
Rm 2,1-11
Uno de los elementos que valdría la pena subrayar en nuestra reflexión es el hecho de que para Dios no hay «favoritismo».
Esto porque algunos de nuestros hermanos, los cuales por desgracia no son asiduos a la oración, ni frecuentan la Eucaristía dominical, y se concretan a la vida exterior: bautizar a los hijos, la primera comunión, etc. pero que creen que por el hecho de ser bautizados ya aseguraron un lugar en el cielo; o por otro lado aquellos, que de modo contrario, no pierden una misa, se confiesan, etc., pero llevan una vida personal y familiar desordenada y piensan que por el hecho de sus prácticas religiosas van alcanzar el premio eterno.
Desde los profetas, como Amós, Oseas, Isaías, hasta Jesús y Pablo, todos condenan fuertemente la doble postura de quien se acerca a Dios pero comete injusticias contra los demás; o bien de quien condena a los demás por las malas acciones, las mismas de las cuales fácilmente él se disculpa.
San Pablo en su carta a los Romanos dice claramente: “No tienes disculpa tú, quienquiera que seas, que te constituyes en juez de los demás, pues al condenarlos, te condenas a ti mismo, ya que tú haces las mismas cosas que condenas”. Es muy fácil condenar y criticar a los demás, es más difícil objetivamente juzgarnos y valorarnos a nosotros mismos.
Lc 11,42-46
La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor. Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor.
Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar
el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar. Peor aun cuando nosotros mismos nos convertimos en los legisladores para hacer una ley a nuestra medida y necesidades, pues esto lejos de conducirnos a la meta que es Dios, nos aleja de Él y nos confina a la oscuridad, a la ignorancia, a la angustia.
San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.
La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “agobiáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.
A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley.
Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones. Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.
¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida?