Sábado de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 24-34

Dios no se olvida de nosotros, de ninguno de nosotros. De ninguno de nosotros, nos recuerda con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Que hermoso es pensar en esto. Dice Jesús: «Miren los pájaros del cielo ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta.… Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos». (Mt 6,26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones de precariedad, o incluso en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias.

En realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos patrones: Dios y la riqueza. Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia.

Debemos escuchar bien esto, ¿eh? Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia. Si en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.

Un corazón ocupado por la furia de poseer es un corazón lleno de esta furia de poseer, pero vacío de Dios. Por eso Jesús ha advertido varias veces a los ricos, porque en ellos es fuerte el riesgo de colocar la propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios.

En un corazón poseído por las riquezas, no hay más espacio para la fe. Todo está ocupado por las riquezas, no hay lugar para la fe.

Si en cambio se deja a Dios el lugar que le espera, o sea el primer lugar, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, también recientes, en la historia de la Iglesia.

Y así, la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas solamente para sí sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible como un gesto de solidaridad.

Si en cambio alguien acumula solo para sí, ¿qué le pasará cuando será llamado por Dios? No podrá llevarse las riquezas consigo porque, sepan, la mortaja no tiene bolsillos.

Es mejor compartir, porque solamente llevamos al cielo aquello que hemos compartido con los demás.

Viernes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 19-23

Hay expresiones en nuestro mundo que encajan perfectamente con el pensamiento judío que muestran los evangelios.  Cuando una persona no es sincera, que es hipócrita o se deja llevar por la ambición, lo expresamos diciendo que camina con doble corazón.  Así expresan también el dolor y la intranquilidad que esto ocasiona.

Al contrario, cuando alguien es sincero y está contento, se le dice que tiene un solo corazón.

¿Cómo puede alguien ser feliz con un corazón apegado a las riquezas?  “Donde está tu tesoro ahí está tu corazón”, dice el Señor.  Esto contradice y está fuera de lugar del pensamiento y deseo actual que supone que con las riquezas llega la felicidad, pero es una clara aclaración de que el corazón humano no está hecho para permanecer esclavo de las cosas, sino para ser su dueño y señor.

El hombre fue creado para parecerse a Dios, que es dueño y Señor, que da vida y sostiene, que con generosidad y gratuitamente da a todos sus dones.

Cuando miramos a través del cristal del dinero, todo se cambia y pierde su sentido.  Si miramos a las personas con el signo de Euros, les quitamos su dignidad.  Si las riquezas prevalecen sobre la verdad, los engaños y los fraudes destruyen las relaciones.  Si importa más el negocio y las ganancias que la justicia, se rompen todos los lazos de la fraternidad y nos hacemos unos esclavos de los otros.

Todos experimentamos esta grave tentación del dinero, del bienestar y todo lo que traen las riquezas y buscamos justificar su posesión.  Pero hoy dejemos entrar estas palabras de Jesús en nuestro corazón y miremos si no han invadido las riquezas, como un cáncer, nuestro corazón.  No es necesario tener grandes riquezas para decir que nuestro corazón es esclavo de las riquezas.  El dinero también esclaviza y hace egoísta a los pobres.

Miremos nuestra relación con el dinero y los problemas que esto nos ocasiona, por ejemplo, en la misma familia, entre los amigos, entre los compañeros.  Muchas veces una amistad termina por la ambición de una de las partes.

Pidamos al Señor que tengamos un corazón libre, generoso, dispuesto al amor, que busquemos la verdadera libertad de nuestro corazón para seguir el camino del Señor.

Jueves de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 7-15

La comunidad a la que se dirige el evangelio de Mateo es una comunidad cristiana de segunda generación en la que se va enfriando “el amor primero” con las consecuencias prácticas que esto tiene. Es necesario volver a presentar la vida de Jesús, sus hechos, su itinerario, la continuidad de su presencia a través del Espíritu, la misión de la Iglesia.

En este texto evangélico, Mateo presenta a la comunidad este relato de la vida de Jesús en la que nos propone una forma de dirigirse al Padre. Ellos, los judíos, estaban ya acostumbrados a rezar, Jesús resume toda su enseñanza en peticiones dirigidas al Padre marcadas por una experiencia profunda de filiación.

