Miércoles de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14,25-33

En el Evangelio de san Lucas de hoy, aparece Jesús con una gran muchedumbre que lo sigue, sin embargo, bien sabe Jesús que hay de seguimientos a seguimientos.  Que algunos buscan contemplar milagros, que otros esperan ver maravillas, pero qué pocos son los que lo seguirán por caminos difíciles. 

Por eso hoy nos plantea tres grandes señales del verdadero discípulo: preferirlo a la familia y aún a uno mismo, cargar la cruz y renunciar a todos los bienes.  Cada sentencia concluye diciendo quien no haga esto no puede ser mi discípulo, es decir, hay que tener libre el corazón.

Algunos expresan sus dudas como si este pasaje nos pusiera en conflicto entre familia y seguimiento de Jesús.  Ciertamente habrá alguna ocasión en que ambas se opongan rotundamente, pero muchas veces el cumplimiento con la familia, el amor a los padres, el cuidado de los hijos, adquieren un relieve mucho más importante cuando se sigue a Jesús.

Hoy, Jesús nos quiere dejar muy bien claro que su seguimiento implica la forma de la pobreza: pobreza de bienes materiales, pobreza de afectos, pobreza de intereses, para ponerse incuestionablemente a disposición de Jesús.  Hay que dejarlo todo para ponerse detrás de uno, hay que cargar la propia cruz para seguir al que dio vida desde la cruz.

En estas sentencias nos muestra Jesús la imposibilidad de servir a dos señores.  Parecería que estamos perdiendo la vida, pero es la única forma de encontrarla, y aquí san Pablo en la primera lectura de este día, nos invita a no tener con nadie otra deuda que la del amor mutuo.  Son palabras que expresan la radicalidad del seguimiento de Jesús, porque Él nos ha dado ese ejemplo.  El que ama ha cumplido toda la ley, pues el cumplimiento de la Ley consiste en amar.

Cristo ha amado a plenitud, nos sigue amando. Si de verdad nos decimos sus discípulos tendremos que vivir amando como Él y hacerlo a plenitud.  Cristo no admite medias tintas, es entrega completa.

Que hoy, cada uno de nosotros vivamos este amor y este seguimiento en cada momento, en cada acción y en cada uno de los hermanos.

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

En este día dedicado a la memoria de todos los fieles difuntos, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia aquellos conocidos, amigos y familiares nuestros que han dejado este mundo.

Su muerte quizás nos hace sentir con mayor profundidad la brevedad de la vida presente y nos lleva a hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados también a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte la última manifestación del “sin sentido” de la vida? Este carácter absurdo y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo lo podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó.

“No llores”.  De algún modo aquel “No llores” que dijo Jesús a aquella viuda a la salida de Naín, podemos escucharlo como dicho a cada uno de nosotros cuando recordamos a nuestros difuntos. Porque si Dios no nos devuelve a nuestros difuntos, sí nos dice que ellos viven, viven felices por y en su amor. No nos devuelve la compañía de nuestros difuntos, pero nos asegura que es posible una comunión real entre ellos y nosotros.

Es lo que hoy, en esta Conmemoración de los fieles difuntos, celebramos. Y nuestra oración, especialmente en esta Eucaristía, es la expresión muy real de esta comunión entre ellos y nosotros.  Dios salvador da vida plena.

Es natural que el hombre muera, como muere todo lo que sobre la tierra vive. Pero hay al mismo tiempo en el hombre un deseo de inmortalidad, de que la vida no termine. Y la voluntad del Dios salvador que se nos ha dado a conocer por Jesucristo es hacer realidad este anhelo del hombre: la voluntad de Dios es que el hombre viva, que la muerte inevitable sea una puerta que se abre a una vida superior, plena, de comunión participativa con la felicidad de Dios. 

Con frecuencia, en nuestro modo de hablar espontáneo, tendemos a compadecer a los que mueren: “Pobre, tan joven…” o “Pobre, no ha podido ver crecer a los nietos que tanto quería”, etc., etc. En realidad, si fuéramos más capaces de una mejor visión de la verdad de las cosas, deberíamos compadecernos de nosotros y alegrarnos por ellos.

Los difuntos no viven en una especie de reino de sombras, sueños o irrealidades -como a veces parece que imaginemos- sino que viven en la realidad más viva y plena que es el Reino de Dios, aquel Reino que Jesús tantas veces compara a una gran fiesta, a un banquete gozoso y multitudinario. Son ellos los felices, ellos llegaron ya a la meta querida por el Dios de amor total; nosotros somos los que estamos aún en esta etapa difícil que es camino y no meta. El abrazo purificador de Dios.

