Lc 9, 51-56
Jesús había tomado la firme resolución de ir a Jerusalén y, para ello, no duda en transitar por el trayecto más corto, pero más complicado y no carente de riesgos, de cruzar por Samaría, región considerada por los judíos ortodoxos como impura ya que sus habitantes, también judíos aunque emparentados con gentiles, no admitían a Jerusalén y su Templo como el centro de la verdadera religión. Lucas no duda en recoger esta tradición que nos revela ciertamente que para Cristo, como aparece claramente en el episodio joánico de la Samaritana, Dios no tiene otro Templo que el corazón de los hombres.
El camino hacia Jerusalén es un itinerario necesario para la Salvación integral a la que todos estamos llamados, también los samaritanos. Es un camino de amor y sacrificio. También de rechazo e incomprensiones, incluso de sus propios discípulos.
Solo así podemos comprender el episodio del paso por Samaría, la prevención con la que los discípulos le acompañan, el rechazo de los samaritanos a darles hospedaje “porque iban a Jerusalén”, la propuesta de exterminarles con fuego que hacen los apóstoles y la reconvención enérgica de Jesús. No tiene sentido la violencia en el proyecto del Reino.
En nuestro itinerario cristiano de cada día hacia Jerusalén hemos de estar muy atentos de no caer en la tentación de evitar los “rodeos molestos” o utilizar la violencia activa o pasiva para salvaguardar. En ello nos va nuestra fidelidad a Cristo y su Evangelio.
“No es cierto que la violencia sea la «imperfección» de la caridad; es el pudridero de la caridad, la inversión, la falsificación y la violación de la caridad. Quizá algún violento haya comenzado a ejercer su violencia por motivos subjetivos de amor, pero de hecho, al hacer violencia se ha convertido en el mayor enemigo del amor. Ya que con la violencia se puede entrar en todas partes, menos en el corazón”