El Padre Nuestro es mucho más que una oración de petición. Esta forma de dirigirse Jesús a Dios como Padre, expresa toda la riqueza y hondura con la cual Jesús vivió la relación filial con su Padre, su modo de experimentar a Dios. Abba como expresión de cariño, confianza, ternura que son también atributos de Madre. Manifiesta así mismo, la nueva relación con Dios que debe caracterizar la vida de los creyentes.

A pesar de ser una oración tan repetida, se nos invita a no caer en la rutina, a crear un espacio interior desde donde captar toda la hondura que se expresa en la palabra Abba “papaíto” A abrir nuestro corazón a la caricia de Dios y desde ahí, abrir nuestros labios para el diálogo con Él.

Pero si la palabra PADRE  nos pone en conexión con nuestro ser más profundo y desde ahí entrar en intimidad con el Abba, la palabra NUESTRO nos conecta con todos los seres humanos, nos invita a sentirnos miembros de una comunidad mayor, a entrar en sintonía con los gritos de la humanidad, nos llama a estrechar, con acciones concretas, nuestras relaciones para hacerlas más fraternas, para que “nada de lo humano nos sea ajeno” y solo así, dispuesto nuestro corazón para acoger esas dos experiencias, iniciamos nuestra oración diaria PADRE NUESTRO.

Si seguimos desgranando las peticiones que dirigimos al Padre sentiremos una invitación a trabajar para construir aquí su Reino, para que no falte a nadie ni el Pan de la Eucaristía ni el pan que sustenta la vida de los seres humanos. Y recordamos que, en la medida que vivamos la experiencia de sentirnos perdonados por Dios nos será más fácil perdonar a nuestros hermanos y esta experiencia de perdón fortalecerá la paz de nuestro corazón.

Por último, recordamos nuestra fragilidad tantas veces experimentada, “no nos dejes caer en la tentación”. Deseamos, así se lo pedimos al Padre, que sostenga nuestra debilidad y fortalezca nuestra voluntad para que, “nos libre de todo mal” y como proclamó el profeta Ezequiel al pueblo de Israel, podamos cantar con nuestra vida” no adoréis a nadie más que a Él”.

Miércoles de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Después de que Elías fuera arrebatado al cielo, a Eliseo le salía de las entrañas esta pregunta ¿Dónde está Dios? Es una pregunta constante en todo drama humano.

Recurriendo al antiguo catecismo del Astete, la respuesta que daba a esta pregunta era: “Dios está en el cielo, en la tierra y en todas las cosas”. De pequeños, nos hacían repetir esta respuesta de memoria, probablemente sin pararnos a pensar qué significaba.

En resumen, Dios está presente en todas las cosas, en cada situación humana, sea de alegría o de tristeza, de dolor o de gozo, en cada situación en la que se bendiga a Dios, Él está presente.

Está presente, mientras nosotros sufrimos, por medio de la cruz asumiendo nuestro dolor, y por medio del amor siendo para nosotros palabra de aliento y consuelo. Está presente cuando dedicamos nuestras manos al servicio de la caridad, siendo alimento para los más necesitados. Está presente por medio de nosotros cuando es el perdón lo que ofrecemos en medio de las tensiones.

Es el momento de buscar una respuesta adecuada a nuestra necesidad actual. La pregunta “¿Dónde está Dios?” se ha de transformar en otra cuestión: ¿Dónde quiero que esté Dios en mi vida? Porque en definitiva no es una cuestión de ubicación de Dios, sino de cómo me sitúo yo ante Dios. ¿Dónde sitúo a Dios en mi vida?

No es una pregunta que suponga una respuesta cómoda. La opción por Dios necesita de la incomodidad. Aunque por raro que nos parezca, requiere que nos desquicie. La búsqueda personal que supone la presencia de Dios es comprendida cuando salgo de mi estado de bienestar e intento responder afirmativamente a su llamada.

Oración, ayuno y solidaridad

El Evangelio comienza diciendo: “Cuidado de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos”. A veces, eso que llamamos nuestra justicia se transforma en desquite, venganza, narcisismo… Es como tomarse la justicia por su cuenta. No podemos pretender ser un escaparate donde se exponen nuestras formas de vidas, pero de alguna forma lo somos, cuando queremos ofrecer un testimonio del amor de Dios.

La propuesta de Jesús es la oración en silencio, apartada, sin escaparates, una oración sincera, que tenga que ver sólo contigo y con Dios. Este tipo de oración necesita de una justa intimidad, porque requiere de la lealtad y la fidelidad, de la constancia y la cercanía.

