Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Gál 5, 18-25

Pablo nos ha puntualizado las características, los frutos y los resultados a que nos conduce la verdadera libertad.

La afirmación: «Si los guía el Espíritu», parecería una contradicción, pues hablar de «mi» libertad podría entenderse como correr hacia donde se me antoje, «dejarse guiar»  parece un sometimiento.

Pero lo que llamamos libertad y es libertinaje lleva a una serie de acciones que van en definitiva contra el bien y la felicidad de quien las hace y de los que lo rodean.

La libertad del Espíritu, en cambio, lleva a todo lo que ilumina, a lo que da calidad, a lo que une y hace la verdadera felicidad en definitiva.

«Los que son de Cristo Jesús», qué bella definición de los cristianos hace Pablo; pero no podemos ser de Jesucristo sino por la acción del Espíritu, y el tener vida del Espíritu nos lleva a actuar conforme al mismo Espíritu.

Lc 11, 42-46

Oímos las maldiciones de Jesús contra los fariseos.

La primera es por preferir los cumplimientos externos legales hasta en su más grande meticulosidad a las realidades más íntimas y profundas; a las más comprometedoras.  Jesús opone el pago de los diezmos de la hierbabuena y la ruda a la justicia (santidad y el amor de Dios).  «Esto debe practicarse sin descuidar aquello», dice Jesús.

La segunda, por preferir lo exterior, en título y honores, es decir, los valores materiales a los valores más radicales y verdaderos.  En la tercera, Jesús los compara a sepulcros que no se ven pero que al tocarlos conferían impureza legal.

El doctor de la ley provoca otra maldición, ésta para los que imponen leyes y no las cumplen.

Estas maldiciones de Jesús ¿se nos aplican a nosotros?

Teresa de Jesús

Mt 11, 25-30

Hoy es la fiesta de santa Teresa de Jesús y el Evangelio no trae aquellas palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla…” Santa Teresa fue una mujer sencilla. Sencilla pero con arranque y valores. Paso un tiempo de su vida pensando cómo quería servir a Dios. Pero cuando llegó a una decisión, se lanzó, dejó atrás todo lo demás de la vida y puso rumbo a su norte. Con Jesús y por Jesús.

Siguió siendo una mujer sencilla. No tenía muchos estudios. Su conocimiento de Jesús era el de la experiencia diaria, el de la oración, el del encuentro con la Palabra. Y también el del encuentro con sus hermanas en la vida cotidiana. Quizá por eso terminó pensando aquello de que “entre los pucheros anda el Señor”, insinuando que no es lo más importante en la vida del cristiano el dedicarse muchas horas a la oración y el sacrificio. Que preparar la comida y limpiar y trabajar es también una forma de construir el reino y la fraternidad.

Teresa dedicó muchas horas a la oración pero no se metió en una cueva. La aventura de fundar monasterios la llevó de aquí para allá. No dudó en lanzarse a los caminos. Era lo que entendía que tenía que hacer. Y lo hizo. Sin miedo. Sencilla pero valiente.

Sencilla pero valiente para enfrentarse a doctores y jerarquías de todo tipo. Llevaba en su corazón su fidelidad, su rectitud, su honestidad en seguimiento y escucha de Jesús.

Sencilla para darse cuenta de que el Evangelio es algo realmente sencillo. Sería bueno que hoy siguiésemos teniendo presente una de sus frases: “De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor.” Para recordarnos que sólo lo que contribuye a la fraternidad, al reino, a la justicia, es bueno. Y que Dios no quiere sacrificios absurdos para compensarse nadie sabe qué imaginarias ofensas. Como si rezar muchos rosarios de rodillas, por ejemplo, le compensase a Dios de algo. Lo que alegra a Dios, lo que es su voluntad, es que hermanos y hermanas vivan como tales.

Todo eso lo entendió y lo hizo vida Teresa de Ávila. Tanto que terminó llamándose Teresa de Jesús. Hoy todavía tenemos que seguir aprendiendo mucho de ella.

Lunes de la XXVIII Semana Ordinaria

Gál 4, 22-24. 26-27.31-5, 1

Estamos llegando a la última parte del desarrollo doctrinal de la carta a los cristianos de Galacia.  Pablo usa el sentido simbólico de lo que nos podría parecer solamente anecdótico del pasaje del Libro de Génesis, relativo a los dos hijos de Abraham, Ismael e Isaac, uno nacido de Agar según las leyes de la naturaleza, el otro nacido de Sara según la promesa divina, es decir, nacido de una palabra de Dios aceptada en la fe.  Agar, la esclava, prefigura la alianza del Sinaí, Sara, la libre, representa la nueva y definitiva alianza en Cristo.  La conclusión es que, estando en la nueva alianza, que es alianza de libertad, no hay que someterse a la esclavitud de la ley antigua.  Libertad, concepto difícil, a veces entendido como: «Yo puedo hacer lo que se me antoje», «no aceptaré nada que en alguna manera me coarte, nada que delimite mis gustos».

Cuántas desviaciones en la búsqueda de la libertad…, cuántas falsificaciones de libertad que atraen a tanta gente.

San Agustín decía: «Ama y haz lo que quieras».  Sólo la ley del amor, la ley del Evangelio guarda y defiende nuestra auténtica libertad.

Lc 11, 29-32

La gente que rodeaba a Jesús había sido ya, de algún modo, testigos de los milagros de Jesús.  Esos hechos maravillosos no son mero alarde de poder, deseo de maravillar; son signos suscitadores de la fe, reveladores de una enseñanza, expresiones visibles de realidades invisibles.  Había, pues, que acercarse a ellos con buena voluntad, en apertura, en disponibilidad, en la fe.  Pero la gente pide señales con curiosidad de espectáculo, como se le pediría a un mago que hiciera un truco.

La señal de Jonás es desconcertante.  La voz solitaria de un profeta extranjero en una ciudad pagana, y su voz, o más bien la voz potente de Dios, fue atendida con la respuesta de la conversión y la penitencia.

Por esto, ante la cerrazón de la gente que lo rodea, Jesús habla del juicio final y de dos testigos de cargo contra el pueblo de Dios que lo ha rechazado; los dos testigos son extranjeros: la reina de Saba y el pueblo de Nínive.

«Aquí hay uno que es más que Salomón; aquí hay uno que es más que Jonás».

¿Podríamos ser objeto de los reproches del Señor que hoy escuchamos?

NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN DEL PILAR

Lc 11, 27-28

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.

Viernes de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 3, 7-14

Pablo parte de un principio que va a desarrollar más todavía en su carta a los Romanos: «Abraham creyó en Dios y esto se le tomó en cuenta como justicia», es decir, su fe lo santificó.

Abraham era el antepasado ideal, el prototipo del pueblo de Dios.  La fe que él tuvo es  lo que hace su grandeza.  Sus descendientes verdaderos no son tanto los de su linaje como pueblo determinado, sino los que siguen a Abraham en su fe comprometida que le mereció escuchar la buena noticia: «por ti serán bendecidas todas las naciones».  Pablo usa el mismo argumento que hemos oído otras veces en el evangelio: «Dios podría hacer que esas piedras fueran hijos de Abraham ( Jn 8, 39).

Pablo presenta una visión amplia que luego desarrollará también en la carta a los romanos: todos los hombres pueden llegar a ser hijos de Abraham por la fe, no por la ley.

La ley, que sólo es luz y no fuerza, que no da el poder de actuarla, es principio de maldición.

La nueva ley evangélica es fuerza y luz por el don del Espíritu Santo que Cristo resucitado nos da.

Lc 11, 15-26

Jesús ha ido expresando su misión salvífica no sólo con su doctrina, sino también con sus milagros.  El cura los males en todas sus manifestaciones; entre éstas, reviste especial importancia la sanción en profundidad del interior mismo del hombre, realidad que se expresa en las expulsiones del espíritu del mal.  Por eso Jesús reacciona tan fuertemente ante la opinión de algunos que decían que El expulsaba a los demonios con el poder de Satanás, pues minaba de base su propia misión.  Por esto la respuesta doble del Señor, una lógica: «todo reino dividido….» y la otra personal: «¿y con el poder de quién los arroja sus hijos?»

