Cada año, el día primero de noviembre, la Iglesia celebra la Solemnidad de Todos los Santos. Esta es una gran fiesta litúrgica que debe mover nuestra mente y nuestro corazón para comprender y contemplar la santidad como una especial vocación que todos los bautizados hemos recibido de parte de Dios nuestro Señor.
Los santos y santas que la Iglesia celebra este día son todos aquellos hermanos y hermanas en la fe que entendieron perfectamente de qué se trataba la vida cristiana; no se contentaron con un estilo de vida mediocre, sino que, escuchando la invitación del Señor: “Sean santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lev 19,2), “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48), tomaron la mejor decisión de su vida y, buscando agradar plenamente a Dios poniendo en práctica su Palabra, reprodujeron en sus personas los mismos sentimientos que tuvo Cristo (Cfr. Flp 2,5), llegando al extremo, muchos de ellos, de dar la vida por la causa del Evangelio.
Ellos ya murieron y ahora gozan de la presencia de Dios en la vida eterna, y la Iglesia, una vez que los ha canonizado, los propone como dignos de ser venerados, como ejemplos y como intercesores nuestros. ¿Quién de nosotros no recuerda con cariño y admiración a san Juan Pablo II, santo de nuestro tiempo?
Tengamos en cuenta, además, que junto con los grandes santos de la historia de la Iglesia cuyas fiestas celebramos en días determinados del año, hoy debemos recordar y hacer presente, de manera especial, a aquellos santos y santas que quizá no llegarán nunca a los altares, pero que gozan ya de la presencia de Dios en el cielo, entre ellos, sin duda, familiares y conocidos nuestros.
Los seres humanos, por otra parte, tendemos a imitar a quienes, por su personalidad, virtudes o comportamiento, representan mucho para nosotros; buscamos incluso ser como ellos, porque los hemos conocido felices, triunfadores y realizados en su vocación. Hoy en día necesitamos, con urgencia, hombres y mujeres de extraordinaria virtud, maduros humanamente hablando, santos en su vivencia cristiana, comprometidos en la transformación de la sociedad. ¡Basta ya de resaltar solo la apariencia y la vanidad, el poder y el prestigio! Esto solo nos conduce a una sociedad egoísta en la que lo importante es lo superficial, lo pasajero, lo útil, lo agradable a los sentidos.
Las lecturas bíblicas de esta fiesta expresan algunos aspectos significativos que, sin duda, nos ayudarán a optar por el camino a la santidad. Así el autor del Apocalipsis, hablando de la gran muchedumbre de personas salvadas, afirma con un lenguaje lleno de simbolismos: “Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero, iban vestidos con una túnica blanca; llevaban palmas en las manos y exclamaban con voz potente: ‘La salvación viene de nuestro Dios…’”. San Mateo, por último, nos propone el camino de las bienaventuranzas como el camino a la santidad: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos…”.
Pidamos a Dios nuestro Señor, en la eucaristía de este domingo, que la santidad siga siendo el adorno de su Iglesia. Y que cada uno de nosotros nos esforcemos no solo en pedir favores a los santos, sino en imitar sus ejemplos y virtudes.