La Conversión de San Pablo

Mc 16, 15-18

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Viernes de la II Semana Ordinaria

Heb 8, 6-13

Toda alianza requiere de un código o compromiso al cual los participantes en ésta quedan obligados. En el AT los términos de la alianza eran: Tu serás mi pueblo y yo seré tu Dios», y con esto se comprometían el pueblo a obedecer la ley dada por Dios, y Dios a protegerlos y llevarlos hasta la tierra prometida.

La nueva alianza, sellada con la sangre de Cristo, como nos lo dice nuestro texto, es todavía más perfecta y superior, pues hemos pasado a ser no solo pueblo, sino familia de Dios.

Pero más aun, porque el código que rige esta alianza no esta en contratos, sino inscrita en nuestros corazones, pues es la ley del amor, producida por la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros.

Dios continúa siendo fiel a la Alianza, tengamos el coraje de responder con toda nuestra vida y vivir de acuerdo al evangelio dejando que el amor de Dios nos guíe y alimente.

Mc 3, 13-19

Este pasaje del Evangelio nos nuestra el momento en que Jesús eligió a los doce, a quienes lo acompañaran. El evangelio nos dice que Jesús llamó a los que Él quiso.

Dios llama a quien quiere, y no hay obstáculo de ninguna índole que impida que Jesús nos llame. No importa nuestra profesión, no importa nuestra vida pasada. En algún momento de nuestras vidas, Jesús, puede llamarnos. El Señor no se guía con criterios humanos para elegir a sus apóstoles. Por eso cuando el Señor llama a cada una a ejercer algún tipo de apostolado, nunca podemos pensar, yo no puedo, yo no estoy capacitado…

Estos son los nombres de las columnas de la Iglesia. Ellos aprendieron del Maestreo y una vez que descendió el Espíritu Santo, se dedicaron a predicar y a expulsar a los demonios (forma genérica en que Marcos presenta la misión de Cristo) es decir a continuar la labor que el Maestro había iniciado.

No fue, no ha sido y no será tarea fácil hacer una realidad el Reino de los cielos pues hay todavía muchos a quienes es necesario predicar, y hay todavía muchos demonios que hay que expulsar: es mucho el trabajo por hacer.

Por ello la Iglesia sigue necesitando hombres y mujeres, que estén dispuestos a dejarlo todo para consagrar su vida a estar con el Maestro para luego continuar su misión entre los hombres.

Si aun no has decidido el futuro de tu vida, ¿has pensado que tú pudieras ser uno de estos llamados? Al menos tenlo como una posibilidad.

Jueves de la II Semana Ordinaria

Heb 7, 26—8, 6

El autor de la carta busca crear en el pueblo cristiano una infinita confianza en el amor de Dios, que por Jesucristo, nos ha dado la salvación y la vida eterna.

Sobre todo porque, como Él mismo prometió antes de subir al cielo, no nos abandona, sino que permanece entre nosotros, y en el cielo, continua su función de «intercesor», de mediador entre el Padre y nosotros y además es el realizador de una alianza que no está basada en ofrendas materiales sino en el ofrecimiento de sí mismo… por ello, como dice el autor; esta alianza contiene mejores promesas.

Dios no solo nos promete una relación íntima y personal con nosotros, sino que nos ha prometido, llevarnos al cielo, a vivir con Él… a ser parte de su familia y a compartir con nosotros la alegría celestial.

Es en esto en lo que el cristiano cree, esta es su esperanza. Por ello podemos decir con Pablo: Gracias sean dadas a Dios por que en Cristo nos ha llamado a participar de su herencia. ¿Te habías dado cuenta de todo lo que contiene nuestra vida y relación con Cristo?

Mc 3, 7-12

El pasaje que nos presenta hoy san Marcos nos dice que: «Una multitud lo seguía». Y nos aclara que lo seguían «porque había sanado a muchos» por lo que todos querían tocarlo.

Sin embargo, ¿cuántos de esta multitud estaban dispuestos a vivir de acuerdo con la enseñanza del Maestro, a vivir de acuerdo con el Evangelio? ¿Cuántos de los que fueron sanados y liberados de espíritus inmundos, ya una vez libres de sus males, continuaron viviendo según el estilo de vida propuesto por Jesús?

Al parecer pocos, pues en la escena del juicio de Jesús no hubo nadie que dijera nada en su favor.

Es triste que todavía entre nosotros los cristianos se repita la misma historia, que la gente continúe buscando los milagros del Señor, en lugar de buscar al Señor de los milagros.