Otra propuesta de Jesús es el ayuno. No por razones terapéuticas, sino como una manera de sentir en tu piel las necesidades del pobre: hambre, desnudez, vulnerabilidad, desconsuelo… Sentir en tu piel las necesidades del pobre nos ayuda a comprender su situación, y a medir nuestras fuerzas y recursos para el compartir.

Y la limosna, entendida como el servicio solidario que prestamos desde la caridad, compartiendo con los más necesitados nuestros recursos, practicando así las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, consolar al triste…

En este tiempo hemos de dirigir la mirada en nuestras posibilidades de fe y compromiso por Dios, que nos alienta al servicio de la caridad. Por eso, nuestra presencia, y nuestra manera de nombrar a Dios será desde la solidaridad, y la alegría del compartir. Esta ha de ser nuestra oración.

Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 43-48

La terminación del pasaje del evangelio de hoy nos hace comprender nuestra debilidad y al mismo tiempo el mandato vocacional que hemos recibido: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” Esta exigencia de Jesús está enmarcada en el sermón de la montaña que venimos escuchando.  En los versículos del capítulo quinto del evangelio de San Mateo, proclamado el jueves de la semana pasada, encontramos la razón de ser: “Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.” El referente de la perfección no es la ley, sino el mismo Dios. Eso ya se había indicado a los hijos de Israel: “Vosotros sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo.” Fijando su mirada en la letra de la ley se olvidan del Legislador. Se remitían a la ley olvidándose del Dador de la ley.

Este pasaje del libro primero de los Reyes pone de manifiesto el olvido Dios en el día a día, dejándolo al margen de los proyectos y propósitos que tenemos. Cuando esto ocurre la injusticia se hace presente y se usa el poder, recibido para llevar a cabo una encomienda, en este caso, el gobierno del pueblo de Dios (Ajab es rey de Israel), para servirse de él para conseguir sus fines.  Y así aparece el atropello del débil que apelando a sus derechos no cede a las peticiones reales. Mal aconsejado, en lugar de apegarse a los preceptos de Dios, presta oídos a los consejos afines con sus deseos. La consecuencia, cerrar los ojos a la justicia y dejar que por medios infames le consigan lo que desea. Parece que todo vale.

La voz del profeta Elías sale a su encuentro y denuncia en nombre del Señor el atropello. La advertencia es acogida: se rasga las vestiduras, viste sayal y ayuna en señal de penitencia.  Pero eso es algo puntual, no significa cambio de rumbo. De hecho el texto dice: “Y es que no hubo otro que se vendiera como Ajab para hacer lo que el Señor reprueba, empujado por su mujer Jezabel.”

La ley sin la referencia permanente al Legilador se torna un arma de dos filos. Al olvidarse de Dios, su salvador, la norma pierde vigencia y no afecta a la vida, porque incluso cumpliéndola, la letra mata por desconocer el espíritu de la misma.

No he venido a abolir sino a dar plenitud

No llega Jesús a derribar lo que está en pie, sino a levantar las tiendas caídas de Israel. Ha venido a llevar a la humanidad a la plenitud de su existencia. De ahí la exigencia de una mayor perfección. Marca la diferencia al colocar nuevamente en su lugar a Dios. En el centro de la vida, lugar del que ha sido retirado para situarse el hombre. Cuando esto ocurre aparecen las mayores contradicciones.

Por eso Jesús, en el sermón de la montaña lleva a su máxima expresión los mandatos de la ley. “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo…” Esto parece que tiene carta de ciudadanía. Nos limitamos a atender a los que son de los nuestros. Favorecer a los que piensan y sienten como nosotros y a veces da la impresión que esto es compatible con el Evangelio. Nos puede ocurrir lo que a los letrados y fariseos: desconocen la misericordia y se centran en los que son sus disposiciones y tradiciones. Hay que amar a los que nos persiguen y calumnian. Hay que amar a todos.

Se trata de seguir el ejemplo que nos da Dios que en Jesucristo se ha revelado como la norma de vida para todo ser humano. No puede ser de otra manera. Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo. Mirándose en Él, la letra ya no está muerta ni mata, porque habiéndonos centrado en Él, su vida es nuestra vida. Así debía haber sido para la totalidad de Israel, pero apartándose se descarrió. El resto fiel, firmemente apegado a Dios reconoce la plenitud de la ley en el amor a todos. Estos son los que acogen, se alegran ante la llegada del Reino y afirman con Jesús que sólo amando como somos amados todo cobra un sentido nuevo.

