Martes de la VII Semana Ordinaria

Sant 4, 1-10

Ayer escuchábamos cómo Santiago oponía la verdadera sabiduría a la falsa y enumeraba las obras que son producto de una y otra.

Hoy continúan las enseñanzas morales.  Ahora se nos habla de otro aspecto, de la codicia, que es la raíz y el origen de muchísimos males.  El Evangelio lo dice: «No se puede servir a Dios y al dinero».

Se nos habla también de la codicia de los bienes naturales, que es origen de luchas, guerras y muerte, y esto puede comprobarse a lo largo de la historia, en todas las épocas y en todas las circunstancias, hasta nuestros días.

La codicia puede llegar a contaminar hasta la misma oración y el trato con Dios.

Santiago presenta luego la misma realidad negativa con un nombre muy usado por san Juan: el mundo.

Cuántas veces hay que mejorar y enderezar todo en el mundo, en nuestra propia comunidad y en nuestro corazón.

Mc 9, 30-37

Jesús en el evangelio hace su segundo anuncio de la pasión.

La pascua es desconcertante.  La gloria y la vida nueva y eterna se ven como algo muy atrayente, pero el camino del sufrimiento y de la muerte se ven como algo repugnante y que causa miedo.  La actitud de los discípulos es la misma que la que tenemos nosotros cuando nos enfrentamos al camino de la cruz: «No entendían estas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones».

En todos los hechos de la Pasión aparecen tres cosas: primero el anuncio propiamente, segundo la incomprensión de los discípulos, y tercero la enseñanza de Jesús acerca de cómo seguirlo.  Hoy, la enseñanza es sobre la humildad y el servicio.  Se trata de seguir al Señor que «no vino a ser servido sino a servir».

Luego viene la enseñanza acerca de buscar, acoger al Señor en la persona de todos los pequeños, pobres, discriminados, personificados en el «niño».

Oímos también que recibir al prójimo es recibir a Cristo, recibir a Cristo es recibir al Padre.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

La Iglesia hace memoria hoy de la Virgen María, bajo la advocación de Madre de la Iglesia. Así la declaraba San Pablo VI al final del Concilio Vaticano II. Sin embargo, ha sido el Papa Francisco quien ha querido que el lunes siguiente a Pentecostés se celebre esta memoria obligatoria en toda la Iglesia. Por eso, en las lecturas de este día María tiene un relieve especial. Su presencia es discreta, como es toda su presencia en el evangelio. Se la cita como de pasada, pero tiene contenido suficiente para ayudarnos a reflexionar sobre la presencia de María en la Iglesia y en nuestra vida de cristianos.

La primera lectura nos recuerda cómo la comunidad cristiana primitiva va tomando forma alimentada en la celebración del pan, la escucha de la Palabra y la oración. En esa comunidad está presente María. Es una más en el grupo, pero su estar en el grupo es un elemento alentador. ¿Quién puede hacer más viva la presencia de Jesús si no es su Madre? Por eso es significativa esa sencilla alusión a que en el grupo está María compartiendo la oración con todos los demás.

¿Se puede vivir cristianamente sin la presencia de María? No lo sé, pero es claro que si alguien puede conducirnos y acompañarnos a Jesús es, sin duda, su Madre. Ella que sigue estando en la Iglesia animando y alentando el caminar de sus hijos; ella conoce muy bien la senda que conduce a Jesús y, seguro, se presta a realizar esta labor con todos sus hijos.

Ahí tienes a tu hijo

El Evangelio de hoy acentúa la condición de María Madre, al recordar las palabras de Jesús en su agonía: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Es curioso que Jesús no dice ahí tienes a Juan. El discípulo amado ha adquirido la condición de hijo y en él nos ha incluido a todos. Esas palabras, “ahí tienes a tu hijo” son sorprendentes. María no tiene otro hijo que Jesús y, sin embargo, es como si Juan se convirtiera por las palabras de Jesús en hijo. Al dirigirse a su madre y decirle “ahí tienes a tu hijo”, es como si la condición de María, como madre, se ampliara y acogiera en Juan a todos los hombres. Y ahí está la Iglesia, asamblea de creyentes, de la que ella se convierte en Madre. 