Lucas hace notar que si el demonio es fuerte, mucho más lo es Jesús.

Por esto en forma un tanto velada se habla de una opción clara y determinante: por Él o contra Él.

Hagamos cada día más radical y profunda nuestra opción por el Señor.

Jueves de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 3, 1-5

Después de la defensa que Pablo hace de su misión y doctrina, iniciamos hoy los capítulos doctrinales.

Oímos cómo Pablo inició con un reproche tajante: «insensatos gálatas».  Pablo salta a la palestra con la espada desenvainada ante la división que se estaba haciendo en la comunidad a causa de los que proponían como indispensables para la salvación, las prácticas judías, especialmente la circuncisión, proponiendo sobre todo el no reconocer lo nuevo y totalmente diferente que había realizado Cristo como culminación y perfeccionamiento de todo lo antiguo.

Los gálatas eran muy sensibles a las manifestaciones extraordinarias del Espíritu Santo, a sus dones y carismas, y Pablo usa esta realidad para defender su punto de vista.  Por esto, en resumen dice: «Vamos a ver: cuando Dios les comunica el Espíritu Santo y obra prodigios en ustedes, ¿lo hace porque ustedes han cumplido lo que manda la ley de Moisés, o porque han creído en el Evangelio?»

Ser consecuentes en la práctica con lo que creemos tiene que ser siempre un criterio de nuestra vida.

Lc 11, 5-13

Después de que el Señor nos enseña a orar, dejándonos la fórmula venerable del Padrenuestro, hoy nos presenta una de las características más importantes de la oración: la perseverancia.  Esta enseñanza aparecerá también más adelante en otra parábola, la del juez malo (18, 1-8).  Dice san Lucas: «Les propuso una parábola sobre la necesidad que tenían de orar siempre y no cansarse nunca».

Para entender mejor la situación de la pequeña parábola es bueno recordar que se podía aprovechar el fresco de la noche para caminar y que las casas normales, populares, eran muy pequeñas.  Prácticamente toda la familia dormía en un pequeño cuarto.

Jesús nos enseña la insistencia en la oración: «quien pide, recibe; quien busca, encuentra y al que toca se le abre».

El Señor apela a la experiencia del amor paterno.  ¿Alguien daría alguna cosa mala a quien ama? El amor supremo de Dios nos dará también los bienes supremos.  San Lucas pone como don máximo el don del Espíritu Santo; por El conocemos a Cristo y nos identificamos con Él, por Él nos unimos orgánicamente en Iglesia.

Sepamos pedir ante todo bienes superiores, ante todo el mayor bien.

Miércoles de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 2, 1-2. 7-14

Seguimos escuchando la apología de Pablo.  Recordemos que algunos cristianos judaizantes contradecían fuertemente a Pablo en la legitimidad de su misión apostólica y en la ortodoxia de su doctrina.

Pablo recurre a la Iglesia Madre de Jerusalén y a los apóstoles, «columnas de la Iglesia», como les llama Pablo para recibir de ellos como un sello de aprobación de su doctrina y de su misión.  Pablo dice: «Todos reconocieron que yo había recibido la misión de predicar el Evangelio a los paganos», «reconocieron la gracia que Dios me había dado y nos dieron la mano, a Bernabé y a mí, en señal de perfecta unión».

Las presiones de mentalidad y costumbres, eran muchas.  El mismo Pablo, en circunstancias parecidas, mandó circuncidar a su discípulo Timoteo, «a causa de los judíos que había en aquellos lugares»,  nos dice los Hechos de los Apóstoles (16, 3).

