1 Re 21, 1-16
El primer libro de los Reyes nos cuenta hoy la historia de Nabot. El rey Ajab desea la viña de Nabot y le ofrece dinero. Pero ese terreno forma parte de la herencia de sus padres y el hombre lo rechaza. Entonces Ajab, que era caprichoso, hace como los niños cuando no consiguen lo que quieren: llora. Luego, por consejo de su cruel mujer, Jezabel, lo acusa falsamente, hace que lo maten y le arrebata la viña. Nabot es un mártir de la fidelidad a la herencia que había recibido de sus padres: una heredad que iba más allá de la viña, una heredad del corazón.
La historia de Nabot es paradigmática de la historia de Jesús, de San Esteban y de todos los mártires que fueron condenados mediante calumnias. Y es también paradigmática del modo de proceder de tanta gente, de tantos jefes de Estado o de gobierno. Se empieza con una mentira y, después de haber destruido a una persona o una situación con esa calumnia, se juzga y se condena. También hoy, en muchos países, se usa este método: destruir la libre comunicación. Por ejemplo, pensemos: hay una ley de medios de comunicación; se elimina esa ley, y se da todo el aparato de la comunicación a una empresa, a una sociedad que calumnia, dice falsedades, debilita la vida democrática. Luego vienen los jueces a juzgar a esas instituciones debilitadas, a esas personas destruidas, y las condenan. Así avanza la dictadura. Las dictaduras, todas, empezaron así: adulterando la comunicación, para dejarla en manos de una persona sin escrúpulos, de un gobierno sin escrúpulos.
Y en la vida ordinaria pasa lo mismo: si se quiere destruir a una persona, empiezo con la comunicación: criticar, calumniar, decir escándalos. Porque contar escándalos tiene una seducción enorme, una gran seducción. ¡Los escándalos seducen! Las buenas noticias no son seductoras: “¡Qué cosa más buena ha hecho!”. Y pasa… Pero un escándalo: “¿Has visto? ¿Has visto eso? ¿Has visto lo que ha hecho aquel? ¡Qué cosas! ¡No, no se puede seguir así!”. Y la noticia aumenta, y aquella persona o institución, aquel país acaba en la ruina. Al final, no se juzga a las personas. Se juzgan las ruinas de las personas o instituciones, porque no pueden defenderse.
La seducción del escándalo en la comunicación lleva directamente al rincón, a la esquina, es decir, te destruye, como le pasó a Nabot que solo quería ser fiel a la heredad de sus antepasados, no venderla. En este sentido, también es ejemplar la historia de San Esteban que da un largo discurso para defenderse, pero los que lo acusaban, prefieren lapidarlo antes que escuchar la verdad. Es el drama de la codicia humana. Tantas personas son destruidas por una comunicación perversa. Muchas personas, muchos países destruidos por dictaduras perversas y calumniosas. Pensemos por ejemplo en las dictaduras del siglo pasado. Pensemos en la persecución a los judíos, por ejemplo. Una comunicación calumniosa contra los judíos; y acababan en Auschwitz porque no merecían vivir. Oh… es un horror, pero un horror que sucede hoy: en las pequeñas sociedades, en las personas y en tantos países. El primer paso es apropiarse de la comunicación, y después la destrucción, el juicio, y la muerte.
El Apóstol Santiago habla precisamente de la capacidad destructiva de la comunicación perversa. Os animo a releer la historia de Nabot en el capítulo 21 del primer libro de los Reyes y a pensar en tantas personas destruidas, en tantos países destruidos, en tantas dictaduras de ‘guante blanco’ que han destruido países.
Mt 5, 38-42
La antigua prescripción «ojo por ojo” trataba de contener el instintivo deseo de revancha y de venganza dentro de los límites difíciles de la paridad. No puedes devolver en mal más de lo que has recibido. Con las imágenes que oímos, Cristo pide mucho más allá. Su mandato lo hemos oído otras veces: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «No hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti». «Trata a los demás como te gustaría que los demás te trataran». Si cumpliéramos esta regla viviríamos en un paraíso familiar y comunitario.
Pero no podemos olvidar nunca que está el mandato supremo, característico, cristiano: «sean perfectos como su Padre del cielo es perfecto» o, más concretamente: «sean misericordiosos como el Padre es misericordioso»; Cristo se presenta como «regla y medida» de ese mandamiento: «un mandamiento nuevo les dejo, un mandamiento nuevo les doy, que se amen unos a otros como yo los he amado».
Escuchemos la palabra y hagámosla verdad y vida.