El discípulo la recibió en su casa

Juan nos representa a todos y acogiendo a María en su casa cumple el deseo de Jesús. En este mundo donde prevalece la orfandad espiritual es bueno recordar que fuimos entregados a María, como hijos, en la figura de Juan. Contamos con ella. Hoy la invocamos como Madre de la Iglesia queriendo señalar que, como toda buena madre, alienta, cuida y acompaña a los seguidores de su Hijo. Es bueno para todos escuchar con el corazón las palabras de Jesús: “Ahí tienes a tu madre”. Es una invitación que se extiende a todos los creyentes. ¿Cuál ha de ser nuestra respuesta a esa propuesta de Jesús? La misma de Juan: recibirla en nuestra casa, hacerla parte de nuestra familia, incorporarla a nuestra vida cristiana, no como elemento decorativo inerte, sino como miembro vivo que quiere ayudarnos a vivir fielmente el seguimiento de Jesús. Hemos de ser conscientes de que es la recomendación que nos hace Jesús. Además de valorarlo, hemos de sentirlo y hacerlo realidad todos los días.

El Papa Francisco hace una descripción muy gráfica del papel de María con estas palabras: “En el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia; después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio. A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?

Viernes de la VII Semana de Pascua

Hech 25, 13-21

Ayer oíamos cómo Pablo pudo librarse del odio mortal de los judío.  Estos trataban de matarlo; el tribuno, advertido de ello, mandó a Pablo bajo custodia militar hasta Cesarea, donde estuvo preso dos años bajo el tribuno Félix, que tuvo consideraciones con Pablo.  Cuando llegó el nuevo procurador Poncio Festo, los judíos presentaron de nuevo acusaciones y pedían que fuera llevado a Jerusalén.  Pensaban matarlo en el camino.  Ante este peligro, Pablo, como ciudadano romano que era, apeló al César.

Lo que hoy hemos escuchado es el resumen que Festo hace del caso de Pablo ante el rey Agripa y su hermana Berenice.

Aunque en forma muy vaga, Festo habla de la fe de Pablo en la resurrección de Cristo, ya que este es el núcleo del mensaje de Pablo y cuya afirmación por parte de Pablo, es causa de sufrimientos.

Jn 21, 15-19

Estamos leyendo las dos últimas páginas del evangelio de San Juan.

Junto con Pedro hemos oído la pregunta impresionante de Jesús: «¿me amas más que estos?», repetida  por tres veces.  Estas tres preguntas están en relación con la triple negación de Pedro.

A la triple respuesta de Pedro: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú bien sabes que te quiero», corresponde la también triple constitución pastoral de Pedro: apacienta, pastorea.  Es el Buen Pastor que encarga a su sucesor la atención del rebaño.

Después de Pedro han seguido otros muchos pastores que han recibido el mismo encargo.  Es el rebaño de Cristo y hay que pastorearlo al modo de Cristo.

La última palabra de Cristo lo califica como discípulo: “Sígueme».

Hagamos hoy nuestra celebración en la unidad eclesial, en el seguimiento del Señor, en nuestra plegaria por el sucesor de Pedro.

Jueves de la VII Semana de Pascua

Hech 22,30; 23, 6-11

Después de haberse despedido Pablo de los presbíteros de comunidad de Éfeso, siguió junto con sus compañeros su camino a Jerusalén, a pesar de los presagios negativos.

En Jerusalén se entrevista con Santiago y los dirigentes de la comunidad local.  Ellos lo previnieron del peligro de los judíos de Asia, muy molestos por el éxito de la predicación de Pablo.

En efecto, los judíos se adueñaron de Pablo y estuvieron a punto de lincharlo.

El tribuno romano que había salvado a Pablo quiso oír lo que los judíos achacaban al apóstol.