Por eso, nuestra oración de hoy, nuestra oración de comunión con nuestros difuntos, debe estar penetrada de esperanza. Porque, como dice el nuevo Catecismo (n. 1037), “es necesario un desprecio voluntario a Dios que persista hasta el final” para que un hombre se vea privado de vivir en la comunión de amor con Dios (aquella privación que denominamos “infierno”). Y no creemos que ninguno de nuestros difuntos que nos han querido viviera en este desprecio voluntario y definitivo a Dios.

Por eso podemos abrirnos con confianza a la esperanza. Sabemos que todo hombre, antes de poder vivir en esta inmensa felicidad que es el cielo -lo que san Pablo llama “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”– es purificado de todo aquel polvo que arrastra de su paso por el camino terrenal. Una purificación que no es castigo sino el abrazo amoroso y renovador con que Dios recibe al hombre. Los teólogos dicen que el purgatorio no es un lugar o un tiempo -no es una especie de sala de espera- sino este estado de purificación con que el fuego del amor de Dios renueva -da nuevos ojos para ver y mejor corazón para amar- a todos sus hijos llamados por gracia a compartir su plenitud de vida.

La oración cristiana se caracteriza porque está tan llena de confianza en Dios que nos atrevemos a pedirle todo lo que deseamos. En nuestra vida de cada día, es a quien sabemos que más nos quiere a quien más nos atrevemos a pedir. Por eso, nosotros pedimos a Dios lo que anhelamos, con toda confianza. Y hoy pedimos eso: que todos nuestros hermanos difuntos, especialmente aquellos que conocimos y quisimos, vivan en su felicidad. Y pedimos también que algún día nosotros compartamos esta felicidad. En una comunión plena de la que es inicio la comunión en la oración. Y más aún, la comunión con Jesús, el que ha abierto definitivamente las puertas del Reino de Dios, del Reino de los cielos.

Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del Señor. De modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el recuerdo de la muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos que, vinculada a la de Jesús, también para ellos la muerte fue un acontecimiento de salvación.

Que esta Eucaristía sea a un tiempo recuerdo eficaz de la muerte de Cristo y confesión gozosa de su resurrección, plegaria piadosa por todos los fieles difuntos y expresión de nuestra voluntad de vivir y de morir por el ejemplo y la fuerza de Jesús.

TODOS LOS SANTOS

Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos.  En este día la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, conocidos o desconocidos que han pasado por este mundo haciendo el bien.

Entre estos santos que hoy celebramos, puede que haya algún familiar, algún amigo que hayamos conocido.  Ellos nos han dado las mejores lecciones de cómo vivir en familia, cómo vivir la amistad, cómo vivir en sociedad.  Seguro que todos podemos recordar a alguna persona que ha vivido en santidad.  Todos podemos recordar a alguien que ha sido un ejemplo de vida, un santo, es decir, un hombre o mujer que ha sido un verdadero regalo, que Dios puso junto a nosotros y que nos enseñaron tantas cosas buenas.

Nosotros conocemos a algunos Santos, a nuestros patronos, los patronos de nuestros pueblos.  Conocemos otros Santos, que la Iglesia ha querido canonizar y están en los altares.  Conocemos también a otros santos más cercanos, que han vivido junto a nosotros y que es posible que aún los lloremos cuando pensamos en ellos: familiares, amigos, vecinos que han dejado un gran vacío en nuestras vidas.

Estos hombres y mujeres vivieron una vida de bondad, de fe, nos ayudaron a creer en Dios, a confiar en Dios.  Muchos de ellos han vivido una vida oculta, callados, sin darse a conocer, pero han vivido una vida santa.  Estos son los santos que hoy celebramos en esta fiesta de Todos los Santos.

Entre ellos no hay distinción de razas, ni de pueblos, ni de clases sociales, han nacido y vivido en todos los pueblos de la tierra. 

Algunos de estos santos han trabajado en la vida social, política, sindical, comprometidos y trabajando por  la justicia y la paz de sus pueblos, de sus gentes; otros han vivido lejos de la tierra en que nacieron, en tierras de misión queriendo ayudar a vivir, a enseñar la verdad; otros han vivido aquí cerca, con una vida callada, quizás sus acciones de misericordia no llamaban demasiado la atención, visitaban a ancianos en su soledad, les hacían pequeños favores, los visitaban; en una palabra, hacían el bien a todos aquellos que los necesitaban.

Hoy, todos estos hombres y mujeres viven con Dios, llenos de gozo y de alegría y desde el cielo nos acompañan en nuestra vida.  Podemos sentir su presencia cerca, muy cerca de nosotros porque no se han ido de nuestro lado.

