Viernes de la XXVI Semana Ordinaria

Lucas 10, 13-16.

Corazaín y Betsaida, dos ciudades en las que Jesús realizó muchos milagros. Sin embargo, no fueron capaces de convertirse a su Palabra de amor.

Hay corazones arrogantes que mantienen su dureza para no aceptar la liberación de Dios.

Hay personas que reciben mucho y son poco agradecidas con la gente, con Dios, con sus hermanos. Mantienen la exigencia de recibir como si fueran dioses y sus necesidades fueran únicas, y se proclaman como necesidades principales para ser satisfechas con inmediatez.

La propuesta de Jesús es la escucha a los enviados de Dios, porque así escucharán a Jesucristo, y del mismo modo escucharan a Dios, que los ha enviado. Es una escucha que fundamentalmente se acoge y se transmite.

Se requiere un corazón dispuesto hacia Dios. Abierto a su palabra y a su amor. No podemos esperar la conversión de nuestros hermanos si no es el amor el que los anima a recorrer el camino hacia Dios.

Oremos para que no sea la terquedad y la ingratitud la que mueva nuestros corazones. Para que nuestra capacidad de escucha se acreciente cada día, y prepare un camino de conversión y liberación.

Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 10,1-12

Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que involucra a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros Setenta y Dos, y los envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. Esto es muy bonito.

Jesús no quiere obrar solo, ha venido a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por eso forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena a la misión, a ir.

Pero atención: la finalidad no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, y esto es urgente, también hoy es urgente, no hay tiempo que perder en charlas, no es necesario esperar el consenso de todos, es necesario ir y anunciar.

A todos se lleva la paz de Cristo, y si no la reciben, se va hacia adelante. A los enfermos se les lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal.

Cuántos misioneros hacen esto. Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. Qué bonito es esto. No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma. Sino vivir para ir a hacer el bien…

¿Quiénes son estos Setenta y Dos discípulos que Jesús envía? ¿Qué representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por tanto representan también a los Obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, a los presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los otros ministros en la Iglesia, en los catequistas, en los fieles laicos que se empeñan en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca.

Todos deben ser misioneros. Todos pueden sentir esa llamada de Jesús e ir hacia adelante a anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos Setenta y Dos volvieron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza de derrotar al maligno. Pero añade: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos».

No debemos vanagloriarnos como si fuéramos nosotros los protagonistas: protagonista es uno solo, es el Señor, protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Y nuestra alegría es sólo ésta: ser sus discípulos, ser sus amigos.

Miércoles de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9,57-62

La mediocridad en la vida del hombre encuentra su motor en las excusas. El tibio, el mediocre siempre encuentran una buena excusa para no tomar en serio su responsabilidad.

Seguir a Jesús exige de parte del cristiano una respuesta decidida, que no admite regreso.

 Excusas, ciertamente podríamos encontrar muchísimas, tanto o más validas que las que nos ha presentado el Evangelio. Sin embargo Jesús es claro: Las excusas serán solo excusas.

Esto aplicado a nuestra vida diaria se traduce en poca oración, poco interés en la Eucaristía del Domingo, falta de interés por la justicia y por nuestras obligaciones diarias… en una palabra, en ser un cristiano tibio.

¿No sería ya tiempo de dejar las excusas y ponernos a trabajar con seriedad en nuestra vida humana y cristiana?

Martes de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9, 51-56

Jesús había tomado la firme resolución de ir a Jerusalén y, para ello, no duda en transitar por el trayecto más corto, pero más complicado y no carente de riesgos, de cruzar por Samaría, región considerada por los judíos ortodoxos como impura ya que sus habitantes, también judíos aunque emparentados con gentiles, no admitían a Jerusalén y su Templo como el centro de la verdadera religión. Lucas no duda en recoger esta tradición que nos revela ciertamente que para Cristo, como aparece claramente en el episodio joánico de la Samaritana, Dios no tiene otro Templo que el corazón de los hombres.

El camino hacia Jerusalén es un itinerario necesario para la Salvación integral a la que todos estamos llamados, también los samaritanos. Es un camino de amor y sacrificio. También de rechazo e incomprensiones, incluso de sus propios discípulos.

Solo así podemos comprender el episodio del paso por Samaría, la prevención con la que los discípulos le acompañan, el rechazo de los samaritanos a darles hospedaje “porque iban a Jerusalén”, la propuesta de exterminarles con fuego que hacen los apóstoles y la reconvención enérgica de Jesús. No tiene sentido la violencia en el proyecto del Reino.

