La Anunciación del Señor

Hoy recordamos el inicio de una bella historia: el Verbo se hace carne. En el secreto y la oscuridad del vientre de María se gesta el mayor de los misterios: la Luz que alumbra a todo hombre, en el silencio y en la oscuridad, empieza a tomar forma, carne, sangre y vida de una pequeñita.

Todo el amor de Dios se concreta en aquel pequeño Embrión sujeto a las leyes del tiempo y de la naturaleza.

Celebrar la fiesta de la Anunciación del Señor es querer acercarse nueve meses antes de la Navidad al misterio de la Encarnación. Las lecturas de este día manifiestan todas, una disposición a la obediencia y una aceptación del plan de Dios. El salmo 39 nos da el tinte de este misterio: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.  La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como la verdadera víctima capaz de borrar los pecados del mundo, víctima que se ofrece amorosa por nosotros. Y todo este acontecimiento también está ligado a los temores y aceptación de una jovencita que está dispuesta a dar su “fiat”, “hágase en mí”. El más grande misterio comienza en el silencio y en el anonimato.

Desde hace algún tiempo este día también se ha propuesto como un día especial para defender la vida. ¡Atención! “¡Para defender la vida!”. No para condenar. No se trata de condenar a quienes abortan o colaboran en el aborto, sino de defender la vida débil que se gesta en el seno.

La situación de aborto siempre será resultado de una situación injusta o irresponsable y tendremos que buscar que no se den estas situaciones, al mismo tiempo que colaboramos para que haya más respeto y cuidado a toda vida.

Cristo se hace semilla para participar con nosotros. Hoy contemplemos este misterio del Señor que viene a salvarnos, del que se viene a hacerse “Dios con nosotros”, y respondamos a su encarnación con nuestra lucha y cuidado por todas las formas de vida. No temamos, digamos sí con María a la vida con todos sus compromisos y todos sus riesgos.

La Anunciación del Señor

Lc 1, 26-38

María recibe la noticia más importante de toda la historia de la humanidad. La noticia de que Dios, por amor, va a enviar hasta nosotros, a nuestra tierra, a su Hijo Jesús. Quiere que llegue a modo humano, concebido en el seno de una mujer y por obra del Espíritu Santo. Y Dios elige a María para ser la madre de Jesús. En un primer momento, como no podía ser menos, María se llenó de un gran asombro, de un asombro positivo. Dios le pedía, ni más ni menos, que ser la madre de su Hijo. María, ante las explicaciones del ángel Gabriel, aceptó la oferta de Dios. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Durante nueve meses tuvo la ilusión de dejar nacer en su seno a su propio hijo, al hijo de Dios. Durante el resto de la vida de su Hijo, siempre, como buena madre, le llevó en su corazón. Cuando Jesús fue presentado en el Templo, les recibió Simeón y dijo a María, su madre: “Está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción; una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones”. Cuando Jesús empezó su vida pública, a predicar su buena noticia del reino de Dios, se cumplieron las palabras de Simeón. Ciertamente una espada atravesó el alma de María, al ver que su Hijo era signo de contradicción, al ver que algunos le rechazaban y que su rechazo fue tan fuerte que le clavaron en la cruz. Cran dolor para María. Pero María siempre disfrutó del cariño, del amor de su Hijo, a la vez que Hijo de Dios. Su corazón se ensanchaba cuando veía que también mucha gente aceptaba a su Hijo, le escuchaba, le seguía… y le reconocían como su Salvador.

María, también nuestra madre, da un paso en favor nuestro. Nos ofrece que también nosotros, como ella, dejemos nacer en nuestros corazones a Jesús. Porque Jesús ha venido hasta nosotros para eso, para adentrarse y adueñarse de nuestro corazón, por lo que podemos decir con san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.  

En este día especial, alegrémonos con María porque el Señor ha hecho maravillas en ella, la ha hecho Madre de su Hijo. Y demos gracias a Dios porque Jesús, el Hijo de Dios, también quiere nacer en nuestros corazones. Nadie mejor que él que sea el Dueño de nuestro corazón.

La Anunciación del Señor

Al celebrar la encarnación del Señor, hacemos un acto de fe en la humanización de Dios para la divinización del hombre ya que el Hijo de Dios se hizo Hombre para que el hombre se convirtiera en hijo de Dios.  Este doble movimiento del proyecto divino tiene su punto de apoyo en la maternidad divina de María.  En su seno se realiza el encuentro personal de Dios con el hombre; tan personal que la Palabra eterna, el Hijo del Padre, se hace humano en María y se encarna en nuestra raza.

Esta solemnidad es la fiesta del amor: del amor infinito de Dios que se da y del amor pequeño, pobre, de nuestra humanidad que sale al encuentro del amor de Dios.

Dios toma la iniciativa: «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único», y nos lo dio adaptado a nuestro modo de ser: «El Verbo se hizo carne»; el infinito se hace pequeño; el Eterno entra en nuestro tiempo; el puro Espíritu se nos hace visible, palpable y «el que era santidad, por nosotros se hizo ‘pecado’ «.

Pero si todo don, todo regalo, necesita de la aceptación, de la salida al encuentro de él, este regalo infinito de Dios, con mayor razón necesitaba la apertura del hombre.

Quien le dio el «sí» a este don de Dios no fue un poderoso o sabio o rico; fue una humilde jovencita de una aldea perdida, perteneciente a un territorio sometido.

El «Sí» de María –«yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho»- es un sí humilde y pequeño, pero totalmente abierto, puro y lleno de fe.

Se ha comparado el «hágase» de María con el «hágase» de Dios en el Génesis, origen de todo lo creado.  Pero el de María es de otro orden: es una aceptación del plan salvífico y amoroso de Dios.  De hecho, con esa comparación se quiere subrayar lo que siguió de la entrega de María.

Su aceptación es reflejo y consecuencia de la de Cristo: «Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad».

Y la gran entrega de amor del Dios Amor se realizó.  El nombre profético: Emmanuel-Dios-con-nosotros, se quedó corto.  Cristo es «Dios uno de nosotros», y Cristo estableció el nuevo y definitivo sacrificio, por esto «todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez por todas».