Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14, 27-31

En el evangelio de hoy Juan nos refleja la confusión y el despiste de los discípulos en los últimos días de Jesús. Un trabalenguas difícil de entender si no se lee desde la Resurrección de Jesús. El Maestro se está despidiendo y quiere transmitir su legado: Os dejo la paz de Dios y el amor del Padre. No es la paz del mundo, la ausencia de conflictos, la convivencia pacífica, el equilibrio contractual, sino esa otra paz que habita en el corazón del creyente. La paz que da amar al Padre y sentir el amor del Padre; querer hacer su voluntad, sabiendo que es el mayor bien que podemos recibir. Dios nos ama como Padre, con un amor compasivo y misericordioso, que nos acoge y sostiene, que nos da la paz interior y la fuerza necesaria para cumplir su voluntad. Jesús nos deja su paz, una paz que ha vencido al pecado y al Maligno, que implica un cambio en los valores del mundo.

Es un don de Dios, fruto del perdón y de la misericordia de Dios, que hemos de hacer presente en las relaciones y sociedades de nuestro mundo. Anunciar la resurrección del Señor, es llevar la paz a los corazones de la gente, es tener la valentía de transmitir el perdón y la misericordia que nos llegan con Jesús y que nos obligan a ser trabajadores de paz, a difundir la bienaventuranza de Dios: Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. La paz que se opone al mal, al odio, a la desigualdad, a la marginación. La paz que es fruto de la justicia y don de Dios. Es una enorme tarea que hemos heredado de Jesús. Llevar la paz al mundo significa que nos convertimos en mensajeros de una forma de vida al estilo de Jesús, una forma de comportarnos priorizando a los más pequeños, a los desclasados de la sociedad. Paz para hacer valer la justicia y la hermandad en nuestras vidas, para reclamar unas formas más justas de organización social, un nuevo equilibrio de valores, que permita que las personas interioricen el mensaje de salvación y puedan vivir de acuerdo a los planes de Dios. Así nuestro saludo de paz cobra sentido desde la serenidad interior que Dios nos da. Y hacemos que la paz se instale en nuestro mundo y entre nuestra gente.

¡Que la paz de Dios, el trabajo por los más pequeños, esté con todos nosotros¡

Lunes de la V Semana de Pascua

Hech 14, 5-17; Jn 14, 21-26

Yo creo que Pablo y Bernabé hubieran podido ceder fácilmente a la tentación de que la gente de Listra les diera el tratamiento de «dioses».  Hasta aquel momento, los dos habían sido víctimas del repudio y las persecuciones por parte de los dirigentes de su propio pueblo.  Ahora, en cambio, les sucedía precisamente lo opuesto.  De haberlo querido, en un momento habrían pasado del repudio a la autoridad absoluta, y de las persecuciones, a la adulación y la riqueza.  En nuestros días no sólo hay muchísimos que han cedido a esas tentaciones, sino que también existen quienes, con disfraz de verdadera religión, han admitido los honores que en Listra se les querían tributar a Pablo y Bernabé.

¿Por qué habrán sido tan distintos Pablo y Bernabé, que se horrorizaron ante la mera insinuación de que se les iba a tratar como a dioses?  Es que ellos sabían muy bien que todo el poder que poseyeran y todo el bien que realizaran se lo debían solamente a Dios.  Ya habían comprendido la verdad de lo que Jesús enseña en el evangelio de hoy: «El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada».  Dios estaba trabajando dentro de Pablo y Bernabé y por eso curaron al hombre tullido, y era Dios el responsable de todas las obras buenas y valiosas que hacían.

Nosotros no esperamos hacer algo tan asombroso como curar un tullido, pero lo mismo que Pablo y Bernabé, debemos darnos cuenta de que Dios vive y actúa en nosotros.  Todo el bien que hagamos o el mal que logremos superar, es el resultado de la presencia y la acción de Dios y no de cualquier talento o habilidad nuestra.  En esta Misa se nos invita a rendir alabanzas, no a nosotros mismos, sino al verdadero Dios, que vive dentro de nosotros.