En nuestro itinerario cristiano de cada día hacia Jerusalén hemos de estar muy atentos de no caer en la tentación de evitar los “rodeos molestos” o utilizar la violencia activa o pasiva para salvaguardar. En ello nos va nuestra fidelidad a Cristo y su Evangelio.

“No es cierto que la violencia sea la «imperfección» de la caridad; es el pudridero de la caridad, la inversión, la falsificación y la violación de la caridad. Quizá algún violento haya comenzado a ejercer su violencia por motivos subjetivos de amor, pero de hecho, al hacer violencia se ha convertido en el mayor enemigo del amor. Ya que con la violencia se puede entrar en todas partes, menos en el corazón” 

Ángeles Custodios

Mt 18, 1-5. 10

En la memoria de los santos ángeles custodios el Evangelio nos propone la actitud de los niños para acoger este misterio. Esta celebración nos remite a la certeza del amor de Dios que nos guarda y nos protege en nuestro día a día, a través de estos espíritus custodios y otras tantas mediaciones que muchas veces nuestros ojos no llegan a captar.

Los discípulos preguntan: ¿Quién es el mayor? Y Jesús les presenta a un niño. Como en otras ocasiones, parece que el Maestro se va por la tangente. Pero en realidad les da una respuesta clara: lo pequeño, lo sencillo, lo inocente, aquello que pasa más desapercibido y es muchas veces lo más despreciado, eso es lo que esconde frecuentemente lo más importante. Solo la sencillez y pobreza de corazón pueden acoger la grandeza y riqueza del misterio inabarcable.

«Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». La conversión es un hacerse como niños. Es reconocer que somos incapaces, que dependemos de Dios para todo. Es la actitud de quien se sabe importante a los ojos de su Padre y lo espera y recibe todo de él.  Es un dejar de creer que la Salvación está en nuestras fuerzas o en nuestros méritos. El niño es el que sabe acoger, sabe recibir, sin prejuicios ni desconfianzas. El adulto es el que todo lo sopesa y calcula en sus posibilidades, el que se lo gana a pulso y se siente merecedor.

Sólo con un corazón de niño se puede acoger la Buena Noticia que Jesús nos trae. Sólo con un corazón inocente y confiado se puede creer que el Padre nos ama incondicionalmente y pone a nuestro alcance los medios, las personas y también los ángeles que necesitamos para no perdernos en el camino. El niño no calcula si es razonable o proporcionado aquello que le promete su Padre, tan sólo cree y confía. Cree que es amado por Él y confía que, sólo por eso, no hay nada que temer.

¿Cómo es mi actitud de acogida de la gracia, del Amor de Dios y de sus dones? ¿Los recibo y disfruto con la exigencia del adulto o los acojo y agradezco con el corazón de un niño? ¿En los momentos de temor, ante las dificultades, me creo que Dios Padre me protege y me cuida, incluso por medio de sus ángeles, o, por el contrario, me siento abandonado por Él?

Sábado de la XXV Semana Ordinaria

Lc. 9, 43-45.

A la admiración por lo que hacía, los milagros, Jesús contrapone sus palabras, que son también fuente de vida y de verdad, y lo que nos dice no está en contradicción con lo que hacía, el bien. Pero nosotros preferimos quedarnos con los milagros, y olvidarnos de Su Palabra de vida, que, no obstante, pasa por la cruz y el sufrimiento.

No, no entendemos este lenguaje. No entendemos que el que quiera ganar su vida la perderá. Que el que quiera ser el primero sea el último de todos y el servidor de todos. No entendemos su programa de vida que no es otro que las bienaventuranzas. En ellas, nuestro mundo, nuestro concepto de vida feliz, se pone al revés, pues son dichosos los pobres de espíritu, los que lloran, los pacíficos, los que saben perdonar, los limpios de corazón, los perseguidos y los que tienen hambre y sed de justicia.

También a nosotros este lenguaje nos resulta oscuro y nos da miedo preguntarle sobre el asunto. Preferimos pasarlo por alto y anestesiarnos con nuestros conceptos de felicidad, de grandeza y de poder.

Señor, abre nuestra mente y nuestro corazón para acoger y entender tu Palabra. Haznos dóciles para seguir fielmente tu camino. Fortalece nuestra voluntad para vencer todos los obstáculos y dificultades que nos impidan hacer tu voluntad. Ayúdanos a sumergirnos en nuestro “Reino interior” en el que Tú habitas, nos defiendes y nos libras del mal.