El sanedrín o consejo supremo estaba formado por los fariseos, el grupo más religioso, y en gran parte por los saduceos, el grupo sacerdotal más político y conservador.  Pablo aprovechó las discrepancias entre los dos grupos y al mismo tiempo proclamó su fe en la resurrección y sobre todo en la resurrección de Cristo.

Pablo recibe la visita de Cristo, que es al mismo tiempo confortadora y misional: «darás testimonio de mí en Roma».

Jn 17, 20-26

Hoy terminamos de escuchar la «oración sacerdotal» de Jesús.  En ella, el Señor nos revela lo más íntimo de sus anhelos y preocupaciones.

Se podría resumir en dos palabras lo que hoy hemos escuchado: unidad y amor.  Ambas palabras tienen una gran conexión entre sí.

«Que sean uno… y así el mundo conozca que Tú me has enviado».

La unidad que Cristo quiere de sus seguidores es consecuencia de la unidad misma del Padre y del Hijo.  Igual que ellos son uno, nosotros tenemos también que ser uno en el Señor.

¿Estamos luchando seriamente por esta unidad?  ¿Es para nosotros preocupación profunda como lo es para Cristo?

El amor del Padre por su Hijo es el mismo amor que tiene hacia nosotros si formamos una sola cosa con su Hijo.

Hagamos realidad estas enseñanzas de Jesús.  Solo estando unidos y amándonos podremos celebrar dignamente la eucaristía.

Miércoles de la VII Semana de Pascua

Hech 20, 28-38

Hoy hemos escuchado en la primera lectura la segunda parte del discurso que San Pablo hizo en Mileto a los presbíteros de la comunidad cristiana de Éfeso.

El núcleo o centro del discurso lo oímos al principio: «Miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores, el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo».

Todos nosotros, cada uno según nuestra vocación, somos miembros vivos de esta comunidad de vida que es la misma vida trinitaria: el Padre es el origen eterno y la meta última es Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el sacerdote único, mediador y redentor, y el Espíritu  es el que nos introduce y dinamiza en esta vida.

Pablo nos habla de su experiencia y nos invita a seguirlo.

Jn 17, 11-19

Hemos oído otro fragmento de la maravillosa «oración sacerdotal» de Jesús.

Hoy aparecen dos verbos: cuidar y santificar.

«Cuídalos, para que sean uno como nosotros».  El tema de la unidad, como preocupación de Cristo es fundamental para la Iglesia.

El segundo verbo es consagrar o santificar.  Sólo Dios es santo.  Pero nos comunica su misma vida.  Y nos la comunica por su propio Hijo Jesús.  El se proclamó a sí mismo: «Yo soy…. la verdad».

Nuestra vocación cristiana implica un entrar, un vivir, un actuar según la misma vida de Dios.  ¿Somos conscientes de este privilegio?  Es un regalo amoroso de Dios que implica una responsabilidad de aceptación y de respuesta.

Vivamos esta Eucaristía a la luz de las palabras de Cristo que hemos escuchado hoy.

San Matías, Apóstol

Matías, un nombre muy común entre los hebreos, significa “don del Señor”; en realidad este apóstol recibió el don de ser agregado al grupo de los Doce, en remplazo de Judas, para ser con los demás apóstoles, testigo de la resurrección del Señor.

Después de la Ascensión del Señor, Pedro propuso que se eligiera el remplazo del traidor. Dijo, entre otras cosas: “Conviene, pues, que de los varones que nos han acompañado todo el tiempo que entre nosotros permaneció el Señor, Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado a lo alto, sea constituido uno de ellos testigo de su resurrección, con nosotros”. Presentaron a dos: José, llamado Barsabá, y a Matías. Y concluye el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Lo echaron a suertes, y cayó la suerte sobre Matías, que fue contado con los Once Apóstoles”.