Hoy tenemos un reto: mostrar que la perfección consiste en amar a todos como Dios los ama. No hay distingos posibles en la determinación de amar. No amo desde mis planteamientos, sino que el deseo de amar se asienta en el mismo amor de Dios. Él va abriendo camino. El que es perfecto es el único modelo válido. No valen otros modelos.

¿Sintonizo desde la sintonía con Dios con cada ser humano sin dejar de lado a nadie?

¿Busco la perfección amando como Dios ama?

Lunes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 38-42

En la primera lectura se nos narra la historia de Nabot, de Yezrael. Desde que el mundo es mundo, el abuso de poder y los caprichos de los poderosos se pagan con la sangre y el sacrificio de los inocentes. Por otra parte, en nuestra mentalidad tal vez no se concibe que pierdas la vida por una propiedad a la que incluso te ofrecen intercambiarla sacándole buenos beneficios. Pero para un israelita la heredad de sus padres suponía la pertenencia a un clan, un derecho de ciudadanía y en muchos casos, el lugar donde reposaban los restos de los antepasados.

Nabot se niega a acceder a los deseos del rey para defender sus derechos, como lo han hecho y lo hacen tantos hermanos nuestros. Y lo más sarcástico de esta injusticia y de este pecado que se nos narra es que se hace en nombre de Dios y de su ley, proclamando un ayuno colectivo para “aplacar la ira de Dios”. Esto es algo que, por desgracia, se ha repetido y se repite también muchas veces a lo largo de la historia. 

Pero como nos dice el salmista, nuestro Dios no ama la maldad, ni el malvado es su huésped, ni el arrogante se mantiene en su presencia. Detesta a los malhechores, destruye a los mentirosos y aborrece a los sanguinarios y traicioneros. El pecado tiene sus consecuencias y siempre pasa factura.

Dios siempre nos escucha, atiende a nuestros gemidos y nos defiende del peligro. Él es nuestro verdadero Rey, que protege y defiende nuestros derechos. Él es nuestro verdadero y único Dios, que conoce nuestro corazón y nos libera del poder del pecado y de la muerte.

En el evangelio vemos a Jesús como nuestro gran Maestro, que no sólo no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino que le da plenitud, la plenitud del Amor.

En este caso se trata de la ley del Talión. Una ley “justa” para evitar los excesos de venganza. Jesús nos introduce en el corazón del Padre, pues de allí salimos, y nos muestra una vez más, que la medida del amor es el amor sin medida (San Agustín). No sólo no quiere que no nos excedamos en la venganza sino que no anide en nuestro corazón ningún sentimiento malo.

Es fuerte poner la otra mejilla al que te abofetea, es más, nos parece inaudito y en la mayoría de los casos, cuando nos vemos en esas situaciones, nos vence la tentación de defendernos ante la ofensa. Pero Jesús no nos pide algo por lo que Él no haya pasado, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas; ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos.

Dios es amor; amor hasta el extremo. Él nos enseñó el Mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas. No basta sólo cumplir, no basta sólo resistir al mal, hay que vencer al mal a fuerza de bien.

Señor, que tu Espíritu de Amor venga en ayuda de nuestra debilidad para vencer las tentaciones del odio y del egoísmo. Que tu Espíritu de Amor nos haga vivir la caridad que es paciente, amable, que no lleva cuentas del mal, que aguanta sin límites y todo lo soporta. Derrama sobre nosotros tu Espíritu de Amor para que el testimonio de nuestra vida haga creíble el Evangelio.

San Bernabé, Apóstol

Mt 5, 20-26

Hoy celebramos la fiesta de San Bernabé, hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe. Así nos lo presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Bernabé no hizo parte del grupo inicial de los seguidores de Jesús, los Doce, pero se destacó por su fe y su dinamismo evangelizador, al punto que se nos dice que por su predicación “una considerable multitud se unió al Señor”

La primera lectura de hoy nos presenta el dinamismo de la Iglesia naciente. Y en ella la presencia y dinámica de fe de Bernabé, cuya presentación es breve y, al mismo tiempo, incisiva en elementos que nos revelan quien fue este hombre: enviado por la Iglesia de Jerusalén (judíos seguidores de Jesús) a Antioquia (ciudad constituida por una gran variedad de pueblos, aunque predominantemente era una ciudad griega); participa del discernimiento: ¿A quién se debe anunciar el Evangelio? ¿Sólo a los hijos de Israel?  ¿A todos?

