, es demasiada alegría”. Y les impedía creer. La alegría, los momentos de gran alegría. Estaban colmados de alegría pero paralizados por la alegría. Y la alegría es uno de los deseos que Pablo tiene para los suyos de Roma: “Que el Dios de la esperanza os colme de alegría”, les dice. Colmar de alegría, estar lleno de alegría. Es la experiencia del consuelo más alto, cuando el Señor nos hace entender que es distinto a estar alegre, positivo, luminoso… No, es otra cosa. Estar gozoso…, pero lleno de alegría, una alegría desbordante que nos agarra de lleno. Y por eso Pablo desea que “el Dios de la esperanza os colme de alegría”.

Y esa palabra, esa expresión, colmar de alegría, se repite muchas veces. Por ejemplo, lo que pasó en la cárcel, cuando Pablo salva la vida al carcelero que estaba a punto de suicidarse porque se habían abierto las puertas con el terremoto, y luego le anuncia el Evangelio, lo bautiza, y el carcelero, dice la Biblia, estaba “lleno de alegría” por haber creído. Lo mismo pasó con el ministro de economía de Candaces, cuando Felipe lo bautizó y desapareció, él siguió su camino “lleno de alegría”. Lo mismo pasó el día de la Ascensión: los discípulos regresan a Jerusalén, dice la Biblia, “llenos de alegría”. Es la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como Pablo dice a los Gálatas, “la alegría es el fruto del Espíritu Santo”, no la consecuencia de emociones que surgen por algo maravilloso… No, es más. Esa alegría, esa que nos colma es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu no se puede tener esa alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia.

Pablo VI hablaba de los cristianos alegres, de los evangelizadores alegres, y no de los que viven siempre tristes. Es lo que nos dice la Biblia: «No acababan de creer por la alegría…», era tanta que no creían.

 
Hay un pasaje del libro de Nehemías que nos ayudará hoy en esta reflexión sobre la alegría. El pueblo al volver a Jerusalén encontró el libro de la ley, fue hallado de nuevo –aunque sabían la ley de memoria, el libro no lo encontraban–, e hicieron una gran fiesta y todo el pueblo se reunió para escuchar al sacerdote Esdras que leía el libro de la ley. El pueblo emocionado lloraba, lloraba de alegría porque había encontrado el libro de la ley, y lloraba, estaba alegre, el llanto… Al final, cuando el sacerdote Esdras acabó, Nehemías dijo al pueblo: “Estad tranquilos, ya no lloréis más, conservad la alegría, porque la alegría en el Señor es vuestra fuerza”.

Estas palabras del libro de Nehemías nos ayudarán hoy. La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para ir adelante como testigos de vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy pedimos a Él que nos conceda este fruto.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48


Si por algo se caracteriza nuestro mundo es por esa pérdida de paz y de armonía, vaga el hombre moderno cargado con sus seguridades que lejos de protegerlo, parecen hacerlo cada vez más débil e inseguro.  Se cierran las puertas, se evaden las preguntas, se ocultan los datos personales y sin embargo cada día nos sentimos más expuestos, perdemos la paz.

El saludo de Jesús a sus discípulos, que también tenían cerradas sus puertas es “la paz esté con vosotros”.  Palabras que en un primer momento los llena de temor porque creen ver un fantasma.  Para darles confianza y que no tengan miedo, Jesús presenta las marcas del dolor en sus manos y en sus pies.  Marcas de la cruz de Jesús que son señales de su entrega, de su muerte, pero también son señales de su resurrección.

No les habla a sus discípulos como un ángel que no hubiera padecido, tampoco nos habla a nosotros desde un mundo etéreo o angelical donde no pudiéramos tener miedo, nos habla desde el dolor de nuestra propia realidad para invitarnos a tener la verdadera paz, esa que nadie nos puede arrebatar, esa que es armonía interior y que sólo Jesús nos puede dar.  

No bastan las cicatrices, entonces pide de comer y con un trozo de pescado compartido se une a la mesa.

El dolor, las cicatrices y el pan compartido son las señales del que ahora está vivo e invita a superar los miedos, las angustias y a reconstruir la comunidad.  Son los mismos signos sobre los que ahora debemos reconstruir la comunidad: a partir de la realidad, del dolor de los hermanos, de las cicatrices y del compartir el pan.

No podemos estar ajenos y no podemos despreciar el dolor de quien han sufrido, se tiene que mirar y compartir, también se tiene que compartir el pan, el pescado y la mesa, para hacer creíble la resurrección.

La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Abre bien tus ojos y oídos…Cristo está vivo…


Déjalo vivir en ti, deja que su amor se trasparente a todos los que te rodean.