Lc 11, 1-4

«Jesús estaba orando», nos dice el evangelio.  Jesús es el orante modelo, usa todas las oraciones litúrgicas, las del templo y las familiares y ora en los momentos más importantes de su vida.  Los evangelios nos dicen que con frecuencia «se apartaba a orar»,  que «pasaba la noche en oración».  La vida de oración de Jesús es modelo, base y aliento para nuestra vida de oración.  La actividad ministerial del Señor aparece fluyendo de su vida de oración.  Este tendrá que ser nuestro ideal y nuestra meta.

Los discípulos conocían muy bien la vida oracional del Señor y la respetaban: «Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: enséñanos a orar».

En la oración del Padrenuestro, la petición del perdón de parte de Dios aparece condicionada al perdón que nosotros demos.

Se puede decir que el Padrenuestro, además de ser fórmula oracional muy venerada y practicada, es modelo de lo que debe ser toda nuestra oración.

Lunes de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 1, 6-12

Durante semana y media recorreremos las páginas de la carta de Pablo a la comunidad cristiana de Galacia.

Esta carta fue escrita, lo más probablemente, en Éfeso, al comienzo de la estancia de Pablo en esa ciudad.  Por lo mismo, es, anterior a la carta a los Romanos, que nos podría parecer, en algunos aspectos, ampliación de los puntos expresados en la que nos ocupa.

La situación histórica es difícil, pues hay una crisis decisiva en la Iglesia.  Pablo se enfrenta a los grupos de cristianos judaizantes, es decir, a aquellos que afirmaban la necesidad del cumplimiento de las prescripciones judías especialmente la circuncisión, para llegar a la salvación.  Además ellos atacaban a Pablo, negándole el título de apóstol, pues no había conocido personalmente a Cristo, afirmaban que no tenía la verdadera doctrina y que había sido un perseguidor.  Así lo predicaban en las distintas comunidades fundadas por Pablo en Galacia y en la actual Turquía.

Pablo reacciona muy vivamente.

Inicia su carta presentando sus títulos: «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por mediación de Jesucristo y de Dios Padre que lo resucitó de entre los muertos».  Hoy oímos mencionar la palabra «evangelio» seis veces, pues es la palabra clave en la vida cristiana.

Lc 10, 25-37

Oímos el diálogo entre Jesús y el doctor de la ley.  Jesús, orienta la atención del sabio hacia lo que él conocía muy bien: el mandato fundamental del amor, y del amor en su doble direccionalidad, hacia Dios y hacia el prójimo: «si haces eso, vivirás».

El Señor también rectifica la segunda pregunta del sabio, con otra pregunta.  El doctor de la ley había preguntado: «¿quién es mi prójimo?»  Prójimo significa cercano, el que está cercano a mí.  Después de narrarle una parábola, Jesús le pregunta: «¿Quién se portó como prójimo?»

El Señor nos guía a echar una mirada a nuestros deberes de caridad cristiana.

La parábola nos presenta a un samaritano, es decir, a alguien rechazado social y religiosamente, que salta esas barreras y actúa como un buen prójimo a diferencia de los que trabajaban en el templo -el sacerdote y el levita- de quienes se esperaría otra actuación y que, sin embargo, «pasaron de largo».

El «buen samaritano»  da su tiempo, sus cuidados, su dinero para ayudar al que había sido asaltado.

Como se ha hecho notar: «Nosotros somos los que estuvimos o no próximos a los demás.  El prójimo soy yo cuando me acerco con amor  los demás».

El sacramento del amor que estamos celebrando, nos debe llevar más y más a la realización práctica del doble mandamiento del amor o más bien del único mandamiento del amor con sus dos direccionalidades.

Témporas de Acción de Gracias y Petición

Mt 7, 7-11

Hoy, como un eco de una antigua tradición ligada a la sociedad rural, celebramos litúrgicamente una jornada de acción de gracias a Dios por los favores que nos ha hecho y de petición de ayuda por los frutos de nuestro trabajo en este nuevo curso.

