Miércoles de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 15, 21-28

Frente a las situaciones difíciles y frente a los graves problemas no hay peor solución que no hacer nada. Es cierto que muchas veces el miedo o el temor al fracaso nos impiden tomar decisiones, sin embargo, esperar pasivamente a que las cosas sucedan es la peor elección. Atreverse es una de las características del hombre y de la mujer de fe. Nada de pasividades, nada de indiferencias, nada de conformismos.

Hoy tenemos dos lecturas que contrastan las actitudes de sus protagonistas. La primera lectura nos muestra al pueblo de Israel enviando una avanzada para informarse de la situación de la tierra prometida, tan largamente soñada. Los enviados encuentran que es realidad, que son buenísimas las tierras, que son muy apetecibles los frutos, pero, claro que hay dificultades: habitantes gigantescos y ciudades amuralladas. Y su atención se centra en las dificultades y los problemas, más que en la promesa y la asistencia del Señor.

A pesar de las amonestaciones de Moisés, a pesar de que ya han visto muchos prodigios, puede más su temor y el miedo al fracaso y optan por la peor de las elecciones: no entrar en la tierra prometida. En su elección llevan el castigo y se quedan vagando por el desierto durante cuarenta años. ¿No es parecido a lo que nos sucede a nosotros? ¿Cuántas decisiones aplazadas por miedo al compromiso o al fracaso? Y entonces quedamos indefinidamente vagando en la mediocridad.

¡Qué diferente la mujer del evangelio! Lleva todas las de perder, es mujer, que ya es una gran desventaja, además es extrajera y encuentra el rechazo ¡del mismo Jesús! Sin embargo, insiste una y otra vez, no se desalienta, lo que busca vale la pena todos los sacrificios. Y no teme el fracaso ni el ridículo. Recibe entonces no sólo lo que ella esperaba, sino algo más: el reconocimiento del mismo Jesús.

Dos ejemplos contrastantes. Por eso el Papa afirma que prefiere una Iglesia accidentada por lanzarse a predicar el evangelio que una Iglesia que pierde su aroma encerrada en sí misma.

Hoy nos toca actuar a nosotros, no tengamos miedo a los gigantes de nuestra imaginación, sepamos con mucha certeza lo que nos dice el Señor: “Yo estoy contigo”

Martes de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 14, 22-36

«Soy yo, no tengáis miedo»

Es una constante en Jesús, reflejo puro de la mirada del Padre. A veces no entendemos lo que Dios hace con nosotros, no terminamos de entender que las manos de Dios no son como las nuestras y tenemos miedo. Ciertamente las olas hoy están encrespadas y la frágil barquilla que es la Iglesia sufre sus embates que amenazan hundirla. Asustados gritamos como hicieron en aquella ocasión “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!”. Parece como si Cristo se hubiera ido de nuestro lado y estuviéramos sin defensa a merced del furioso oleaje.

Nos falta fe para recordar que Jesús está con nosotros hasta la consumación de los siglos, que no está dormido, sino que está vigilante, respetando la libertad del hombre para acertar o equivocarse. Puede que queramos a un Jesús en pie, increpando al viento y las olas, y puede, también, que Jesús esté esperando a que nosotros hagamos nuestro trabajo. Seguimos pidiendo a Dios que quite el hambre del mundo; decimos muy convencidos de estar haciéndolo bien: “¡Padre, escúchanos!” Le traspasamos a Dios nuestra obligación, cuando ya nos ha dicho como quitar el hambre del mundo: “¡Dadles vosotros de comer!” Pedimos la paz del mundo y olvidamos hacer nosotros nuestra pequeña paz con el vecino. Olvidamos, porque no nos interesa recordar, que la paz del mundo no es otra cosa que la suma de nuestras pequeñas paces individuales.

Queremos creer que el que viene a nosotros andando sobre el ruido de la tormenta es un fantasma y nos da miedo. Sabemos que él está cubriéndonos las espaldas hasta el final de los días, pero se nos encoge el ánimo por nuestra inercia a seguir sin hacer nada o haciendo muy poco. Y cuando nos invita a caminar por las olas a cada uno de nosotros, saltamos de la barca alegremente, pero apenas hemos puesto los pies sobre el abismo, dejamos de estar seguros y comenzamos a hundirnos.

Encendamos la antorcha de la fe y salgamos al mundo firmes sobre las aguas que amenazan tragarnos, porque la mano de Jesús está entre las nuestras, solo falta que lo creamos y confiemos en él.

