San Juan

Juan el Bautista tiene un lugar especial dentro de la liturgia de la Iglesia.  Juan el Bautista es el único santo de quien celebramos su nacimiento.  Normalmente de los demás santos recordamos el día de su muerte o nacimiento para el cielo.

San Juan Bautista es el precursor del Señor y es el mayor de los nacidos de mujer.  Juan es el hombre del desierto, el buscador de los planes de Dios, el que grita la conversión y la urgencia de un cambio de vida porque se acerca el Salvador de los hombres.

Juan Bautista se presenta como el elegido por Dios para mostrar a los hombres a Cristo, que es el que quita el pecado del mundo.  Juan el Bautista pone a Dios en el centro de su vida, y para no crear confusión o crear falsas esperanzas en sus seguidores, afirma con firmeza desde el primer momento de su predicación que él no es el importante, sino un simple instrumento en las manos de Dios.  Por eso Juan el Bautista dirá que él no se considera digno ni de desatar la correa de sus sandalias.

El Evangelio de hoy nos decía que la gente se preguntaba: “¿Qué va a ser de este niño?”  El mismo Juan el Bautista da respuesta a esta pregunta: “Yo no soy quien pensáis vosotros” En más de una ocasión hemos oído esta misma respuesta, en algunas personas, pero dicha en sentido contrario, cargada de prepotencia como diciendo: ¿no sabéis quién soy yo?  ¿No sabéis con quien estáis hablando?

San Juan pronuncia esta frase aclarando que él no es importante.  Él sólo es un precursor.  Uno que prepara el camino para otro.  Uno que llega antes que el otro.

Cada quien tiene una misión en la vida y nadie es más importante que otro.  Los papás lo son no para ellos mismos, sino para vuestros hijos; los maestros, no son maestros para ellos sino para los alumnos; los sacerdotes, no lo somos para nosotros mismos, sino para los feligreses; los políticos, los alcaldes, los diputados, no son elegidos para ellos, sino para el bien del pueblo.  Cuando queremos pasar en nuestra vida de precursores a protagonistas nuestra misión suele convertirse en fracaso, porque hemos equivocado nuestra misión.

La figura de Juan Bautista es, según como se mire, contradictoria.  Por una parte, es grande y extraordinaria, pero al mismo tiempo, se presenta humilde y totalmente subordinado a Jesús.

Al igual que Juan el Bautista, cada uno de nosotros, ha sido llamado por Dios, y hemos de tomar conciencia de la grandeza de nuestra vocación.  Cada uno de nosotros también ha sido amado, llamado y elegido desde el seno materno para vivir como hijo de Dios y para proclamar las maravillas de Dios a favor de la humanidad hasta los últimos confines de la tierra.

Como seguidores de Jesús, tenemos que tomar conciencia de que hemos sido llamados por Dios y así no cesaremos nunca de dar gracias a Dios por el don de ser sus hijos, ni caeremos en el orgullo de pensar que el fruto de nuestro apostolado, o el fruto de lo que hacemos depende de nuestras obras, sino que depende de Dios.  Al sabernos llamados por Dios, no dejaremos que el desánimo se apodere de nosotros cuando lo que estemos haciendo no dé el fruto que esperábamos o el resultado previsto.  Lo importante es vivir en Dios, permanecer en su amor y dejar que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón y nuestra mente según los criterios del Señor.

El hombre de hoy vive falto de sentido en su vida, vive adormecido por la cultura del consumo y del bienestar material.  Hay tantos seres humanos insatisfechos porque necesitan a Dios y no lo encuentran donde lo buscan.  Hay tanto que aún no han tomado conciencia de que son hijos de Dios.  Por ello, los que tenemos la suerte y la dicha de conocer al Señor, tenemos el compromiso de ofrecer a todo hombre el amor de Dios y la luz que hemos recibido de Dios para que sea conocido en todas partes.

Pero esta misión no podremos hacerla si no somos testigos auténticos, como lo fue Juan el Bautista.  Lo que decimos con la palabra, lo tenemos que hacer vida.  No podemos pedir a los demás que se amen, si nosotros no nos amamos; no podemos invitar a otros a que sirvan, si nosotros no servimos al prójimo y a nuestra Iglesia; no podemos pedir a otros que escuchen al Señor, si nosotros no escuchamos la voz del Señor, o estamos siempre tan ocupados en tantas cosas que no encontramos tiempo para meditar la Palabra de Dios.

Pidamos que la celebración de la memoria de san Juan Bautista nos ayude a seguir, algo más, su ejemplo y aprendamos a ser humildes y cumplidores fieles de nuestra misión en el mundo.