Sábado de la IV Semana de Pascua

Jn 14, 7-14

Juan es el evangelista teólogo, se nota en el texto pues, nos lleva a la esencia de Dios.

Parece sensata la petición de Felipe “muéstranos al Padre y nos basta”.  Sin embargo, a medida que se entra con más profundidad en el texto se comprende la respuesta de Jesús: “Tanto tiempo que estoy con vosotros y ¿no me conoces Felipe?”.

El Padre y el Hijo son dos Personas distintas y permanecen el Uno en el Otro por eso dice: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”.

Lo podemos comprender desde nuestra experiencia humana. ¡Cuántas veces hemos escuchado decir: “se parece a su padre” o, “sois como dos gotas de agua!”.

Es la experiencia que vivimos cuando amamos de verdad a alguien. Se da en la relación de los esposos, en la relación de amistad, en la relación de los padres con los hijos. Cuando amamos de verdad no hace falta que nos digan las cosas, las intuimos, salimos al paso y acertamos. San Juan de la Cruz lo dirá tan bellamente: “amada en el Amado transformada”.

Es que somos imagen y semejanza de Dios; Dios es Amor y el amor nos une a Dios y a los hermanos.

Busquemos amar cada vez más a Jesús, hemos de relacionarnos con Él en la oración, en su Palabra, en los Sacramentos, en nuestras actitudes; así permaneceremos con Él y en Él, con el Padre.

Y el amor se transforma en obras. Y sobre las obras, Jesús dice que el Padre las realiza en Él.  Llega a decir que, si creemos en Él, llegaremos a hacer obras aún mayores. Da la impresión de que exagera al decir que haremos obras mayores siendo que Él es Quien nos alcanza el acceso a su Vida en el Padre, que es lo verdaderamente inefable.

Jesús promete concedernos lo que pidamos en su Nombre. Es la fe en Él la que nos motiva a pedir y a confiar; es lo que nos permitirá realizar “obras mayores y daremos gloria al Padre”.

Viernes de la IV Semana de Pascua

Jn 14, 1-6

Bello evangelio, animosa buena noticia. Hay que superar toda angustia porque Jesús les habla de las muchas moradas, estancias, posibilidades, que Dios les tiene preparados, nos tiene preparados. Jesús les habla en forma críptica. Ellos van a estar con Él. Pero dónde. Tomás, siempre tan intrépido, se convierte en voz del grupo: No sabemos a dónde vas. Pero, ¿te vas? No sabemos el camino. Y Jesús con una firmeza inusitada le responde, propia del que habla con autoridad, Yo soy el camino, la verdad y la vida. Tres formulaciones que cierran el círculo de la duda. Camino. Verdad. Vida. Atrevido Jesús, ¿no? Pero se trataba de darles seguridad, ya que estaban inmersos en una duda profunda. No sabían, como nosotros muchas veces, por dónde tirar, qué camino seguir.

Necesitamos, como los discípulos, contundencia, seguridad, alguien que nos señale el camino. Debemos repetirnos muchas veces: Señor, danos la valentía de escuchar tu paso silencioso por los senderos de este mundo. Sin esa valentía es posible que no podamos seguirte en medio de tantas encrucijadas. Kant decía que: “Se mide la inteligencia del individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”.

Pascua, sino queremos ser unos insensatos, nos habla continuamente de la resurrección y las apariciones de Jesús y de las dudas, miedos e incertidumbres de los discípulos. El tiempo litúrgico pascual es un tiempo difícil para predicar. No caben en él moralismos ni moralejas de las parábolas. Los sacerdotes nos sentimos más cómodos en el tiempo ordinario. Pascua, siendo fundamental, se nos hace largo, porque muchas veces las palabras, tan desgastadas, no parecen convencer, no somos capaces de trasmitir el gozo de la resurrección. A veces es mejor ser cautos y dejarnos de efusiones que pueden resultar vacías al pueblo cristiano.