Lunes de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 14, 13-21

La noticia de la muerte de Juan Bautista provoca en Jesús una retirada junto a sus discípulos. Su intención es estar a solas. Los evangelios no nos hablan de la amistad o no de estos dos hombres. Sí nos narran que se conocieron y se admiraron como personas y  cómo realizan su misión. Tuvo que ser un gran golpe para Jesús. Si nos remontamos a que ya desde el vientre de sus madres se “habían reconocido y saludado”. Este momento doloroso seguro sobrecoge a Jesús y de ahí su deseo de soledad.

¿Cuántas veces no nos ocurre a nosotros lo mismo? ¡Los seres humanos conocemos bien estos sentimientos!

El texto señala que al bajar de la  barca, Jesús y sus discípulos se encuentran esperándolos a la orilla del lago una gran multitud de gente que le busca. Esta actitud de la gente produce en Jesús una profunda conmoción interior que le lleva a cambiar su propia intención de retiro. Las necesidades, el dolor y el “hambre” que manifiestan por su mensaje, hacen que se revele la misericordia que lleva en su corazón. “Sanó a muchos enfermos”.

Siento que muchas veces cuando nos paramos a escuchar con empatía a los otros, también ellos sacan lo mejor de nosotros mismos. Quizás sea un buen compromiso al que podemos dar respuesta hoy día. ¡Hay tantas necesidades a nuestro alrededor! Solo es cuestión de pararnos a mirar.

Ha pasado el día y los discípulos se llegan a Jesús para hacerle un planteamiento realista y razonable “Es tarde, estamos en un descampado, despide a la gente para que vaya a las aldeas y compren comida” ”La respuesta de Jesús es simple y desconcertante: “Dadles vosotros de comer” La reacción de los discípulos es de los más elocuente y natural, están confundidos, pero a lo menos uno se atreve a decir: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces” Jesús sigue poniéndoles a prueba y les pide: “Traédmelos acá”. 

¿Y qué sucede con los panes y los peces en manos de Jesús? Fijémonos bien, cuando interviene Jesús comienza a realizarse el maravilloso prodigio, ¿qué fue lo que pasó? Dos cosas aparentemente bien sencillas, pero profundas y decisivas. Primera, que alguien ofreció  lo que llevaba, que no era casi nada, y segunda, que lo pusiera en manos de Jesús. Y lo que pasó a continuación, se lo hemos escuchado a Mt: se saciaron cinco mil hombres y aún sobró.

¿Cómo fue posible?  Si era una insignificancia lo que había. Es verdad que la desproporción es abismal entre los medios materiales y los efectos que se logran. Pero en realidad para que el milagro se realice fueron necesarios esos cinco panes y dos peces. Sin ellos tal vez no hubiera sucedido nada. Jesús quiere contar con ese poco que tenemos, a nosotros de estar dispuestos a ponernos y ponerlo en sus manos.

No dejes pasar este día sin tener esta magnífica experiencia de compartir.

Sábado de la XVII Semana Ordinaria

Mt 14, 1-12

En el Evangelio de hoy presenciamos una escena terrible: un hombre justo, el mayor de todos los nacidos de mujer, muere en manos de un impío. Parece una bofetada a la verdad. Nos indigna este aparente triunfo del mal.

Pero, ¿lo es en verdad? Hoy Herodes tiembla, las noticias de Jesús le traen a su memoria a Juan, el Bautista el recuerdo de la escena del día de su martirio parece una cinta que corre sin cesar en su conciencia y no lo deja en paz. Es que, a pesar de lo ofuscada que estaba su conciencia, sabía que eso no era justo.

Podríamos preguntarnos… Este pobre hombre ¿merece perdón? ¿No está ya perdido?

Y la respuesta nos llega al inicio del Evangelio: “oyó el virrey Herodes lo que se hablaba de Jesús”.

Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos tiene, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó con Cristo-por gracia estamos salvados, gratuitamente (cfr. Ef. 2, 4)

Sí, Herodes se equivocó hasta el abismo y estaba experimentando lo que llamamos “tocar fondo”; pero esta Buena Noticia es para TODOS, para todos son las palabras de Jesús: «Convertíos y creed«.

