Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños.  En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral.  Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación.  El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias.  No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos.  Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.

VIRGEN DEL PILAR

Lc 11, 27-28

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.