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6; 12-14

¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta vuelve varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque saben, Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá podrá decir: «pero, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas en la vida…» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta de que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Pero yo os pregunto: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio

Lunes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 1-5

Con este ejemplo, Jesús nos enseña cómo se ha de hacer y en que consiste la «corrección fraterna».

La primera cosa que debemos entender es que nosotros estamos llenos de defectos, muchas veces más grandes que nuestros propios hermanos (tenemos una viga en el ojo).

Esto nos ha de hacer humildes y no juzgar a los demás por sus debilidades e imperfecciones (cualesquiera que estas sean) pensando que nosotros somos mejores.

Sin embargo, esto no quiere decir que no los podamos ayudar, o que primero debemos resolver nuestros propios problemas antes de poder empezar a ayudar a nuestros hermanos; significa, que la ayuda ha de ser hecha, primero, sabiendo que no podemos ver bien (es decir que nuestro juicio puede estar viciado por nuestro propio pecado) y segundo que la ayuda debe ser hecha con mucha caridad (pensemos en lo delicado que debemos de ser para ayudar a una persona a sacar una basurita del ojo… una de las partes más sensibles y delicadas de nuestro cuerpo).

Estos son los dos elementos que debemos de tener en cuenta cuando verdaderamente queremos ayudar a nuestros hermanos a ser mejores, a superar sus imperfecciones, sus faltas.

Para resolver nuestros problemas y superar nuestras debilidades necesitamos de la ayuda de los demás… sin embargo esta ha de ser dada con mucha caridad, prudencia, paciencia y delicadeza, pues en esto nos reconocerán verdaderamente como hermanos.

Sagrado Corazón de Jesús

Hoy es un día muy especial para experimentar el amor.  Hoy celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Por qué celebramos precisamente el corazón de Jesús y no otra parte de la persona de Jesús? Celebramos el corazón de Jesús porque en él vemos y contemplamos la expresión del amor inmenso que Dios nos tiene. 

Para un ser humano, el corazón es el lugar en donde están las fuerzas vitales.  Decirle a alguien: “Te amo con todo mi corazón”, es como decirle: “Te amo con lo esencial mío, te amo con todo mi ser”.  Decirle a alguien “corazón”, es decirle: “Eres algo esencial e importante para mí”.

Hablar del corazón de Cristo es una forma de decir que Dios es amor.  Es decir que lo esencial de Dios no es otra cosa que el amor. 

Dios es un papá que nos ama gratuitamente, que con mimos y caricias nos ayuda a dar los primeros pasos en el amor.  Dios nos lleva en brazos, cuida de nosotros y nos atrae hacia Él con los lazos del cariño, con cadenas de amor.  Dios es para nosotros como un padre que estrecha a sus hijos y se inclina hacia nosotros para darnos de comer.

A veces nos encontramos desilusionados, confundidos y nos sentimos solos, por ello tenemos que hacer una pausa en nuestra vida y experimentemos ese amor incondicional de Dios, sintamos y digamos: Dios me ama, me ama gratuitamente, me ama sin condiciones.

¿Somos capaces de sentir el amor de Dios? 

San Pablo busca la manera de sumergirnos en ese amor y nos dice que arraigados y cimentados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que quedemos colmados con la misma plenitud de Dios.

El amor de Dios nos circunda por todas partes.  Seamos capaces de descubrir ese amor.  Dejémonos acariciar por Dios.  Todo este amor se hace rostro amoroso, se hace caricia concreta, se hace ojos amables y mano que levanta, en Jesús.

Y san Juan nos presenta a Jesús amando hasta el extremo, dando la vida hasta el último suspiro, lo da todo por amor.

En su simbología nos hace recordar la lanza que hace brotar sangre y agua del corazón que tanto ha amado a los hombres.

Contemplemos a Jesús dando la vida por nosotros, amándonos a más no poder, haciéndonos sus amigos, compadeciéndose de nosotros.

Día del Sagrado Corazón de Jesús, día para experimentar ese extraordinario amor. Déjate amar por Jesús.

Jueves de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 7-15

Una de las grandes cosas que tenemos los cristianos es la oración.  En la eucaristía podemos acercarnos a Jesús como al amigo que nos puede escuchar, al que podemos contarle nuestras penas y nuestras alegrías; al que podemos decirle nuestras dudas y quedarnos con Jesús largos rato de diálogo es una experiencia necesaria fruto de la oración.