Jesús trae luz a nuestra vida, una luz que no culpabiliza sino que lleva a un verdadero arrepentimiento y nos da la esperanza de su perdón y restauración. El Espíritu Santo ilumina nuestro pecado y, en esa situación, nos da la alegría de sabernos amados y acogidos por Él; no como un cómplice, sino como un buen Amigo, como Maestro y Salvador.

Sólo este amor nos da la fuerza para cambiar de vida, para elegir bien.

Sabemos que en la Pasión del Señor Herodes vio al Varón de dolores, como cordero llevado al matadero, herido y cubierto de sangre, coronado de espinas. Pero el desprecio y la burla del momento no le permitieron descubrir al Señor.

Que esto no nos ocurra hoy, ni dejemos que le ocurra a nadie. No cubramos sus llagas con los espléndidos vestidos del poder: en ellas estamos tatuados (cfr. Is. 49, 16); no despreciemos su Sangre con las burlas: ella nos ha lavado. Descubramos al Dios que está loco de amor por nosotros y volvámonos, como san Ignacio, “locos por Cristo”.

¿Conoces a alguien que, como Herodes, esté en tocando fondo? ¿Has orado para que experimente la fuerza salvadora y sanadora del Señor? ¿Le has anunciado la Buena Noticia del Amor?

Viernes de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 54-58

Venía de predicar y contar parábolas a troche y moche; de intentar explicar en otras tierras, que no eran la suya, la importancia del Reino de Dios. Llega a su tierra y no tiene mejor ocurrencia que entrar en la sinagoga y comenzar a explicarles a los suyos lo mismo o mejor que venía haciendo con otros.

La reacción, que en principio parece de admiración, reconocimiento y orgullo del vecindario, termina siendo un reproche: ¿De dónde ha sacado todo esto? Pero si conocemos a toda su familia y a él desde pequeño, pero bueno… ¡que se habrá creído! Y no quisieron hacerle caso. ¡Qué raro! ¡Ni los de su casa! Estos los que menos.

Jesús reacciona bien. Sabe que ningún profeta es bien recibido en su tierra. No es ninguna novedad para él. No les recriminó ni se esforzó en convencerlos. Y lo que es más importante: no hizo allí muchos milagros, porque aquella gente no creía en él. Les dejó con su incredulidad. Esa línea fina entre la fe y la incredulidad, muchos la traspasan. Sus vecinos decían tener fe y lo que tenían era ritos, costumbres, repeticiones gestuales y rituales insatisfactorias; pero creían que…

Y si no creían en él, para qué perder el tiempo. Les dejó con sus creencias viejas y no les predicó sobre la novedad del Reino de Dios que requería abrir la mente, el corazón, estar dispuestos a cambiar de actitudes, pasar a una visión positiva propia de los que han escuchado las bienaventuranzas y creen en ellas.

Estemos nosotros alerta sobre ambas actitudes; sobre todo cuando el desánimo nos abate; no dejemos que nos bata (golpee) y pueda durante mucho tiempo.

No pocas veces nos pasa a los sacerdotes cuando predicamos a familiares, vecinos o conocidos…tenemos esa sensación de “sermón en el desierto, sermón perdido”. Nos conocen tanto o dicen saber tanto de nosotros, de la familia, que… Mejor nos vamos a otro lugar, no sin pena. Hasta otra ocasión, que por lo general, suele ser cuando algún familiar se nos muere… Entonces te escuchan para ver qué dices, cómo interpretas, qué fe tienes.

Jueves de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 47-53

Hoy nos encontramos dos parábolas de Jesús muy breves, concisas, que pueden tener muy diferentes interpretaciones. La primera afirma que el Reino de los Cielos se parece a la red que arrojan los pescadores. Escena cotidiana, rutinaria, pero de la que depende la economía y la vida de aquellos hombres. Es esencial para su sostenimiento. Trabajo continuo pero siempre renovado y siempre exigente.

Así es el Reino de los Cielos: trabajo continuo, trabajo para dar vida…, trabajo que siempre e insistentemente se ha de hacer. Pero no siempre se obtiene todo lo que se quiere y aun lo que se obtiene, no siempre será lo mejor. Hay que lanzar la red aunque en ella entraran también los peces no deseados, que implican trabajo y esfuerzo y que no reportan ganancias. Así es de universal, de propositivo y de esperanzador el Reino de los cielos.