Pero no se limita a esto, sino que sabiendo que Saulo está en Tarso (quien había perseguido a los cristianos anteriormente), lo fue a buscar y, encontrándolo, lo lleva para Antioquia, lugar donde ambos viven como miembros de la Iglesia y continúan anunciando el Evangelio. Y será esta Iglesia de Antioquia quien percibe que el Señor llama a todos ellos – a la comunidad, a Bernabé y a Saulo – a salir de su lugar de seguridad y conforto para anunciar el Evangelio a todos. Se inicia así la gran Evangelización a todos los pueblos…

Jesús tiene una actitud de ruptura y continuidad ante la Ley de Moisés. Rompe con la interpretación al pie de la letra y reafirma el objetivo último de la Ley: el Amor es la mayor expresión de la justicia. De esta forma, Jesús nos invita a ir más allá de una cuestión ética. Lo importante no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir y comprometerse con las exigencias del amor en la vida cotidiana de las personas. Está llegando el reino de Dios… ¡y todo cambia!

De diversas maneras Jesús nos insiste en que, cuando experimentamos el amor del Padre, no podemos vivir encerrados en nosotros mismos. El amor va más allá de las fórmulas y recetas… nos exige creatividad, imaginación, valentía… Sí, valentía para superar los moldes de una justicia humana que sólo busca sentirse recompensada. Valentía para “dejar mi ofrenda y volver para reconciliarte con mi hermano”. Una creatividad que me lleva a dialogar y buscar otras posibilidades mientras voy de camino con quien me lleva al tribunal… Toda ofensa exige reparación, acercarme, buscar la relación, sanar heridas.

El evangelio de hoy resalta que hacer el bien a las personas, respetarlas, hace parte de la propia dinámica del reino de Dios. La acogida y ofrecer nuevas oportunidades es propio del corazón de Dios y de todas las personas que, experimentando el amor del Padre, lo acogen y se suman a su proyecto.

Las dificultades, los conflictos, los intereses particulares o de grupitos, la sed de una justicia reivindicativa de egos y reconocimientos… hacen parte de la vida. Jesús, el Maestro, nos enseña a vivir desde la libertad que brota del Amor a Dios. Así lo experimentó Bernabé, quien, yendo más allá de “las etiquetas”, fue a buscar al “perseguidor de cristianos” para vivir y anunciar el Evangelio. 

Viernes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 27-32

Acabamos de escuchar en el Evangelio de hoy estas palabras de Cristo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior” y “el que se divorcie de su mujer, la induce al adulterio”. Esto nos debería llevar a rezar por las mujeres descartadas, por las mujeres usadas, por las chicas que deben vender su dignidad para conseguir un puesto de trabajo.

La mujer es lo que les falta a todos los hombres para llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Jesús pronuncia palabras fuertes, radicales, que cambian la historia, porque hasta aquel momento la mujer era de segunda clase, por decirlo con un eufemismo, ¡era esclava!, no gozaba ni siquiera de plena libertad. Y la doctrina de Jesús sobre la mujer cambia la historia: una cosa es la mujer antes de Cristo, y otra la mujer después de Cristo. Jesús dignifica la mujer y la pone al mismo nivel que el hombre, porque retoma las primeras palabras del Creador: los dos son imagen y semejanza de Dios, los dos; no primero el hombre y luego, un poco más abajo la mujer. ¡No, los dos! El hombre sin la mujer al lado –ya sea como madre, como hermana, como esposa, como compañera de trabajo, como amiga–, ¡ese hombre solo no es imagen de Dios!

En los programas de televisión, en las revistas y periódicos se muestra a las mujeres como objeto de deseo, de consumo, como en un supermercado. La mujer, quizá por vender “cierto tipo de tomates”, se convierte en un objeto, humillada, sin vestir, tirando por tierra la enseñanza de Jesús, que la dignificó. Y no hay que ir muy lejos: sucede aquí donde vivimos: en las oficinas, en las empresas, las mujeres son objeto de esa filosofía de usar y tirar, como material de descarte… ¡Parece que no sean ni personas! Eso es un pecado contra Dios Creador –rechazar a la mujer–, porque sin ella los varones no podemos ser imagen y semejanza de Dios. Hay un ataque contra la mujer, un ataque furibundo, aunque no se diga… ¿Cuántas veces las chicas, para obtener un puesto de trabajo, deben venderse como objeto de usar y tirar? ¿Cuántas veces?