Es lamentable que muchas personas, una vez que han recibido la gracia que tanto necesitaban, no vuelvan a acordarse del Señor, sino hasta que una nueva necesidad aparezca en el horizonte de su vida.

¿Tú estás buscando que Jesús resuelva tu vida, o de vivir de acuerdo con el evangelio de Jesús?

Miércoles de la II Semana Ordinaria

Heb 7, 1-3. 15-17

Jesucristo, en esta figura del AT nos ilustra nuestro ser sacerdotal, el cual no nos viene por pertenecer a una orden (o a una tribu como en este caso) sino por la gracia conferida en el bautismo.

En este texto nos muestra cómo, en fuerza a su bautismo, una de las acciones sacerdotales del cristiano consiste, en establecer la paz. Por ello nuestra acción sacerdotal, a diferencia de las acciones sacerdotales del Sacerdote «ministerial», es ser constructores de la paz, principalmente en nuestras familias y comunidades.

Decimos que es una acción sacerdotal, porque para poderla construir es necesario sacrificar algo. El sacrificio que se necesita para llegar a establecer una paz verdadera y duradera es el sacrificio de nuestro egoísmo, de nuestro «yo».

Es necesario morir a nosotros mismos y a nuestros gustos y placeres, para que nuestra acción sacerdotal sea eficaz y traiga paz y alegría a nuestro mundo. Ejerce tu sacerdocio bautismal y conviértete en un auténtico constructor de la paz.

Mc 3, 1-6

Cristo no ha venido para abolir la antigua ley, sino a darle plenitud. Este pasaje lo deja en evidencia. Los fariseos se molestan porque Cristo hace algo prohibido por la ley. Y Cristo pone de relieve que lo más importante es hacer el bien; en este caso, salvar una vida.

El sábado en que Jesús curó al hombre que tenía parálisis en un brazo, el Maestro entró en la sinagoga lleno de Dios y salió de ella lleno de Dios. El agraciado con el milagro entró en la sinagoga lleno de enfermedad y salió lleno de alegría. Y los fariseos entraron en la sinagoga llenos de pecado y salieron, también, llenos de pecado, dispuestos a acabar con la vida del Hijo de Dios. Ya se ve que las paredes de la sinagoga no santifican a nadie por mero contacto.

Con nuestros templos sucede lo mismo. El mero hecho de entrar en ellos y permanecer allí, de cuerpo presente, no nos hace mejores ni peores. Y, hoy como entonces, algunos entran en la iglesia llenos de Dios y salen de ella llenos de Dios; otros entran enfermos y, al ser alcanzados por la gracia, salen sanos; y otros hay, desde luego, que entran empecatados y salen empecatados.

El Evangelio comenta que Cristo estaba entristecido por la dureza del corazón de los fariseos. Podemos concluir que conocemos la mejor manera de agradar a Dios y de provocarle la más gozosa alegría: cumplir la ley con amor. No se contraponen. No se trata de elegir una de las dos: o cumplo o amo. Mejor cumplir y amar.

Martes de la II Semana Ordinaria

Heb 6, 10-20

Que importante es en nuestros momentos de dificultad, cuando la confianza y la esperanza corren el peligro de debilitarse, el recordar que creemos y amamos a un Dios que ha hecho alianza con nosotros, y que como nos lo dice hoy nuestra lectura, sus promesas y juramentos son irrevocables.

Nos exige únicamente la fidelidad. Ante Él están siempre nuestras luchas, nuestras debilidades, nuestros dolores y padecimientos y recordando su alianza, está siempre listo para socorrernos y mostrarnos el camino.

No dejemos que el desanimo nos venza. Dios ha hecho morada entre nosotros, y Él peleará con y por nosotros todas nuestras batallas y luchas, hasta que un día, junto con María Santísima, podamos disfrutar de su paz y su alegría perpetua.

Mc 2, 23-28

Para el pueblo judío, el sábado era mucho más que un día sagrado. Muchos preceptos rodeaban la vida del pueblo elegido. Y quien no los respetaba, era señalado así, como el Evangelio pone en boca de los fariseos: “Mira cómo hacen en sábado lo que no está permitido”.

La verdad, a los fariseos no les importaba transgredir la ley, sin embrago la sabían usar muy bien para su propio beneficio, habían olvidado que la ley nunca puede ser más importante que la caridad.

