Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 1-4

Oímos una lectura muy corta pero muy llena de emoción, de doctrina y de sabias recomendaciones.

Llama la atención la forma literaria que Pablo usa para apoyar sus deseos.  Todo tiene que ser hecho en Cristo y movido por el mismo Espíritu.  Pablo apela enseguida al mutuo amor de la comunidad y de su fundador diciendo: «Si de algo sirve una exhortación nacida del amor», «si ustedes me profesan un afecto entrañable», «llénenme de alegría».

¿Qué más desea el apóstol de Cristo sino que Éste sea conocido más y más y que ese amor se lleve a las consecuencias prácticas más finas?

En la llamada «oración sacerdotal» de Jesús en el Evangelio de Juan, oímos el clamor de Cristo: «que sean uno».  De esto se hace eco Pablo al hablar de «una misma manera de pensar, un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma».

Pablo enumera lo que en la práctica lleva a la desunión: el espíritu de rivalidades y la presunción, y su medicina: la humildad y el desinterés.

Se ha dicho: según el Espíritu del Evangelio, lo que no se «da»  no vale nada.

Lc 14, 12-14

Hemos seguido escuchando el trozo evangélico iniciado el viernes pasado acerca de las enseñanzas que dio Jesús cuando fue invitado a comer a casa del fariseo.

El consejo de Jesús: «cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos… ni a tus parientes», nos puede parecer extrañísimo, irreal o ingenuamente idílico.  Pero más bien lo tendríamos que llamar «revolucionario» en el sentido más profundo y rico del término, ya que implica un cambio de mentalidad para lograr un cambio de actuación.

¿Cuál es  en realidad la base, el motor, la finalidad de nuestras acciones?  Si las analizamos cuidadosamente y sinceramente, podremos encontrar que ordinariamente es nuestro provecho.

El cristiano está llamado, por vocación, a actuar cada vez más al modo de Dios  para quien no hay grandes ni pequeños, ricos ni pobres, de tal o cual raza, etc.  Y si desde nuestro lenguaje humano pudiéramos decir que Dios tiene preferencias, sería precisamente por el más pequeño y el más pobre, como lo expresó Cristo.  Dios nos está invitando a examinar nuestros motivos y a colocarlo a Él cómo real fin y meta.

Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Lc 14,12-14

¿Has descubierto alguna vez la sonrisa agradecida de quien ha recibido un regalo que no esperaba? ¿Has entregado tu vida sin esperar nada a cambio y te has encontrado al final de la jornada con el corazón lleno de paz y de gozo? Estas actitudes son muy difíciles de explicar en un mundo donde todo se ha convertido en mercancía, en servicio cobrado, en interés y búsqueda de ganancia. Cristo, el que ama sin interés, que se hace hombre sin esperar recompensa, el que te ama y me ama sin buscar nada a cambio, hoy nos dice dónde se puede encontrar la mayor felicidad.

Con las enseñanzas que hoy pone delante de nosotros queda bien claro cuál es la misión del discípulo: dar sin esperar recompensa, dar con alegría, dar pronto y en silencio.

El Papa Francisco en días pasados frente a los admirados responsables de un alberge al mismo tiempo que les agradecía, los invitaba a que nunca se olvidaran de aquellos que llegaban hasta su puerta porque son “carne de Cristo”, les decía. Somos muchas veces incapaces de dar sin esperar recompensa aún en los amores que parecerían más sinceros, aún en el amor de los esposos, cuando todo se convierte en condicionamiento: yo te doy si tú me das; aún en la familia: yo educo y cuido mis hijos para que después me ayuden en la vejez… Si así obramos podemos quedarnos con las manos vacías, porque no hemos dado generosamente ni gratuitamente.

Hay una frase, aunque se ha ido perdiendo ya un poco, que las gentes sencillas de nuestro pueblo suelen decir como muestra de agradecimiento: “Dios se lo ha de pagar”. Y así también nos dice Cristo que la recompensa se pagará cuando resuciten los justos. La generosidad y la gratuidad son partes esenciales del discípulo. Son la base del amor y, si en un momento dudáramos, Cristo llega afirmar con toda contundencia: “Dad como yo doy… amad como yo amo…” Y basta que lo contemplemos clavado en la cruz para comprender cómo es su amor por nosotros que aún éramos pecadores

¿Por qué no intentamos hoy dar algo sin esperar recompensa? ¿Por qué no hacemos feliz hoy a una persona que no nos pueda devolver nada?

Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Lc 14, 12-14

Con este pasaje de la Escritura, Jesús nos invita a poner nuestros ojos en tantos y tantos hermanos nuestros que necesitan sobre todo de nuestra comprensión y de nuestra amistad, de ser reconocidos como personas y no solo como objetos.

Nuestro mundo nos empuja a la superficialidad. Todos los días en los cruceros de las calles nos encontramos con niños, jóvenes e incluso adultos que buscan más que nuestro dinero (que a veces puede ser mal usado) nuestra amistad y comprensión. Hombres y mujeres que para la generalidad de los ciudadanos no son otra cosa que «una molestia».

Para el cristiano ellos son los sujetos de nuestro amor de nuestra compasión. No basta sacar una moneda para con ello tranquilizar nuestras conciencias, es necesario, como nos lo dice hoy el evangelio, hacer lago más.

Pensemos, según nuestros dones y carismas, ¿qué podríamos hacer en concreto con nuestros hermanos necesitados?

Jesús insistió en que no había venido a ser servido sino a servir.  Convivió con la gente pobre y humilde.  Su espíritu no era buscar “qué puede hacer la gente por mí”, sino qué puedo yo hacer por la gente”