Matías, pues, estuvo constantemente cerca de Jesús, desde el comienzo hasta el final de la vida pública del Redentor. Testigo de Cristo, y sobre todo de su resurrección, porque la resurrección del Salvador es la razón misma del cristianismo. Matías vivió con los Once el milagro de la Pascua, y con todo derecho podrá anunciar a Cristo, por haber sido espectador de la vida y de la obra de Jesús “desde el bautismo de Juan”.

Esta era la primera condición que proponía Pedro. La segunda y la tercera eran el llamamiento divino y la invitación, y que vemos en la oración del colegio apostólico: “Muéstranos, Señor, a quien has elegido”.

A nosotros nos puede maravillar el modo de elegir a Matías: echando a suertes. Interrogar a la suerte para conocer la divina voluntad un método conocido en la Sagrada Escritura. La división misma de la Tierra prometida se hizo por medio de la suerte; y los apóstoles pensaron que era oportuno seguir el mismo método. La comunidad propuso dos candidatos: José, hijo de Sabas, llamado el Justo, y Matías. La suerte cayó sobre Matías. EL nuevo apóstol, cuyo nombre brilla en la Escritura sólo en el momento de la elección, vivió con los Once la fulgurante experiencia de Pentecostés antes de emprender, como los otros, los caminos del mundo a anunciar “las glorias del Señor “.

No se sabe nada de su actividad apostólica, ni si murió mártir o de muerte natural, porque las narraciones sobre él pertenecen a escritos apócrifos. A la tradición de la muerte por decapitación con una hacha se une el patrocinio especial que le atribuyen los carniceros y los carpinteros.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Hech 19, 1-8

La gran novedad del Nuevo testamento es el «don del Espíritu Santo», es decir la «inhabitación» de Dios en nosotros.

A partir de Pentecostés la acción de Dios en el hombre no es desde afuera, sino desde dentro. Sin embargo, dado que su presencia es espiritual, solo la podemos reconocer por su acción. Esta es quizás la razón por lo que en la primitiva Iglesia uno de los «signos sensibles» que indicaban la presencia del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes es lo que se llama «El don de Lenguas» o el comenzar a hablar en lenguas desconocidas. Esta manifestación la encontraremos a todo lo largo del libro de los Hechos y está siempre asociada con el bautismo y con la oración.

En medio de este mundo incrédulo que nos toca vivir, esta manifestación es de nuevo un don manifiesto en muchos cristianos, asociado hoy en día, más que al bautismo, que se recibe de pequeño, con la «aceptación personal de la salvación en Cristo» y el compromiso de vivir conforme al Evangelio.

Por ello, en muchas reuniones de oración, al igual que en la primera comunidad, se «oye orar a los cristianos en lenguas que solo los ángeles conocen». Como todos los dones en la Iglesia, éste también debe ser discernido para no engañarnos en la vida espiritual. Deja que el Espíritu te manifieste su presencia viva en ti.

Jn 16, 29-33

Estando tan cerca la Solemnidad de Pentecostés en la que recordamos y celebramos el don del Espíritu, la primera lectura de hoy nos cuestiona seriamente. De la conversación de San Pablo con los discípulos de Éfeso se deduce que es impensable que un bautizado desconozca al Espíritu Santo. Aquellos hombres no sabían de su existencia; pero nosotros, que sí lo conocemos aunque sea de oídas, podemos tener una ignorancia vital: saber quién es pero vivir como si fuera un desconocido. El Espíritu Santo es nuestro compañero más íntimo, mora en nuestro interior, ¡somos su templo! Él nos ilumina, asiste, aconseja, defiende, consuela y fortalece. Ora en nosotros, nos revela la Escritura. Es el que hace y mueve a los hijos de Dios, por lo que su persona debe impregnar todo nuestro ser, nuestra existencia. Así que, ante esta palabra, estamos invitados a reflexionar sobre cómo va nuestra relación con Él y a pedirle que nos conceda la gracia de amarle cada día más y de abrirnos a su acción, de crecer en docilidad a Él. 