Desde nuestra propia casa hasta las últimas instituciones necesitan de leyes, sin embargo quienes están encargados de la aplicación de éstas, deben tener siempre en cuenta el «espíritu» que las ha inspirado y que en última instancia es el bien de los individuos y de la comunidad.

“El Hijo del hombre es el dueño del sábado”. Con esta afirmación, el mensaje de Cristo es claro para nosotros. Él no sólo quiere ser alguien importante en nuestra vida. No le basta que le dediquemos una hora a la semana. Quiere realmente ser lo más importante para nosotros, aún sobre aquello que nosotros consideramos tan importante.

Este amor que Cristo espera de nosotros no busca ser absorbente. No quiere que nos encerremos muchas horas en la Iglesia, bajo el presunto deseo de estar sólo con Él. Prefiere que caminemos juntos todos los momentos de la vida. Sin importar el lugar, el día de la semana y la actividad. Pero esto funcionará si primero lo buscamos, si nos unimos a Él en la oración, en la Eucaristía. En pocas palabras, si somos capaces de vivir la misa dominical y el día del Señor como Él lo merece, con mayor facilidad lograremos que Él sea el Señor de nuestra vida.

Lunes de la II Semana Ordinaria

Heb 5, 1-10

Uno de los elementos que resalta esta carta, como lo iremos viendo a lo largo de nuestra reflexión, es el hecho de la obediencia de Cristo.

Este es un valor que nuestra sociedad individualista tiende a relativizar. Hoy se habla de la «Obediencia dialogada», es decir: – si me convences, entonces te obedezco – .

Ciertamente debemos reconocer que algunas de las órdenes de nuestros superiores pueden ser equivocadas e incluso injustas. Sin embargo, mientras que esta orden no nos lleve al pecado o nos impida relacionarnos con Dios, debemos obedecer.  Es válido decir: No estoy de acuerdo contigo o con la orden que me estás dando, pues pienso que estás equivocado… Sin embargo: Te obedezco.

Obedecer nos ayuda a crecer en humildad, virtud sin la cual la santidad no se desarrolla. Jesús nos puso la muestra. No es fácil obedecer, pero, es el camino que nos lleva a la perfección en el amor.

Mc 2, 18-22

Los fariseos se preguntaban por qué los discípulos de Jesús no se ajustaban al «ritualismo» que daba de alguna manera el signo de autenticidad con respecto al maestro (Incluidos los del Bautista).

La respuesta de Jesús es simple: Porque de ahora en adelante el cristianismo, es decir los seguidores de Cristo, no se distinguirá por sus prácticas religiosas (las cuales son importantes para crecer y desarrollarse como lo es la misa y aun las prácticas acéticas), sino por un estilo de vida centrado en el Maestro, y dirigido por la fuerza del Espíritu Santo (vino nuevo del NT).

Con esto no destruye el odre y el vino antiguo del AT (que es bueno) sino que va más adelante: para ser mi discípulo, diría Jesús en otras palabras, no basta ayunar y cumplir con las prácticas religiosas (ritualismo), sino dejarse conducir por el poder y el amor del Espíritu.

La vida que se rige por los principios del mundo es el odre viejo y gastado. La vida cristiana es una vida nueva, con nuevos principios de valoración de las cosas y con nuevas metas para conseguir. Por eso no podemos pretender ser cristianos, si seguimos los principios del mundo, las normas de conducta del mundo y las costumbres del mundo.

No podemos pretender ser cristianos si aplicamos la escala de valores del mundo. En ese caso, aparentamos un cristianismo que no hacemos vida. Nuestra vida es en realidad pagana. En ese caso, dice Jesús, estamos echando el vino del Evangelio en un odre viejo, porque nuestra mente y nuestra forma de vida, no responden a Jesús.

¿Qué tipo de odre eres y cuál es el vino que llevas? ¿Vas a Misa por encontrarte con Jesús, movido por el Espíritu, o «cumples» simplemente con el rito dominical? Esto define de quién eres seguidor.

Sábado de la I Semana Ordinaria

Heb 4, 12-16

La comunidad eclesial es “producto” de la Palabra de Dios.  La Palabra convoca a esta comunidad, la Palabra la moldea, la guía, la ilumina.  Esta Palabra es presentada con las características mismas de Dios, pues es la expresión de su sabiduría y de su fuerza.

Se nos muestra a Jesús como “nuestro Sumo Sacerdote”, el eterno, el perfecto, el único, el nuevo… nuevo pues Jesús no era de linaje sacerdotal sino producto del don de Dios y de su obediencia amorosa.