Cristo mismo nos lleva por este camino con su ejemplo y su enseñanza.  Hoy nuevamente, nos acercamos al padrenuestro como modelo de oración y debemos de rezar con mucha atención fijándonos en cada una de las palabras, descubriendo su sentido, descubriendo lo más importante para mí en este momento.  Quizás para alguno las palabras que más le lleguen sean las del abandono confiado que comporta decir: Padre; otro quizás le convenga insistir en la relación que implica decir “nuestro”, que nos lleva la reconocimiento del otro como hermano.

“Venga tu Reino” en estos días será una angustiosa súplica ante tanta violencia e intolerancia.

Son muchos aquellos, cuya principal preocupación y lo que quieren compartir con el Señor, es la necesidad imperiosa del alimento de este día.

Una de las riquezas que nos muestra el Padrenuestro es la capacidad de dar y recibir perdón.

¿Quién se siente más feliz el que da o el que recibe perdón?  Contrariamente a lo que se piensa la venganza nos trae más intranquilidad y dolor que la satisfacción que pudiera producir.

San Mateo al concluir la oración del Padrenuestro, resalta este aspecto del perdón que tanto necesitamos.  No podemos vivir en un mundo de violencia.  Pero no podremos encontrar la armonía si no somos capaces de dar y recibir perdón.  En nuestra oración de cada día, pidamos al Señor que nos conceda ese gran regalo de sabernos perdonados a pesar de nuestras grandes ofensas, que nos sintamos en armonía con Dios, pero también pidamos la gracias de saber perdonar y que pueda estar en paz nuestro corazón.

Digamos hoy de corazón: Padrenuestro.

Miércoles de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Mientras más nos fijemos en las exterioridades, más lejos estaremos del reconocimiento de la verdadera dignidad de la persona.

Para tener un verdadero encuentro se requiere “mirar el corazón”. Pero ¿cómo mirar el corazón si lo disfrazamos y escondemos detrás de todas las que cosas que llevamos encima?

La relación con las personas para alcanzar un verdadero amor o una verdadera amistad, está basada en esa posibilidad de descubrirnos tal como somos. Quizás por eso cada día parece más difícil encontrar estas verdaderas relaciones.

Hemos entrado en una etapa en que se ha abusado de la apariencia, de la relación convenenciera, de la utilización de las personas, de la misma manera y modo que hacemos con las cosas: la época del desechable.

En cuanto me sirve, lo uso; en cuando deja de servirme, lo tiro a la basura. Y más triste es esta actitud cuando queremos asumirla con Dios, como si lo quisiéramos instrumentalizar, utilizar para nuestros propios objetivos.

La acusación de Jesús a “los hipócritas” va más allá de un simple abuso de los ritos, de la oración y del ayuno. Va dirigida a la realidad que se guarda en el corazón. Si el corazón está vacío o se ha llenado de ambición, placer, fama y apariencia, es muy difícil establecer una relación con Dios, y las relaciones con los hombres también quedan marcadas por la falsedad.

Es triste que la oración en lugar de ser encuentro y diálogo con Dios, se convierta en exhibición; que el ayuno en lugar de ser purificación, se convierta en ostentación; y que la limosna, en vez de buscar el acercamiento con el necesitado y oportunidad para engrandecer el corazón, se utilice para  endurecerlo y buscar otro tipo de ganancias.

La misma acusación que hacía Jesús, nos queda a la medida en nuestros días, quizás no en las mismas acciones, pero sí en las mismas actitudes. ¿Qué estamos haciendo para tener un corazón libre y sincero? 

Martes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 43-48

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos». El perdón, la oración, el amor a nuestros enemigos es lo que nos pide el Evangelio de hoy, y hay que admitir lo difícil que es seguir el modelo de nuestro Padre celestial, que tiene un amor universal. Por eso, el desafío del cristiano es pedir al Señor la gracia de saber bendecir a nuestros enemigos y esforzarnos por amarlos.

Sabemos que debemos perdonar a los enemigos, porque lo decimos todos los días en el Padrenuestro: pedimos perdón como nosotros perdonamos; es una condición, aunque nada fácil. Igual que rezar por los demás, por los que nos causan dificultades, por los que nos ponen a prueba: también eso es difícil, pero lo hacemos. O al menos, a veces lo logramos. Pero, ¿rezar por los que me quieren destruir, por mis enemigos, para que Dios los bendiga? ¡Eso es verdaderamente difícil de entender!

Pensemos en el siglo pasado, en los pobres cristianos rusos que, por el solo hecho de ser cristianos, los mandaban a Siberia a morir de frío. ¿Y tenían que rezar por el gobernante tirano que los enviaba allí? ¿Cómo es posible? ¡Pues muchos lo hicieron: rezaron! O pensemos en Auschwitz y en otros campos de concentración: ¿tenían que rezar por ese dictador que quería una raza pura y asesinaba sin escrúpulos, y además rezar para que Dios le bendijese? ¡Y muchos lo hicieron!

