Al celebrar la encarnación del Señor, hacemos un acto de fe en la humanización de Dios para la divinización del hombre ya que el Hijo de Dios se hizo Hombre para que el hombre se convirtiera en hijo de Dios. Este doble movimiento del proyecto divino tiene su punto de apoyo en la maternidad divina de María. En su seno se realiza el encuentro personal de Dios con el hombre; tan personal que la Palabra eterna, el Hijo del Padre, se hace humano en María y se encarna en nuestra raza.
Esta solemnidad es la fiesta del amor: del amor infinito de Dios que se da y del amor pequeño, pobre, de nuestra humanidad que sale al encuentro del amor de Dios.
Dios toma la iniciativa: «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único», y nos lo dio adaptado a nuestro modo de ser: «El Verbo se hizo carne»; el infinito se hace pequeño; el Eterno entra en nuestro tiempo; el puro Espíritu se nos hace visible, palpable y «el que era santidad, por nosotros se hizo ‘pecado’ «.
Pero si todo don, todo regalo, necesita de la aceptación, de la salida al encuentro de él, este regalo infinito de Dios, con mayor razón necesitaba la apertura del hombre.
Quien le dio el «sí» a este don de Dios no fue un poderoso o sabio o rico; fue una humilde jovencita de una aldea perdida, perteneciente a un territorio sometido.
El «Sí» de María –«yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho»- es un sí humilde y pequeño, pero totalmente abierto, puro y lleno de fe.
Se ha comparado el «hágase» de María con el «hágase» de Dios en el Génesis, origen de todo lo creado. Pero el de María es de otro orden: es una aceptación del plan salvífico y amoroso de Dios. De hecho, con esa comparación se quiere subrayar lo que siguió de la entrega de María.
Su aceptación es reflejo y consecuencia de la de Cristo: «Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad».
Y la gran entrega de amor del Dios Amor se realizó. El nombre profético: Emmanuel-Dios-con-nosotros, se quedó corto. Cristo es «Dios uno de nosotros», y Cristo estableció el nuevo y definitivo sacrificio, por esto «todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez por todas».