Jesús es el sacerdote que conoce, pues los ha experimentado, nuestros sufrimientos, “puesto que Él mismo ha pasado por las mismas pruebas que nosotros”.  Por esto se nos pide una respuesta de confianza absoluta en su intercesión.  Como pudimos oír, el mensaje céntrico de la carta es: “Mantengamos firme la profesión de nuestra fe”.

Y la exhortación final es totalmente para nuestro hoy: “Acerquémonos con plena confianza al trono de la gracia, para recibir misericordia, hallar la gracia y obtener ayuda en el momento oportuno”

Mc 2, 13-17

Jesús no se cansa de repetirnos que viene a llamarnos, que sale a nuestro encuentro. “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

¿Quién se siente abandonado o condenado después de estas palabras?

Jesús llama a los pecadores. Por eso llama a Leví.. Come con los pecadores, los acoge, los ama, los perdona. Por eso hoy también te llama a ti.

Él es el médico de tu alma. Pero no va a entrar en tu casa si tú no le dejas entrar. Cristo te busca, sale a tu encuentro, pero te respeta. Respeta tu libertad.

Deja a Cristo entrar en tu alma. Dale el gusto de curarte. Date el gusto de verte sano y feliz. Ojalá no respondas como el poeta: “mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana”.

¿Cuál debe ser nuestra respuesta? Abrirle completamente las puertas. Seguir sus consejos, probablemente costosos, pero seguros; difíciles, pero consoladores; sacrificados, pero llenos de felicidad.

Cristo te llama para que recobres la salud y la felicidad con Él. Y está esperando tu respuesta.

Viernes de la I Semana Ordinaria

Heb 4, 1-5; 11

Uno de los principales problemas con los que se ha encontrado el hombre en toda su historia, es la «infidelidad».

Por lo general nos es fácil comprometernos, pero luego, con el paso del tiempo, sobre todo cuando el cansancio nos agobia, es fácil retractarnos y olvidar nuestras promesas y compromisos.

Nuestro texto, nos recuerda que esto fue lo que les pasó a los Israelitas, y era, y continúa siendo un riesgo latente para la comunidad cristiana. Por ello se nos invita y exhorta a la fidelidad, de manera que podamos participar del descanso de Dios, que al final de nuestra vida no es otra cosa que el cielo, pero que ya en esta tierra se experimenta como una profunda paz y alegría interior.

El precio de la fidelidad es alto… pero vale la pena pagarlo.

Mc 2, 1-12

Que importante es la fe de los demás, aun para nuestra propia salvación.

En este pasaje nos relata san Marcos que fue precisamente por la fe y la cooperación de los que acompañaban al paralítico (que lo llevaron y luego se ingeniaron para poder presentárselo), que Jesús le perdonó sus pecados y después hasta le dio la salud física.

Cuatro amigos fueron a la casa llevando a un paralítico, pero el gentío les impidió entrar. Entonces llegaron hasta el techo y descolgaron la camilla delante de Jesús. El apostolado es algo parecido: poner a los amigos y conocidos delante de Jesús, a pesar de las dificultades que puedan aparecer. Dejaron al amigo delante de Jesús. Después el Señor hizo el resto, lo realmente importante: curó el alma y el cuerpo del paralítico.

El Evangelio de hoy nos deja una gran enseñanza sobre el apostolado que nosotros debemos hacer. También nosotros encontramos dificultades más o menos grandes. Pero si tenemos el propósito firme de poner a nuestros amigos y conocidos frente al Señor, contaremos con su ayuda para lograrlo.

Tú también puedes ser el instrumento de Dios para que alguno de tus amigos o amigas se acerquen al sacramento de la reconciliación. Algunas personas tienen mucho tiempo sin acercarse pues piensan que saldrán regañadas… y están en un error.

El sacramento de la Reconciliación es el sacramento del amor de Dios. Es el espacio en que nuestro pecado se encuentra con la misericordia de Dios.

Los que llevaban la camilla estaban convencidos que Jesús haría algo por su amigo. Si tú realmente crees esto, ayuda a quien no conoce bien el sacramento y que está esperando oír: Tus pecados te son perdonados.

Jueves de la I Semana Ordinaria

Heb 3, 7-14

Uno de los peligros latentes de nuestra comunidad cristiana es lo que se podría llamar: El riesgo de la normalidad.

Esto es, el pensar que nuestra vida «no es tan mala», que no somos grandes pecadores pues no matamos, no robamos bancos, vamos a misa los domingos, etc. Todo esto es claramente una forma de endurecer el corazón.