En este tiempo pascual es cuando la fe se pone a prueba sin más que la confianza en su Palabra, en lo que los discípulos vivieron de forma temerosa, titubeante. Por eso necesitaron de la llegada del Espíritu prometido como empuje y fortaleza interior. Igual que los discípulos, también nosotros hemos de esperar a Pentecostés, aunque ya podemos ir anticipando cada día su vivencia.

SANTOS FELIPE Y SANTIAGO, APÓSTOLES

Jn 14, 6-14

Hoy celebramos la fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago.  Se trata de Santiago, el hijo de María de Cleofás y pariente de Jesús, llamado el menor para distinguirlo del otro Santiago; y de Felipe, originario de Betsaida, discípulo de Juan Bautista.  En el texto del Evangelio de hoy, es Felipe quien le dice al Señor: muéstranos al Padre y nos basta. Y quien recibe el reproche de Jesús: Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.

Si en la primera lectura Pablo nos recuerda el contenido esencial de la fe, en el Evangelio, Juan nos centra en la persona que es la Palabra predicada: Jesús, camino, verdad y vida. La despedida de Jesús desconcierta a los discípulos, no entienden dónde va ni saben cómo seguirle, aunque lleven ya mucho tiempo con Él.  ¿No me conoces, Felipe? Podemos dejar que Jesús nos haga esa misma pregunta a cada uno y que resuene en nuestro interior. ¿Adónde me lleva mi fe, en qué o quién pongo mi esperanza, qué amor me mueve? El camino de fe implica ahondar en el conocimiento del Señor.  Y ello lleva consigo orar, profundizar en el Evangelio, intentar vivir las actitudes de Jesús, celebrar y compartir la fe comunitariamente… Si no, Cristo se nos irá convirtiendo en un desconocido.

El camino del encuentro con Jesús será el que nos vaya conduciendo a la Vida, y el que nos lleve al Padre. Podemos creer en muchos dioses, hacernos muchas imágenes sobre Dios, pero el único camino para llegar al Padre es Jesús.  El Dios en quien creemos es el Dios que nos predicó Jesús. Y es lo que alimentará esas “obras que podremos hacer” en la evangelización.  Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. El mensaje de salvación que Jesús nos deja con su vida, muerte y resurrección, va más allá de él mismo, nos permite entender la historia de la salvación desde el origen hasta el fin, ilumina el pasado y abre el horizonte del futuro.  Y quizás lo más importante, nos permite comprender el plan de Dios sobre nosotros y colaborar con él.

La Santa Cruz

La cruz, para el cristiano, se considera el signo de la salvación.  En el bautismo hacen sobre nosotros la señal de la cruz; con este signo recibimos constantemente la bendición de Dios y con él nos santiguamos.  La cruz es el símbolo cristiano, el signo que exponemos en público y en privado.

Sin embargo, no debemos olvidar el escándalo de la cruz.  La cruz es, al mismo tiempo, signo de salvación y signo de contradicción.  Esta contradicción nos sale al paso siempre que la cruz nos afecta personalmente: en una enfermedad grave, en el dolor, en los desengaños, fracasos, golpes de la vida, en la desgracia, en las catástrofes y en el encuentro con la muerte.

¿Por qué eligió Dios la cruz como camino de redención y entregó a Xto, el más inocente de todos los hombres a la muerte de cruz?

¿Por qué crucificaron a Jesús que lo único que predicaba era el amor de Dios y que invitaba a los hombres a amarse, que curaba a los enfermos, ayudaba a los pobres y luchó contra la violencia?  La respuesta es que Jesús por vivir una vida ejemplar, entró en conflicto con los dirigentes políticos y religiosos.  Jesús fue condenado por el Sanedrín por razones religiosas: Poncio Pilato lo mandó ejecutar en la cruz como rebelde político.  El mismo Jesús sabía que iba a morir de muerte violenta  y sabía que su muerte era necesaria para salvar a los hombres.