También a esta parábola se le añade un tinte escatológico al afirmar que al final de los tiempos habrá una elección definitiva entre buenos y malos. Ahora no somos muy dados a imaginar estos últimos días y a veces hasta damos la impresión de que quisiéramos no tener que hablar de estas realidades. Contrariamente las denominaciones evangélicas abusan de estos temas y los emplean para infundir miedos y angustias.

Nunca debemos desentendernos de esta realidad: al final debemos presentar nuestras cuentas a Dios que es el único que podrá decirnos si hemos actuado bien o mal. Sólo a sus ojos es importante cada una de nuestras acciones y esto debería dar el justo sentido y valor a cada acción por más rutinaria y pequeña que parezca: ¿Cómo la está viendo Dios? ¿Qué fruto se saca de ella al final de los tiempos?

Junto a esta parábola también aparece la parábola del escriba que saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas. Algunos atribuyen esta misma actitud a Mateo, autor de este evangelio. Sin dudarlo, también nos exige una postura positiva y de discernimiento: hay cosas nuevas y antiguas pero debemos escoger cuál es la mejor para este momento.

Cada instante debe vivirse plenamente, sin despreciar el pasado, pero sin despreciar el presente. Cada instante es un momento de gracia que nos regala el Señor. Estos mismos instantes son un don precioso del Señor que nos regala su Palabra. Y así busquemos, igual que el escriba, valorar lo valioso de cada instante.

Miércoles de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 44-46

Jesús, como buen oriental, hablaba frecuentemente en parábolas. Por una parte, es un lenguaje evocador, es decir, emplea comparaciones generalmente asequibles a la gente, que facilitan la comprensión del contenido que se quiere transmitir. Por otra parte, sin embargo, tiene un componente enigmático que atrae la atención del oyente y provoca su reflexión. Para descubrir el sentido religioso de las parábolas se requiere frecuentemente una explicación de las imágenes utilizadas; además, una sola parábola no es suficiente para captar todo el alcance de la comparación.

Jesús las utiliza para hablar del reino de Dios que ha venido a anunciar. Ese reino o reinado de Dios es un régimen de vida presidido por el proyecto amoroso de Dios, y no es fácil de comprender a la primera (ni de aceptar en seguida). Jesús se sirve de unas cuantas parábolas para ponerlo al alcance de sus oyentes. Les quiere hacer ver que se trata de algo muy valioso, que provoca una reacción inmediata en quien lo descubre.

Las dos parábolas del evangelio de hoy van en esa dirección. La del tesoro escondido nos habla de que el reino no es algo patente, sino más bien oculto a la simple mirada humana, más allá de las apariencias. La de la perla preciosa nos dice que no es frecuente toparse con él, que no hay que identificarlo con cualquier cosa de cierto valor que nos encontremos, que es algo de gran precio que puede sorprendernos en cualquier momento. Ambas parábolas invitan a vivir con alegría ese descubrimiento, que ha provocado un vuelco en la vida, una verdadera conversión, y por el que merece la pena renunciar a muchas cosas que creíamos insustituibles.

¿Me he encontrado con Dios alguna vez? ¿De qué manera y qué reacción me ha provocado? ¿Cómo entiendo yo el reino de Dios predicado por Jesús? ¿He descubierto alguno de sus rasgos en mi vida y/o en el mundo en el que vivo?

Martes de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 36-43

Dios no nos pide grandes cosas. Es cierto que el seguimiento de Jesús es exigente, no por el cumplimiento de cien mil preceptos o requisitos, sino porque la amistad con Él nos exige fidelidad y lealtad. Como cualquier amigo. Y así lo vemos en este pasaje de Mateo, sobre la cizaña en el campo. Lejos de la multitud y de las gentes, los discípulos le preguntan: “acláranos la parábola de la cizaña en el campo”. En el encuentro con Jesús, en la proximidad cara a cara, Jesús les explica el significado del Reino.

El Padre ha enviado a su Hijo a sembrar la buena noticia, a enseñar el camino de salvación y justicia, a ofrecer la mano amiga de apoyo y misericordia para rehacer un mundo de amor y de hermandad. Pero no todos aceptan el reto de Dios, no todos están en la dinámica del bien y del servicio. El egoísmo, la avaricia, la soberbia, la violencia, el individualismo, son la cizaña que ahoga y oculta la buena semilla. Hemos de convivir con ello, en el conflicto del bien y el mal no sólo en este mundo, sino también dentro de nosotros. A sabiendas que como seguidores de Jesús, nuestra opción está en ser ciudadanos del Reino, en construir el Reino, mano con mano con Jesús y con nuestros hermanos en Jesús. Tolerantes y comprensivos con los fallos ajenos, que sólo a los ángeles de Dios le toca juzgar.