Dios nos ha llamado a ser santos, la mediocridad en la vida espiritual, sobre todo en nuestra relación con Dios, enfría el corazón y lo endurece. Por ello el autor de la Carta invita a la comunidad a animarse mutuamente para que ningún pecado llegue a endurecer el corazón.

Esta ayuda debe ser diaria, ya que es el único tiempo que tenemos: El ayer ya no existe y el futuro aun no llega. Tómate el tiempo para compartir tu fe con los demás y no permitas jamás que llegue a tu vida el «riesgo de la normalidad».

Mc 1, 40-45

La lepra antiguamente era signo del pecado, por eso, cuando Jesús le dice al leproso, quiero, queda limpio, también nos lo dice a nosotros, que pecamos muchas veces contra Dios. Cuando nosotros pedimos al Señor, con la sencillez y la fe del leproso: Señor, si quieres puedes limpiarme, Jesús nos limpia, Jesús nos perdona.

El Señor nos espera para limpiarnos cuando recurrimos a la confesión Y también como el leproso, cuando el Señor nos cura, cuando nos perdonas, deberíamos tener la necesidad de proclamar la maravilla que el Señor obró en nosotros, deberíamos agradecer a Dios sus favores.

¿Cómo puede el hombre que ha sido tocado por el amor de Dios permanecer callado? Es imposible.

Creo que esta puede ser la causa por la cual muchos cristianos permanecen callados… no han sido tocados por el amor sanante de Dios. Permanecen llenos de miedos y temores, viviendo como lo hacían los leprosos, aislados de la comunidad.

Jesús desde el bautismo nos ha tocado y nos ha dicho: ¡Sana! Más aun, nos ha llenado de su Espíritu, sin embargo hemos dejado que regrese la lepra de la envidia, del odio, del rencor, etc. Es necesario de nuevo decirle al Señor: «Si quiere puedes sanarme». Él lo hará, una y mil veces, pues nos quiere sanos y llenos de vida en el Espíritu. Así una vez tocados por el amor sanante de Dios nos convertiremos en verdaderos testigos de este Amor en el mundo.

Miércoles de la I Semana Ordinaria

Heb 2, 14-18

Este texto que nos invita a reflexionar en lo importante que somos nosotros delante de Dios.

Distintamente a lo que muchos pudieran pensar, nosotros no somos una creación cualquiera sino única y exclusiva de Dios, creatura a la cual, por medio de Jesús nos incorporó a su familia y por ello podemos llamar verdaderamente Padre a Dios.

Pero más aún, eres tan importante y tu vida es tan apreciada por Dios que envió a su único Hijo para que dando su vida en rescate, te diera la vida…. Imagínate, pagó tu vida eterna con su propia vida. Ya no eres más esclavo, sino que ahora eres un hijo de dios.

¿Cómo no responder con generosidad a un Dios que nos ama tanto? ¿Cómo no darle lo mejor de ti a aquel que entregó su sangre para que tuvieras vida y la tuvieras en abundancia?

Mc 1, 29-39

Nuestro evangelio nos resalta tres elementos esenciales en la vida de Jesús: La predicación incansable del Reino, dar la salud a los enfermos y expulsar a los demonios y la oración.

Es decir la predicación siempre tendría que estar acompañada de signos (sanar y expulsar demonios) y de la oración. La primera comunidad lo entendió perfectamente, y de manera especial los apóstoles quienes reproducían la misma forma de proceder del Maestro: No se cansaban de anunciar la buena noticia del Reino, sanaban y oraban incansablemente.

Los milagros eran algo normal entre los creyentes. Era una comunidad sumergida en el misterio del amor de Dios en donde lo extraordinario se convierte en ordinario y lo imposible en la realidad cotidiana.

Si nosotros verdaderamente nos decidimos a ser discípulos, a orar y a vivir conforme la enseñanza del Maestro veremos nacer en nosotros un deseo inmenso de predicar y nuestra predicación será siempre acompañada de signos. ¿Seremos capaces de intentarlo?

Y nosotros que somos seguidores del Maestro no podemos conformarnos con un conocimiento de Él de carácter teórico. No podemos quedarnos en lo que nos han contado de pequeños o lo que hemos aprendido en los libros. Tenemos que pararnos delante de Él y decirle: «He oído muchas cosas de ti, pero ahora quiero formarme mi propia opinión en vez de trajinar con conocimientos prestados; vamos a caminar y charlar».