Al celebrar esta fiesta de Todos los Santos, Dios nos llama a todos a ser santos, a que la santidad sea la meta de nuestra vida.  Sin embargo, nos damos cuenta que para muchas personas la meta de su vida no es buscar la santidad.  Para muchos la meta de su vida es tener un buen trabajo, tener una familia, viajar, tener un buen coche, tener muchos amigos, tener una buena posición social, ser inteligente, etc.  Y todo esto es legítimo, está bien, siempre y claro está que para obtener estas cosas no tengamos que sacrificar a otros ni tengamos que dejar de ser honrados.  Tener muchas cosas no nos da siempre la felicidad, sobre todo cuando descubrimos que otros no tienen ni lo mínimo para sobrevivir.  Nuestra máxima aspiración en la vida debe ser buscar la santidad.

Y ¿cómo podemos ser santos?  El Evangelio nos propone el camino de las bienaventuranzas para llegar a ser santos. Las bienaventuranzas son, a la vez que el motivo de santidad de todos los santos, el camino de la santidad para todos nosotros.

Dichosos los pobres de espíritu, los que son sencillos y humildes; los que, por no tener, es más fácil que confíen en Dios que los que tienen, que confían en sus bienes. Se puede ser más feliz viviendo la pobreza de espíritu que estando esclavo del espíritu de riqueza, que estando pendiente del tener, el poder y el gozar.

Dichosos los sufridos, los que tienen capacidad de aguante ante las adversidades y no responden con violencia a los contratiempos de la vida y de la convivencia. Se puede ser más feliz controlando la violencia que todos llevamos dentro que teniendo agresividad. Se puede ser más feliz renunciando a los propios derechos, por amor, que estando continuamente reclamando los derechos que uno tiene.

Dichosos los que lloran. Dichosos los que afrontan con entereza el dolor y las lágrimas, porque después de llorar con todas las ganas podrán reír con todas las ganas. Se puede ser más feliz asumiendo el dolor y las lágrimas que huyendo de él.

Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, dichosos los que quieren que la voluntad de Dios se cumpla; la justicia es lo que se ajusta a la voluntad de Dios. Se puede llegar a la plenitud de la felicidad cumpliendo la voluntad de Dios, porque su voluntad es nuestra felicidad, más que si nos dedicamos a cumplir nuestra caprichosa voluntad.

Dichosos los misericordiosos.  Se puede ser más feliz siendo comprensivo, siempre, con los pecados y las miserias de los demás que “llevando cuentas del mal”, porque el amor no lleva cuentas del mal, olvida las ofensas.

Dichosos los que trabajan por la paz. Se puede ser más feliz viviendo reconciliados con Dios, con uno mismo y con los demás, que viviendo enemistados y divididos.

Este es el camino de la santidad, el camino que millones de personas como nosotros han recorrido y están recorriendo, con dificultades, pero con fe y confianza en la ayuda del Señor.

Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 14, 1.7-11

La humildad es una ley del Reino de los Cielos, una virtud que Cristo predica a lo largo de todo el Evangelio. En este pasaje de San Lucas, Cristo nos invita a dejar de pensar en nosotros mismos para poder pensar en los demás. ¿Por qué? Los que se ensalzan a sí mismos sólo piensan en sus propios intereses y en que la gente se fije en ellos y hablen de ellos.

Eso se llama egoísmo, un fruto del pecado capital de la soberbia. Y un alma soberbia nunca entrará en el Reino de Dios, porque el soberbio no puede unirse a Dios. ¿Cuál es la motivación que da Jesús para la vivencia de la humildad? El amor a los demás, al prójimo.

La razón es que yo, al dejar de ocupar los primeros puestos, o ceder el querer ser el más importante, estoy dejando el lugar de importancia a mi hermano o hermana. Se trata de un acto de caridad oculta, que sólo Dios ve y, ciertamente, será recompensado con creces.

Esta es la actitud que Cristo nos invita a vivir hoy. A dejar a mis hermanos los mejores puestos por amor a ellos y a Dios. Cristo mismo nos dio el ejemplo, cuando lavó los pies a los discípulos, siendo que los discípulos eran los que debían lavar los pies a Cristo.

Podemos vivir hoy la virtud de la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y dando nuestra preferencia al prójimo.

Viernes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1-6

Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad. Entre los judíos, el día sábado era un día del todo consagrado al Señor. No era lícito hacer actividad alguna. De ningún tipo. Hasta estaban indicados los pasos que se les permitía caminar.