Nuestra tarea es reflejar y hacer brillar la verdad y la justicia de Dios en nuestro mundo, para que el Dios compasivo y misericordioso haga que triunfe finalmente la semilla del Reino. Así, en el encuentro íntimo y personal con Dios, cogemos fuerzas y encontramos el coraje necesario para ser verdaderos ciudadanos del Reino, constructores de un mundo mejor, de un mundo en paz a través de la justicia, la reconciliación, el diálogo y la promoción de los más desfavorecidos. Eso exige nuestra amistad con Dios, incondicional y gratuita. La justicia definitiva vendrá de la mano del Dios misericordioso, del que nosotros somos testigos. ¿Aceptamos ser “amigos de Dios”?

Lunes de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 31-35

Escuchamos en el evangelio de hoy dos pequeñas parábolas que forman parte de un capítulo del evangelio de Mateo en el que Jesús habla del Reino de Dios.

Estas dos pequeñas piezas tienen algo evidente en común: ¡qué poca cosa este Reino de Dios! Una semilla de mostaza, una pizca de levadura… ¿dónde vamos a llegar con eso?

Para quienes escuchaban a Jesús, igual que para nosotros, la idea de un Reino –y más si se trata del Reino de Dios- estaba asociada, muy probablemente, a manifestaciones de grandeza, poder, gloria, esplendor, brillo… signos visibles, palpables, deslumbrantes por lo evidente de su presencia.

Algo similar a lo que les acontecía a los israelitas en el desierto, necesitados de ídolos tras los cuales poder seguir marchando.

Jesús no puede ser más claro. Y su claridad nos ofrece dos pistas estupendas para poder discernir si nos hallamos ante los signos del Reino de Dios.

Es algo pequeño, casi imperceptible. Nada extraordinario, forma parte de la vida cotidiana y es probable que no le demos ninguna consideración especial: una semilla de mostaza, levadura. Quizá a lo más que pueden aspirar es a que las echemos en falta si no las tenemos en el momento adecuado…

Es dinámico. Se trata de un proceso de crecimiento, que se da en la oculto, en lo escondido, por dentro, siguiendo vericuetos que escapan de nuestro alcance. Será difícil seguirle la pista desde el exterior. Pero se produce una transformación de la realidad: lugar en el que se puede anidar, magnífico pan que nos alimenta.

Aunque estemos inclinados a identificar el Reino con grandezas, ¿qué mejor noticia podemos recibir que la de saber que podemos descubrirlo y vivirlo en las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana?

Sábado de la XVI Semana Ordinaria

Mt 13, 24-30

El Reino de los Cielos fue instaurado definitivamente por Jesús. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos sus enemigos le sean sometidos. Será entonces cuando el Hijo entregue el Reino a su Padre y «Dios será todo en todos»

El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos. Sí, debemos acoger, libremente, la verdad del amor de Dios.

Dios es Amor y es Verdad, y  tanto el Amor como la Verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta de nuestro corazón y de nuestra mente. Y, al abrirle la puerta, es cuando  pueden entrar, infundiendo  paz y alegría sin medida. Este es el modo de reinar de Dios, este es su proyecto de salvación.

En la expresión «Reino de Dios» la palabra «Dios» es genitivo subjetivo, lo que significa que Dios no es una añadidura al «reino» de la que se podría prescindir, porque Dios es el “Sujeto” del Reino.

Reino de Dios quiere decir: Dios reina. Él mismo está presente y es decisivo para todos los hombres. Él es el Sujeto y donde falta este Sujeto no queda nada del mensaje de Jesús, por lo que el Señor dice: «El Reino de está en medio de vosotros», y este Reino se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y es así como dejan que Dios entre en el mundo.

Jesús es el Reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos “tocar” a Dios. “Tocamos” a Dios cuando amamos a los hermanos.

Dios sabe de sobra, que en nosotros existe el mal pero tiene paciencia y no quiere intervenir cada vez que nos equivocamos, sino que nos deja un tiempo, dándonos oportunidad para que reflexionemos y cambiemos, y para que comprendamos bien, como nos narró en la parábola de la higuera, recalcando la actitud de Su dueño: antes de darla definitivamente por estéril, le concedió tiempo para ver si daba fruto.