Es la difícil lógica de Jesús que, en el Evangelio, se resume en la oración y en la justificación de aquellos que lo mataban en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Jesús pide perdón por ellos, como también hace San Esteban en el momento del martirio. Cuánta distancia, infinita distancia entre nosotros, que tantas veces no perdonamos ni las cosas pequeñas, y esto que nos pide el Señor y de lo que nos dio ejemplo: perdonar a los que intentan destruirnos.

En las familias es tan difícil, a veces, perdonarse los esposos después de cualquier discusión, o perdonar a la suegra también: no es fácil. El hijo, ¿pedir perdón al padre? ¡Es difícil! Pero, ¿perdonar a los que te están matando, a los que te quieren eliminar? Y no solo perdonar: rezar por ellos, ¡para que Dios los proteja! Más aún: amarlos. Solo la palabra de Jesús puede explicar esto. Yo no consigo ir más allá.

Así pues, es una gracia que debemos pedir, la de entender algo de este misterio cristiano y ser perfectos come el Padre, que da todos sus bienes a buenos y malos. Nos vendrá bien pensar en nuestros enemigos, creo que todos los tenemos. Nos hará bien, hoy, pensar en un enemigo –creo que todos tenemos alguno–, uno que nos haya hecho mal o que nos quiere hacer daño o que intenta hacernos mal: en ese.

La oración mafiosa es: “Me la pagarás”. La oración cristiana es: “Señor, dale tu bendición y enséñame a amarlo”. Pensemos en uno: todos los tenemos. Pensemos en él. Recemos por él. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de amarlo.

Lunes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 38-42

Debido a nuestra naturaleza herida por el pecado siempre ha existido en el hombre lo que se llama «el espiral de la violencia», es decir, cada acción violenta genera a su vez otra de mayor magnitud y que es a lo que nosotros llamamos «venganza».

Jesús en este pequeño pasaje nos da la fórmula para romper este espiral y es el del amor y el perdón: Si alguien te golpea en una mejilla, no hagas nada, no te defiendas; si alguien te quita algo, no vayas a quitárselo por la fuerza; si alguien te obliga a hacer algo, hazlo con gusto; después deja que Dios tome en sus manos la situación.

Ciertamente no es fácil hacer vida este pasaje, como no lo son todos aquellos en los que tenemos que dejar en las manos de Dios nuestra vida para que Él y solo Él la lleve adelante. Por ello esto será solo posible para aquellos que se dejan «poseer» totalmente por la acción del Espíritu Santo.

Solo cuando el hombre es impulsado por la acción de la gracia es posible romper el círculo de la violencia, de ahí la importancia de nuestra oración diaria y de la vida sacramental. Dios te ha llamado, por tu bautismo, a ser artífice de la paz, respóndele con generosidad y con amor.

Viernes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 27-32

Acabamos de escuchar en el Evangelio de hoy estas palabras de Cristo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior” y “el que se divorcie de su mujer, la induce al adulterio”. Esto nos debería llevar a rezar por las mujeres descartadas, por las mujeres usadas, por las chicas que deben vender su dignidad para conseguir un puesto de trabajo.


La mujer es lo que les falta a todos los hombres para llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Jesús pronuncia palabras fuertes, radicales, que cambian la historia, porque hasta aquel momento la mujer era de segunda clase, por decirlo con un eufemismo, ¡era esclava!, no gozaba ni siquiera de plena libertad. Y la doctrina de Jesús sobre la mujer cambia la historia: una cosa es la mujer antes de Cristo, y otra la mujer después de Cristo. Jesús dignifica la mujer y la pone al mismo nivel que el hombre, porque retoma las primeras palabras del Creador: los dos son imagen y semejanza de Dios, los dos; no primero el hombre y luego, un poco más abajo la mujer. ¡No, los dos! El hombre sin la mujer al lado –ya sea como madre, como hermana, como esposa, como compañera de trabajo, como amiga–, ¡ese hombre solo no es imagen de Dios!


En los programas de televisión, en las revistas y periódicos se muestra a las mujeres como objeto de deseo, de consumo, como en un supermercado. La mujer, quizá por vender “cierto tipo de tomates”, se convierte en un objeto, humillada, sin vestir, tirando por tierra la enseñanza de Jesús, que la dignificó. Y no hay que ir muy lejos: sucede aquí donde vivimos: en las oficinas, en las empresas, las mujeres son objeto de esa filosofía de usar y tirar, como material de descarte… ¡Parece que no sean ni personas! Eso es un pecado contra Dios Creador –rechazar a la mujer–, porque sin ella los varones no podemos ser imagen y semejanza de Dios. Hay un ataque contra la mujer, un ataque furibundo, aunque no se diga… ¿Cuántas veces las chicas, para obtener un puesto de trabajo, deben venderse como objeto de usar y tirar? ¿Cuántas veces?