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Juan 1, 47-51

Se juntan en este día de fiesta los santos arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael. Los tres vienen a ser como los personajes más relevantes del acto creador de Dios. Entre estos arcángeles, Miguel es el que evita que el nacido de la mujer sea devorado por el dragón, como dice el Apocalipsis. Gabriel es quien anuncia el acontecimiento supremo de la historia, la encarnación en María del mismo Dios. Y Rafael, como dice el libro de Tobías, quien guía al hijo de Tobit hacia la felicidad del matrimonio, y consigue para él la medicina, que le devuelve la vista. Un arcángel que acompaña en el caminar de la vida a un ser humano y se preocupa de dar luz a los ojos ciegos: un “ángel de la guarda”.

Son los servidores de Dios por excelencia, en un servicio para bien de los seres humanos. La primera  lectura indica que alguien como un hombre, recibirá el poder, el honor y el reino. Un poder eterno. Que la Iglesia en su liturgia, interpreta como el anuncio de la presencia de Jesús , “que será el hijo del Altísimo”, como anuncia el arcángel Gabriel a María.. De este modo la fiesta de estos arcángeles sirve para proclamar la grandeza singular, la excelencia máxima de Jesús de Nazaret. Y también la fe católica entenderá a María como “reina de los ángeles”.

“Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”

El texto es la confinación de lo indicado antes, expresado por la misma boca de Jesús. Jesús promete a Natanael pasar de la fe a la visión. De la incertidumbre de la fe, a la certeza de la visión. Alcanzará la visión porque previamente tuvo fe. Una fe que se basa en un hecho, que diríamos banal, del conocimiento que Jesús tiene de Natanael, cuando está bajo un árbol. Cuando la mente y con ella el corazón están abiertos a reconocer la bondad, la verdad de alguien como Jesús, que se hace presente en su vida, se llegará a experimentar la relevancia de ese Jesús: los ángeles le sirven.

En las dos lecturas, pues, lo que se afirma es la centralidad de Jesús. Su preeminencia. Preeminencia en su condición humana. Es decir, en un grado más bajo en su naturaleza que los ángeles: “poco inferior a los ángeles”, dice el salmo 8 que es el hombre. Pero que asciende a estar por encima de ellos, por su fidelidad al proyecto del Padre sobre cómo llevar a cabo su misión como hombre.

Los ángeles son para nosotros los mensajeros que nos acercan a Jesús, que cuidan de nuestros pasos, para experimentar la presencia de Jesús en nuestra propio ser, en nuestra historia, en nuestra esperanza de realización suprema y feliz como seres humanos. Están puestos por Dios para servir a los seres humanos, a los que tienen la misma naturaleza del Hijo del hombre.

Celebrar la fiesta de estos arcángeles es ocasión para preguntarnos si nosotros como seres humanos nos valoramos, y valoramos a los demás, por tener la misma naturaleza, pisar la misma tierra, vivir en la misma sociedad, que quien es honrado, exaltado por los mismos ángeles, como dice el texto evangélico.

Jueves de la XXV Semana Ordinaria

Lucas 9, 7-9

Conocemos la historia de Jesús. Después de ser bautizado por Juan el Bautista, después de rodearse de un pequeño grupo de amigos, se dio a proclamar el evangelio del Reino de Dios, su buena noticia. El predicador Jesús, pronto empezó a tener fama. Sus oyentes se dieron cuenta de que no era como los otros predicadores, sus palabras sonaban de manera distinta, hacía curaciones, trataba con amor especial a los pobres, a los afligidos, prometía un camino que llevaba a la alegría en esta tierra y a una felicidad total después de nuestra muerte, porque también anunciaba su resurrección y la de todos nosotros… Su fama llegó al virrey Herodes: “A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? Y tenía ganas de verlo”.

Pero sabemos que quería verlo por mera curiosidad o por el temor a que este nuevo profeta le pudiese echar en cara la muerte de Juan. Nunca se le pasó por la cabeza y el corazón oírle y cambiar de vida, seguir el camino que proclamaba Jesús.

La pregunta para nosotros, que ya hemos visto a Jesús y le hemos metido en nuestra vida, es si queremos permanecer a su lado, en su amistad, porque ya hemos experimentado que su camino lleva a la vida y vida en abundancia.

Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Lc 9,1-6

Jesús envía a sus discípulos a predicar y curar. La proclamación del reino va íntimamente unida al remedio de las necesidades básicas de la gente. Un cierto nivel de bienestar parece indispensable para poder acoger la buena noticia que Jesús viene a difundir. A su vez, hablar del reino de los cielos proporciona un horizonte trascendente a quien se preocupa de las cosas de la tierra. El reino proclama la derrota del mal y la llegada de la salvación que trata de eliminar todas las esclavitudes.

Los Doce llevarán a cabo su misión en la mayor pobreza, poniendo en Dios su confianza absoluta. Tiene que quedar claro que la riqueza que aporta el Evangelio es únicamente don de Dios y, al mismo tiempo, que sus mensajeros sólo se apoyan en Él para hacer que llegue a todos esa buena noticia.

El gesto de sacudir el polvo de los pies al salir de algún pueblo es expresión de la ruptura con esa población que se ha negado a recibir el Evangelio. Es cierto que Dios no da la espalda a nadie, por muy refractario que alguien se haya mostrado a aceptar sus consignas. Pero también es indudable que sus designios han de ser aceptados libremente para que alcancen su eficacia concreta en la vida de las personas. Si esa libertad los rehúsa, el beneficio ofrecido no llega; si bien Dios sigue insistiendo de diversas maneras para que se acoja.

Varias preguntas surgen de este imperativo misionero: Nuestra predicación –nuestra preocupación evangelizadora- ¿va acompañada de un interés efectivo por atender las necesidades de nuestro prójimo? ¿Hablamos de Dios confiando en la fuerza de su palabra, o descuidamos esa palabra pretendiendo utilizar sólo la nuestra? ¿Nos desentendemos de aquellos que parecen ignorar o repudiar lo que decimos, o insistimos –respetuosamente- en proponer el mensaje que nos ha sido confiado?

Martes de la XXV Semana Ordinaria

Lc 8,19-21

Este pasaje, en algunas ocasiones se ha utilizado para desacreditar la figura de María Santísima, haciendo aparecer la respuesta de Jesús como un rechazo a su Santísima Madre. Nada más lejos de la realidad. Para Lucas, María es el modelo perfecto del discípulo.

Jesús aprovecha la llegada de su madre para hacer toda una catequesis sobre lo que para Él es verdaderamente importante: hacer la voluntad de Dios. Ciertamente María es grande a los ojos de Dios por ser la madre de Jesús, su Hijo único, pero es aún más grande porque ella: «escucha la palabra de Dios y la pone en práctica».

Estas son las dos condiciones para seguir a Jesús: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Esta es la vida cristiana.

Tal vez nosotros la hayamos hecho un poco difícil, con tantas explicaciones que nadie entiende, pero la vida cristiana es así: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

He aquí porqué Jesús contesta a quien le refería que sus parientes lo estaban buscando: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».

Y para escuchar la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús basta abrir la Biblia, el Evangelio.

Pero estas páginas no deben ser leídas, sino escuchadas. «Escuchar la Palabra de Dios es leer eso y decir: « ¿Pero qué me dice a mí esto, a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí, con esta palabra?»». Y nuestra vida cambia.

Cada vez que nosotros hacemos esto, abrimos el Evangelio, leemos un pasaje y nos preguntamos: «Con esto Dios me habla, ¿me dice algo a mí? Y si dice algo, ¿qué cosa me dice?» esto es escuchar la Palabra de Dios, escucharla con los oídos y escucharla con el corazón.

Los enemigos de Jesús escuchaban la Palabra de Jesús, pero estaban cerca de Él para tratar de encontrar una equivocación, para hacerlo patinar, y para que perdiera autoridad. Pero jamás se preguntaban: «¿Qué cosa me dice Dios a mí en esta Palabra?».

Y Dios no habla sólo a todos; sí, habla a todos, pero habla a cada uno de nosotros. El Evangelio ha sido escrito para cada uno de nosotros.

Ciertamente, poner después en práctica lo que se ha escuchado no es fácil, porque es más fácil vivir tranquilamente sin preocuparse de las exigencias de la Palabra de Dios. Pistas concretas para hacerlo son los Mandamientos, las Bienaventuranzas.

Contando siempre con la ayuda de Jesús, incluso cuando nuestro corazón escucha y hace de cuenta que no comprende. Él es misericordioso y perdona a todos, espera a todos, porque es paciente.