Ez 47, 1-9. 12
Para entender mejor la fuerza de las imágenes de la profecía pensemos en el marco geográfico en que fue escrita. Una ciudad siempre muy escasa de agua, una tierra desértica, un lago cerrado, salado, sin vida.
El profeta había mirado la grandiosidad de una Jerusalén futura, de dimensiones y grandiosidad impresionantes; ahora nos habla de la fuente que brota del templo: el agua es cada vez más abundante y va por el valle inferior del Jordán, hasta el mar Muerto, que será transformado; la vegetación a orillas de la corriente de vida es prodigiosa: verdor, lozanía, árboles de todas clases, maravillosa y perennemente fructíferos, y hasta medicinales.
Juan, usará las mismas imágenes para hablarnos de la Jerusalén del cielo: «Luego me mostró el río de agua de vida, brillante como el cristal que brotaba del trono de Dios y del Cordero… “(Ap 22, 1.2).
Es la imagen esperanzadora de la vida en Dios.
Jn 5, 1-3. 5-16
El milagro que hoy escuchamos es un signo que nos comunica muchas cosas.
Ante la pobreza del paralítico: «Señor no tengo a nadie…», la misericordia presurosa de Cristo que se acerca a él; ante la impotencia del enfermo, la fuerza dinamizadora del Señor. «Levántate… anda».
El nombre de la piscina, Betesdá, significa «Casa de la misericordia».
Donde sólo había misericordia salvífica, para los judíos no hay sino ruptura de la Ley: Jesús curando y el antiguo paralítico cargando la camilla.
¿Nuestra mano se parece a la de Cristo?, ¿es para levantar, sostener, consolar?, o ¿se parece a la de los judíos del evangelio de hoy, mano para señalar pecado, para acusar, para castigar?
Nuestra reunión eucarística tiene que ser una auténtica Betesdá: Casa de la misericordia; la misericordia infinita de Dios que se encuentra con nuestra miseria; nuestra misericordia, eco de la de Dios ante las miserias del prójimo.