En el Evangelio asistimos al fin del discurso de Jesús en la Última Cena. Son las últimas palabras que dirige a la comunidad de sus discípulos antes de su paso definitivo al Padre. Posteriormente elevará una oración (como escuchamos en la liturgia de estos días) y se encaminará hacia Getsemaní.

Durante la conversación, Jesús les había hablado de su partida. Como ellos no comprendían, Él, tomando la iniciativa, aclaró sus dudas. Esto generó la reacción: «Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos». Los discípulos se sienten ya maduros, piensan que han llegado al final del camino pero Jesús les abre los ojos a su realidad, a su inconsistencia: aún les falta mucho por recorrer.

Y todos nosotros estamos en la misma situación. Avanzamos paso a paso en el seguimiento de Jesús. Esto lo vemos reflejado también, en la comunidad de doce hombres en Éfeso de la primera lectura: ante nuestros ojos pasan de ser discípulos que ni siquiera sabían quién era el Espíritu a ser profetas llenos de Dios. En ellos, como en toda comunidad creyente, se actualiza la experiencia de los apóstoles. Esto nos llena de esperanza. El mismo Jesús dijo a Pedro: «Ahora no puedes, más tarde sí». Se cumplió en él y se cumplirá en nosotros. Con todo, no cambia el hecho de que en nuestro progresivo caminar suframos nuestras limitaciones e incoherencias.

A estas luchas interiores debemos sumar aquellas anunciadas por Jesús: las que tenemos en el mundo. Pero… ¡no podemos desanimarnos ni echarnos atrás! Ante las dificultades del tipo que sea: ¡Ánimo! ¡Confiar y tener valor! Esto es lo que nos pide Jesús. Es lo último que nos dice antes de enfrentarse a su propia Pasión y Glorificación. El Señor, no ha dejado de sembrar en nuestros corazones palabras de aliento («Vendrá a vosotros el Consolador, el Defensor»; «El Padre os ama»; «Permaneced en mí y daréis fruto abundante»), nos asegura categóricamente que en medio de cualquier tormenta tendremos paz en Él. Con su Palabra, con su ejemplo, y sobre todo, con el Espíritu que nos da, infunde en nosotros esa fuerza misteriosa que nos mantiene firmes en la Cruz. Fijemos los ojos en Él: el Padre no le dejó solo, estuvo siempre con Él y tampoco nos abandonará a nosotros. Él ha vencido y por su gracia, nos hace partícipes de su triunfo: por Él, con Él y en Él venceremos todo y llegaremos a la plenitud de la gloria, la vida y la felicidad, a su lado.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Hch 18, 23-28

Grandes enseñanzas nos ofrece el evangelista san Juan en su evangelio de hoy.

Por una parte, el creyente debe insistir mucho en la oración de petición ya que Dios se ofrece gratuitamente a quien acude a Él, pues la relación personal con Dios no es fruto de ningún merecimiento por parte del hombre.

Por eso, Jesús orienta nuestra mirada hacia el «Padre» que nos ama. Jesús sabe que nuestra condición de creyente puede vacilar en muchas ocasiones y por eso nos recomienda acudir al Padre. El mismo Jesús, por nuestra oración va marcando el camino hacia Dios.

Pero lo fundamental en la lectura de hoy es la frase escueta de Jesús cuando dice que ya no habla en parábolas sino claramente y manifiesta a sus Apóstoles que «salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre».

Hasta ahora todos los hechos y palabras de Jesús eran, prácticamente un enigma para sus Apóstoles y lo seguirán siendo hasta Pentecostés. Pero el Señor les ofrece una afirmación que más tarde comprenderán totalmente, aunque ahora no lleguen al fondo de su sentido.

La tristeza y la alegría de las que les ha hablado los días pasados, parece como que hoy quedan explicadas, ya que su misión ha terminado en la tierra y ahora vuelve al Padre que fue quien le envió para realizar esta misión salvadora.

Con la venida del Espíritu Santo que les ha estado anunciando, llegarán a comprender plenamente lo que ahora solamente les cabe vislumbrar. Y su alegría será plena.