¿Qué veríamos si diésemos una vuelta de noche por ciertos sitios de la ciudad, donde tantas mujeres, inmigrantes y no inmigrantes, son explotadas como en un mercado? A esas mujeres, los hombres no se les acercan para decirles “¡Buenas noches!”, sino “¿Cuánto cuestas?”. Y a quien se lava la conciencia llamándolas prostitutas, les digo: “Tú la has hecho prostituta”, como dice Jesús: “Quien la repudia la expone al adulterio”, porque si no tratas bien a la mujer, acaba así: explotada, esclava, tantas veces.

Será bueno, pues, mirar a esas mujeres y pensar que, ante nuestra libertad, ellas son esclavas de ese pensamiento del descarte. Todo esto pasa aquí, y en cualquier ciudad: las mujeres anónimas, esas mujeres –podemos decir– “sin mirada”, porque la vergüenza les tapa la mirada; mujeres que no saben reír y muchas no conocen la alegría de criar y oírse llamar “mamá”. También en la vida ordinaria, sin ir a esos sitios, ese pésimo pensamiento de rechazar a la mujer, la convierte en objeto de segunda clase. Deberíamos pensarlo mejor. Porque, cayendo en ese pensamiento, despreciamos la imagen de Dios, que hizo juntos al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. 

Que este pasaje del Evangelio nos ayude a pensar en el mercado de mujeres, mercado, sí, la trata, la explotación que se ve; y también en el que no se ve, el que se hace y no se ve. ¡Se pisotea a la mujer por ser mujer! Pero Jesús tuvo una madre, y tuvo tantas amigas que le seguían para ayudarle en su ministerio y apoyarle. Y encontró a muchas mujeres despreciadas, marginadas, descartadas, a las que levantó con tanta ternura, devolviéndoles su dignidad.

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Jn 17, 1-2. 9. 14-26

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer a Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él, ofrecer nuestro sacrificio, santificar, unir y alabar.

Miércoles de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 17-19

En no pocas ocasiones, relacionamos lo que dice la Ley de Moisés y las palabras o actuaciones de Jesús, como objetos contrarios de comparación. Jesús nos indica, en el evangelio de Mateo, que estamos en un error. La Ley y las palabras de Jesús son elementos que se integran en una dinámica de maduración y cumplimiento. Las palabras de Jesús dan sentido de madurez a quien siga la Ley y los profetas.

Por eso, Jesús nos dice que su acción salvadora no es abolir la Ley, sino darle sentido de plenitud. En Jesús se da el cumplimiento de esta Ley, y en su vida se cumple los que los profetas anunciaron de Él. Jesucristo es la palabra definitiva de Dios.

No podemos olvidar los criterios de vida que tienen procedencia divina. Ellos son la garantía de nuestra justicia, del valor que le damos a la vida, al amor, y a los derechos de los hombres.

Dar plenitud es abogar íntegramente por las cosas de Dios. Lleva implícito el sentido de totalidad. Jesús no quiere abolir la ley, lo que quiere es que no se esclavice con ella. No quiere que se pierda el sentido de bondad que radica en ella. Ni quiere que desaparezca de ella la pregnancia divina que contiene desde su origen. Jesús toma en serio las enseñanzas de este cuerpo normativo, porque su procedencia viene de Dios, y tienen un sentido de eternidad.

Los mandamientos valoran la vida, y la vida contiene ese sentido de eternidad al que Dios nos llama. Por eso no está sujeta a modas y a cambios epidérmicos que maquillen su realidad con ideologías que transijan una muerte a la carta. Tampoco Jesús transige con las relaciones injustas que sugieran la discriminación de un enfermo, una viuda, o un pobre. La palabra de Jesús conduce al acompañamiento del desvalido, en cualquier situación en la que se encuentre de desamparo.

De esta Ley resaltó fundamentalmente dos preceptos: El amor a Dios, y el amor al prójimo. Ambos son el fundamento principal de cualquier mandamiento. Es lo que contiene la vida de Dios y la vida de los hombres. Es irrenunciable para Jesús, a la hora de enseñar tales preceptos. Ambos preceptos son el equilibrio de su mensaje mesiánico, para ponerse en la piel del que necesita una palabra de aliento.