Acción de gracias que, como leemos en el Deuteronomio, es respuesta a los bienes recibidos, Moisés, exhorta al pueblo a dar gracias por todos lo que ha recibido y a reconocer que sólo de Dios procede la fuerza y la riqueza, por ello nos invita a dar gracias con ese hermoso cántico del libro de las Crónicas: “Bendito eres Señor, Tú eres Señor del universo…”

El medio rural, efectivamente, por la fuerza de los hechos, tenía viva conciencia de que los frutos recogidos —sin desconsiderar el esfuerzo humano— eran un don de Dios. Ante los imponderables del clima y de las circunstancias del trabajo del campo, el hombre era más consciente de que dependía del buen Dios. Por contraste, el progreso de la técnica y del trabajo industrial parecen amenazar esta “memoria de Dios”: en no pocos casos, se ha diluido la conciencia de dependencia de Dios, y el hombre corre el riesgo de auto-divinizarse al pensar que ya no necesita del Creador. En cambio, Jesús nos ha dicho: «Pedid y se os dará (…); llamad y se os abrirá» (Mt 7,7), que es tanto como si nos dijera: —Yo te recordaré y te ayudaré, pero necesito que tú no me olvides y que no me eches de tu vida.

En este sentido, San Juan Pablo II advierte: «Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las realidades terrestres, puede reconocer y saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios».

Y como prevención ante este riesgo de ingenua “desmemorización”, la oración colecta de hoy nos invita a decir: «Señor Dios, Padre lleno de amor, que diste a nuestros padres de Israel una tierra buena y fértil, para que en ella encontraran descanso y bienestar, y con el mismo amor nos das a nosotros fuerza para dominar la creación y sacar de ella nuestro progreso y nuestro sustento; al darte gracias por todas tus maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido tú, y no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para crear las riquezas de la tierra».

Viernes de la XXVI Semana Ordinaria

Job 38, 1. 12-21; 40, 3-5

Los tres amigos de Job (Elifaz, Bildad y Sofar) opinaban que Job sufría como justo merecimiento por sus malas acciones y ante la defensa que Job, hace de sí mismo todavía aparece otro amigo, Elihú,  que por ser más joven, no se había atrevido a hablar.  Pero él ataca a Job con más fuerza todavía: «¿crees acaso, tener razón y probar tu inocencia ante Dios?», «guárdate de volver a la injusticia, pues por ella te ha probado la aflicción».

Ahora Job recibe la respuesta final de Dios que le habla desde la tempestad: el hombre le ha preguntado a Dios y Dios responde con una multitud de preguntas.  Y así se ve que el hombre no es la regla, la medida o el censor.  Sólo Dios es el que conoce todo y puede todo.

El hombre es pequeñísimo; Dios, infinitamente grande.  En el mismo mundo material hay una multitud de misterios insondables y si el hombre ha profundizado un poquito en ellos, inmensamente más es lo que sigue siendo obscuro. 

Job por esto, acepta su pequeñez y se inclina ante el misterio.

Lc 10, 13-16

Jesús se presenta como un profeta que mira no sólo lo presente sino hasta el último futuro.

Corazaín, Betsaida y especialmente Cafarnaúm, son poblaciones del norte del lago de Genesaret, donde Jesús desarrolló principalmente su ministerio galileo, donde especialmente proclamó su evangelio, predicó su doctrina y realizó sus milagros; pero estos pueblos no respondieron a su invitación.  Después de un primer entusiasmo, la sencillez con que aparecía el nuevo Reino  -ellos esperaban poder, grandeza, dominio-  y las exigencias del mismo Reino  -cuando se esperaba sólo felicidad y bienestar materiales-  hicieron que el mensaje fuera rechazado.

Las invectivas del Señor contra las ciudades privilegiadas que no lo aceptaron, no las debemos escuchar como cosa del pasado, sino como palabra de Dios que son, presencia totalmente actual.  ¿Hemos escuchado vitalmente la Palabra del Señor?  ¿Se está convirtiendo en nosotros en vida práctica y efectiva?

Por último, el Señor se identifica con sus apóstoles y sus continuadores: «El que los escucha a ustedes, el que los rechaza… a mí me escucha, a mí me rechaza»