En muy pocas, pero densas palabras, Jesús ha descrito la parábola y el trayecto de su vida. Jesús tiene un origen y una patria: el origen es su Padre, la meta es asimismo su Padre: «Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre». Pero Jesús no vuelve al Padre tal como vino de él, no retorna de vacío; ahora lleva de las manos una multitud de hermanos y los entrega al Padre como nuevos hijos. No vuelve solo, regresa acompañado de la Iglesia, de tantos hombres y mujeres, por quienes ha dado su vida, y que le siguen como fieles discípulos. Con Jesús, nuestro camino, todos los hermanos volvemos a nuestro Padre.

En tu evangelio, Señor, nos invitas a pedir. Quieres que nos unamos a ti, el Hijo del Padre y todos juntos le pidamos. Un Padre no desatiende los ruegos de sus hijos.

Jn 16, 23-28

Primera aparición de Apolo en esta comunidad de creyentes en Jesús que está comenzando a desplegarse por el mundo. Sorprende la frescura y sencillez del relato: “Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo…”. Los pocos datos que se nos ofrecen de él lo presentan como un hombre formado, culto, conocedor de la Escritura. De Jesús no sabía demasiado, pero lo que había conocido le entusiasmó y predicaba públicamente sobre Él contando lo que sabía, y haciéndolo muy bien.

Priscila y Aquila, compañeros de Pablo en la tarea de la evangelización, se dieron cuenta de que había muchas cosas que Apolo aún no conocía del “camino del Señor”, cuando lo escucharon en la sinagoga. Lo tomaron aparte y le fueron explicando con más detalle todo lo referente a la “buena noticia” de Jesús. Pero no hay el mínimo intento de que Apolo no predicara. Al contrario, lo animan en su deseo de llevar el Evangelio a Acaya, recomiendan a los discípulos del lugar que lo reciban bien… y su presencia ayudó mucho a los creyentes.

Una llamada de atención: el contraste entre la dinámica de la predicación en los comienzos de nuestra fe y los innumerables requisitos que con el tiempo se han ido exigiendo para que alguien pueda predicar el evangelio “oficialmente” en nombre de la Iglesia. Requisitos relacionados con el conocimiento intelectual, con la realización de estudios, con la consecución de “diplomas”… vinculado o no a un corazón entusiasmado con el Señor Jesús.

Una pregunta para interiorizar de manera personal: el anuncio de la Buena Noticia que pueda hacer de un modo u otro, ¿brota de la fascinación, el entusiasmo, el amor a Jesús de Nazaret, fruto de su amor primero y definitivo?

Este pequeño texto del evangelio de Juan, como todos aquellos en los que se habla de la posibilidad de pedir cosas a Dios, nos hace correr algunos riesgos. La fijación en el pedir, la convicción de que sabemos lo que necesitamos (ya el evangelio se encarga en otro lugar de decirnos que no sabemos lo que hay que pedir, pero nos gusta creer que sí), la tentación de mercadear con Dios en una especie de negocio de contraprestaciones, la dinámica de los méritos que acumulo… y nos perdemos lo verdaderamente importante: El Padre os quiere porque me queréis.

Aquí vamos de amor. Y el amor se entrega. Del Padre recibimos todo lo que necesitamos para afrontar la vida, quizá no todo lo que se nos ocurre pedirle. Porque hay muchas cosas que son importantes para nosotros y muchas situaciones “delicadas” por las que atravesamos a lo largo de la vida, pero no hay nada más grande que Dios nos pueda dar que el Hijo entregado y resucitado, presente para siempre, que nos permite ir afrontando lo que acontece aún en medio de nuestra debilidad. En Él lo recibimos todo, con Él tenemos la inimaginable posibilidad de vivir “resucitados”. Porque sólo su resurrección hace posible asumir este mundo asolado por tanto mal, sólo su resurrección es garantía del cumplimiento de las promesas. Sólo en Él puede seguir latiendo con esperanza lo mejor de nosotros mismos. Sólo en Él alcanzará la plenitud aquello que hambreamos en lo más profundo de nuestro corazón.