Jesús padeció todo tipo de indignación en su camino hacia la cruz: detención injustificada, traición de sus apóstoles, huida de los amigos más íntimos, interrogatorios inhumanos, torturas, acusaciones falsas, burlas, caídas bajo el peso de la cruz.  Pero la cruz es un signo de esperanza.  El mensaje de la cruz no se puede separar de la resurrección.  La cruz pone al descubierto el pecado, la injusticia y la mentira y revela el amor, la justicia y la verdad de Dios.

La muerte de Cristo en la cruz sirvió como rescate de nuestros pecados.  La muerte de Jesús sirvió para liberarnos de nuestros pecados, del demonio, de los poderes del mundo y sobre todo de la muerte.

Recordemos hoy esas palabras del Viernes Santo cuando alzando la cruz en la Iglesia se dice: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo.  ¡Venid a adorarlo!»

Como signo de victoria, la cruz es también signo de esperanza.  En nuestro mundo existe todavía odio, violencia, mentira, muerte.  Hay que seguir pidiéndole a Dios que nos libre de todos estos pecados.  Sólo por el camino de la cruz alcanzaremos la victoria sobre el pecado.  Hay que seguir a Cristo, pero para ello tenemos que recordar esas palabras que nos dice Jesús: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga».

Martes de la IV Semana de Pascua

Jn 10, 22-30

Este pasaje contiene las revelaciones solemnes de Jesús en la fiesta de la Dedicación del templo. La unidad consta de dos partes: la primera prosigue el tema del buen pastor y las ovejas y se centra en la seguridad de estar bajo el poder del Padre y de Cristo que son una unidad (no una sola persona); la segunda contiene la defensa que hace Jesús de su condición de enviado y de Hijo de Dios.

No todos comprenden esas revelaciones. Los que no creen, no tienen acceso a la revelación. Al no aceptar a Jesús como enviado del Padre. Por mucho que Jesús les diga, les falta lo fundamental, una disposición natural para creer en el Hijo, y una aceptación libre de su divinidad reveladora.

Hoy muchos de estos diálogos podrían servir de ejemplo en los encuentros con los no creyentes. Si no hay una disposición natural y aceptación libre para creer en Cristo, será difícil adherirse a su causa. Conocer y seguir son dos acciones implícitas de la fe en Jesucristo, conocer a Jesús y seguirlo es lo que da acceso a confesar que él es el Mesías esperado.

San José Obrero

Mt 13, 54-58

Hoy se nos invita a contemplar a San José como trabajador y obrero, que con sus manos sostuvo a la Sagrada Familia. Muchas asociaciones y grupos también recuerdan hoy el Día del Trabajo y se solidarizan con las personas que no tienen trabajo o que sus condiciones laborales no corresponden a la dignidad de un hijo de Dios.

Duele la situación de tantas personas, sobre todo jóvenes o padres de familia que no tienen la oportunidad de estudiar ni de trabajar, o de aquellas otras personas que aunque tienen trabajo su sueldo es raquítico e injusto, o las condiciones en las que trabajan son muy deficientes.

Hoy es un día especial porque a contemplar a José y a Jesús como trabajadores, deberíamos de revalorar el trabajo, no solo como un medio de sustento sino también como un elemento muy importante en la realización personal.

En la actualidad sobre todo en las ciudades, hemos llegado a una situación en la que parece que el trabajo nos absorbe todo el tiempo y no nos deja espacio para otras actividades. Las madres de familia, los papás, los mismos hijos tienen que ocupar casi todo el día en actividades laborales y se van endureciendo y haciendo insensibles a las necesidades de los demás.

La cultura actual propone estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y la dignidad del ser humano. El poder, la riqueza y el placer se han transformado por encima del valor de la persona en la norma y el criterio decisivos en la organización social. Se mira a la persona como una tuerca más del engranaje de la producción. Tendremos que esforzarnos mucho para realzar, en estas situaciones, el valor supremo de cada hombre y de cada mujer.