¿Qué veríamos si diésemos una vuelta de noche por ciertos sitios de la ciudad, donde tantas mujeres, inmigrantes y no inmigrantes, son explotadas como en un mercado? A esas mujeres, los hombres no se les acercan para decirles “¡Buenas noches!”, sino “¿Cuánto cuestas?”. Y a quien se lava la conciencia llamándolas prostitutas, les digo: “Tú la has hecho prostituta”, como dice Jesús: “Quien la repudia la expone al adulterio”, porque si no tratas bien a la mujer, acaba así: explotada, esclava, tantas veces.


Será bueno, pues, mirar a esas mujeres y pensar que, ante nuestra libertad, ellas son esclavas de ese pensamiento del descarte. Todo esto pasa aquí, y en cualquier ciudad: las mujeres anónimas, esas mujeres –podemos decir– “sin mirada”, porque la vergüenza les tapa la mirada; mujeres que no saben reír y muchas no conocen la alegría de criar y oírse llamar “mamá”. También en la vida ordinaria, sin ir a esos sitios, ese pésimo pensamiento de rechazar a la mujer, la convierte en objeto de segunda clase. Deberíamos pensarlo mejor. Porque, cayendo en ese pensamiento, despreciamos la imagen de Dios, que hizo juntos al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. 

Que este pasaje del Evangelio nos ayude a pensar en el mercado de mujeres, mercado, sí, la trata, la explotación que se ve; y también en el que no se ve, el que se hace y no se ve. ¡Se pisotea a la mujer por ser mujer! Pero Jesús tuvo una madre, y tuvo tantas amigas que le seguían para ayudarle en su ministerio y apoyarle. Y encontró a muchas mujeres despreciadas, marginadas, descartadas, a las que levantó con tanta ternura, devolviéndoles su dignidad.

San Bernabé

El mandado de Jesús es claro: «Id, predicad, haced discípulos». Pero, ¿qué significa de verdad evangelizar? Hoy, que la Iglesia celebra la fiesta del apóstol Bernabé, podríamos decir que la evangelización tiene como tres dimensiones fundamentales: el anuncio, el servicio y la gratuidad.

Partiendo de las lecturas de la misa de hoy queda claro que el Espíritu Santo es el auténtico protagonista del anuncio, y que no se trata de una simple prédica o de la trasmisión de unas ideas, sino que es un movimiento dinámico capaz de cambiar los corazones gracias a la labor del Espíritu. Hemos visto planes pastorales bien hechos, perfectos, pero que no eran instrumentos de evangelización, porque simplemente estaban enfocados en sí mismos, incapaces de cambiar los corazones. No es una actitud “empresarial” la que Jesús nos manda hacer, no. Es con el Espíritu Santo. Dice la primera lectura: «Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado». ¡Ese es el valor! La verdadera valentía de la evangelización no es una terquedad humana. No. Es el Espíritu quien te da el valor y te lleva adelante.

La segunda dimensión de la evangelización es la del servicio, ofrecido hasta en las cosas pequeñas. Nos dice el Evangelio: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios». Es equivocada la presunción de querer ser servidos después de haber hecho carrera, en la Iglesia o en la sociedad: “trepar” en la Iglesia es señal de que no se sabe qué es la evangelización: «el que manda debe ser como el que sirve», advierte el Señor en otro momento. Nosotros podemos anunciar cosas buenas, pero sin servicio no sería anuncio; lo parece, pero no lo es. Porque el Espíritu no solo te lleva adelante para proclamar las verdades del Señor y la vida del Señor, sino que te lleva también a los hermanos y hermanas para servirles. ¡El servicio! También en las cosas pequeñas. Es malo encontrar evangelizadores que se dejan servir y viven para dejarse servir. ¡Qué feo! ¡Se creen los príncipes de la evangelización!

Finalmente, la gratuidad, porque nadie puede redimirse gracias a sus propios méritos. «Lo que habéis recibido gratis –nos recuerda el Señor–, dadlo gratis». Todos hemos sido salvados gratuitamente por Jesucristo y, por tanto, debemos dar gratuitamente.
Así pues, los agentes pastorales de la evangelización deben aprender esto: su vida debe ser gratuita, para el servicio, para el anuncio, y llevados por el Espíritu. Su propia pobreza les empuja a abrirse al Espíritu.