Pidamos hoy al Señor saber discernir nuestras necesidades y reconocer todo lo que de Él hemos recibido y estamos recibiendo, inadvertidamente, cada día.

Viernes de la VI Semana de Pascua

Hech 18, 9-18

Jesús ya les había advertido a sus Discípulos que iban a ser perseguidos y que los llevarían a los tribunales, pero también les aseguró que Él mismo estaría con ellos y que el Espíritu Santo les daría palabras y sabiduría a las que no podrían hacer frente sus enemigos.

Pablo, es este pasaje, es nuevamente testigo de que este aviso y esta promesa de Jesús se realizan en la vida de aquel que lo testifica con su palabra y con su vida.

Jesús nos dice hoy a nosotros también como lo hizo con Pablo: «No tengan miedo de hablar con valentía. Hablen y no callen, yo estoy con ustedes.» Es pues necesario que lo anunciemos con valentía en nuestras oficinas, en nuestros barrios, en las escuelas y universidades, etc.

Si el mundo de hoy vive en esta oscuridad y soledad, que lo empuja a buscar el mal que lo destruye, es porque nosotros los cristianos hemos estado por mucho tiempo callados. Es necesario despertar de nuestro letargo y ponernos a hablar del amor de Jesús; es necesario anunciarlo y dejar que se transparente en nuestra vida, aunque esto nos lleve a tener problemas. Estamos seguros que de la misma manera que Dios libró a Pablo y a sus compañeros, así también lo hará con nosotros.

Jn 16, 20-23

En la lectura del Evangelio de hoy, podemos apreciar que nosotros debemos decirnos la verdad: no toda la vida cristiana es una fiesta. No toda. Se llora, tantas veces se llora.

Cuando estás enfermo; cuando tienes un problema en tu familia con un hijo, con una hija, la esposa, el marido; cuando ves que el sueldo no alcanza hasta fin de mes y tienes un hijo enfermo; cuando ves que no puedes pagar la cuota del crédito inmobiliario de la casa y se deben ir…

Tantos problemas, tantos que nosotros tenemos. Pero Jesús nos dice: «No tengas miedo. Sí, estaréis tristes, lloraréis y también la gente se alegrará, la gente que está contra ti»

También hay otra tristeza, la tristeza que nos llega a todos nosotros cuando vamos por un camino que no es bueno. Cuando, por decirlo sencillamente, vamos a comprar la alegría, la alegría, esa del mundo, esa del pecado, al final hay un vacío dentro de nosotros, hay tristeza.

Y ésta es la tristeza de la mala alegría. La alegría cristiana, en cambio, es alegría en esperanza, que llega.

Pero en el momento de la prueba nosotros no la vemos. Es una alegría que es purificada por las pruebas y también por las pruebas de todos los días: “Vuestra  tristeza se cambiará en alegría”

Pero cuando vas a lo de un enfermo o a lo de una enferma que sufre tanto es difícil decir: «Ánimo. Coraje. Mañana tendrás alegría». No, no se puede decir. Debemos hacerla sentir como la hizo sentir Jesús.

También nosotros, cuando estamos precisamente en la oscuridad, que no vemos nada: «Yo sé, Señor, que esta tristeza se cambiará en alegría. No sé cómo, pero lo sé».

Un acto de fe en el Señor. Un acto de fe.

Para comprender la tristeza que se transforma en alegría Jesús toma el ejemplo de la mujer que da a luz: Es verdad, en el parto la mujer sufre tanto, pero después, cuando el niño está con ella, se olvida

Lo que queda, por tanto, es la alegría de Jesús, una alegría purificada. Esa es la alegría que queda. Una alegría escondida en algunos momentos de la vida, que no se siente en los momentos feos, pero que viene después, una alegría en la esperanza.

Éste, por tanto, es el mensaje de la Iglesia de hoy: no tener miedo