Toda la sociedad debería de estar encaminada a procurar una vida digna para cada uno de sus ciudadanos.

Que este día nos comprometamos a buscar estructuras más justas; que hagamos de nuestros trabajos una fuente de vida y dignidad para cada una de las personas; que luchemos contra toda injusticia en el campo del trabajo.

Trabajemos con entusiasmo, pero mirando nuestras labores como un acercamiento a Dios Padre que siempre trabaja, que sostiene la vida, que nos cuida como hijos.

Sábado de la III Semana de Pascua

Jn 6, 60-69

El evangelio cierra el capítulo 6 de Juan. Veo en este epílogo un movimiento en cuatro tiempos:

Primer tiempo: reacción increyente de los discípulos. La reacción de muchos discípulos ante las palabras de Jesús se parece mucho a nuestra reacción: Este modo de hablar es duro. ¿No es esta la impresión que a veces tenemos y tienen otras personas con respecto al Evangelio y, sobre todo, con respecto a algunas enseñanzas de la Iglesia?

Segundo tiempo: respuesta de Jesús. Las palabras, por sí mismas, no significan nada. El Espíritu es quien da vida… Las palabras que les he dicho son espíritu y vida.

Tercer tiempo: pregunta de Jesús. Cuando experimentamos el desconcierto, el cansancio, la dificultad de un compromiso sostenido, cuando se nos hace dura la fidelidad, podemos sentir dirigidas a nosotros las palabras de Jesús: ¿También ustedes quieren dejarme?

Cuarto tiempo: reacción creyente de los discípulos. La experiencia del día a día se impone a las angustias de los momentos de crisis. Pedro personaliza al creyente que somos cada uno cuando nos dejamos vivificar por el Espíritu: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes Palabras de vida eterna.

La dureza de la fe puede llevarnos al cansancio y al abandono. Son muchos los bautizados que han optado por marcharse, por buscar caminos más sencillos, por no “comprometerse”. ¿Qué creyente no ha vivido alguna vez esta tentación? Aquí vale, aunque parezca un poco irreverente, el mensaje publicitario del que abusan los fabricantes de detergentes: Busque, compare, y si encuentra algo mejor… Un creyente de hoy es el que, por más que lo intenta, no encuentra nada mejor que Jesús. Y se le nota. A veces, hasta es conveniente que corra alguna aventura de alejamiento, para que comprenda mejor el tesoro insondable que es Dios.

Viernes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 52-59

Jesús reprocha a las personas de su tiempo que repiten la misma actitud insensata de los contemporáneos de Noé y de Lot: “comían, bebían, se casaban, compraban”, y se reían de Noé por sus previsiones y provisiones. También nosotros tenemos la tentación de entregarnos a la vida como si fuéramos eternos habitantes de este mundo. A este respecto san Palo aconseja tomar conciencia de la provisionalidad del tiempo presente: “Los que compran como si no poseyesen, los que gozan del mundo como si no disfrutasen, porque este mundo que contemplamos está para acabar”.

No se trata de amargarnos la existencia pensando siempre en la muerte. Un rasgo del cristiano es la alegría. Jesús nos da la razón suprema: “voy a prepararos el lugar para que estéis donde yo estoy”. Esto pone alegría en la vida, porque despeja el interrogante: “¿qué será de mí después de la muerte?” que, por lo menos de forma inconsciente, atormenta al que no tiene esperanza.

Además, somos unos privilegiados por saber el tema del examen final. Jesús señala que se nos preguntará: Estuve hambriento, desnudo, encarcelado, sin trabajo… ¿me tendiste la mano, saliste al paso de mi sufrimiento? “En el atardecer de la vida se nos examinará del amor”. Saber el tema del examen y no aprobar sería una negligencia imperdonable. En esto nos va la vida eterna.

El futuro glorioso se genera viviendo con sentido de entrega. El que guarde su vida para sí, la perderá; el que la entregue con generosidad, la acumulará. De ahí la importancia de vivir cada día como si fuera el último, con responsabilidad y alegría.