¿No es cierto que toda persona para poder vivir necesita del agua suficiente para su organismo?  Lo es. Sin embargo, algunas veces, por mal funcionamiento del mismo organismo, el agua retenida se convierte en una enfermedad y en un peligro para la persona.  Así la persona que retiene agua en su cuerpo, sufre hinchazón de piernas, de estómago o de las manos.  Es notorio su desajuste también en la hinchazón de la cara.

La acumulación de líquidos se produce por un desequilibrio en el nivel de líquidos del organismo.  Es decir, desequilibrio en las cosas necesarias. Lo que sucede a nivel corpóreo, con frecuencia, también sucede a nivel de relaciones y de comunidad.

Es buena la ley que regula las relaciones de la comunidad, establece tiempos y formas también de manifestar el respeto y el culto a Dios, pero cuando hay un desequilibrio y exceso en la valoración y función de la ley, puede provocar graves problemas en las relaciones.

Cristo, al curar al hidrópico, (sentenciado además la superioridad de la persona sobre el valor de la ley) nos enseña cómo debemos regir nuestras acciones.  No es más importante un burro o cualquier otro animal que una persona, dirían los campesinos de aquel tiempo; no es más importante el negocio, la ganancia o la legalidad que las personas, tenemos que decir en nuestro tiempo. Sin embargo, muchas veces se pasa por encima de las personas y con la maquinaria de las leyes y las ganancias se destruye a los individuos.

Cristo, con las acciones que nos presenta este día, con las palabras que interroga a los fariseos, nos está diciendo el valor de las personas, y no podemos nosotros, que nos decimos y somos sus discípulos, sucumbir ante las presiones de la ley, o peor aún, de las ganancias económicas, dejando a un lado lo realmente importante: la persona, su dignidad y el proyecto de Dios Padre.

Nosotros necesitamos buscar su Reinado, en medio de una humanidad afligida en dolor, pero con esperanza de salvación y liberación integral y humana.

Reconocer en cada persona un hijo amado por Dios, es el principio por el cual iniciaremos el retorno a Dios Padre.

San Simón y San Judas

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.

Miércoles de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 22-30

Los humanos siempre nos estamos preocupando por cosas secundarias. La pregunta que le hacen al Señor, nos puede parecer muy interesante: ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Quizás también nosotros estemos interesados en saber el número de los que entran en el Reino de Dios.

Los hermanos protestantes con frecuencia aducen cifras donde sólo caben ellos y descartan a todos los que no son de su congregación. Con tan sólo pertenecer a su grupo, ofrecen la vida eterna, pero Jesús va mucho más allá. No responde números, como si estuviéramos buscando un promedio para no salir reprobados. Cristo pide y exige coherencia en la vida.

A veces damos la impresión de ser cristianos esperando la última tablita que nos alcance la salvación, cuando toda nuestra vida hemos vivido alejados del Señor. No basta hablar, no basta estar cerca, no basta ponerse vestidos, hay que vivir conforme al evangelio. No se trata de hacer lo mínimo, se trata de una entrega completa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor,” sino de responder con fidelidad al Señor y a su proyecto.

Quizás nos hemos detenido muchas veces en buscar elementos que nos aseguren una salvación, pero nos hemos olvidado de lo que es más importante del Evangelio: participar del plan de Salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Más que preguntarnos cuántos se salvan, deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que este sueño de Jesús alcance a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. No es que vayamos a conquistar a otros, es que queremos hacerles partícipes de la riqueza y de la alegría que nos ha dado el Señor Jesús al habitar en medio de nosotros.

Las palabras de Jesús son muy claras: “Todos vosotros que hacéis el mal no podréis participar del Reino de los Cielos” Que no merezcamos esta condena de Jesús, sino que escuchemos sus palabras. “Venid, benditos de mi Padre”.

Jesús exhorta a sus interlocutores para que se esfuercen en tomar conciencia de las exigencias que implica seguirlo: capacidad de transformar la vida mediante el arrepentimiento y la reconciliación, total fidelidad a Él y a su proyecto, y optar por la puerta estrecha, por el camino de la salvación del ser humano. No basta realmente beber y comer ocasionalmente con Jesús; hay que compartir su vida y destino, cuyo símbolo es la comunión de la mesa con los humildes y sencillos.

Martes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,18-21

Hay momentos en que a quienes están trabajando por el Reino les llegan aires de duda y preocupación al contemplar un mundo que vive y lucha muy lejos de los valores del Reino de Jesús. Se tiene la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer y el estar luchando siempre contra corriente puede cansar.

El mundo con sus grandes maquinarias, con su consumismo, con el despilfarro, con sus propuestas hedonistas y sus actitudes conquistadoras, parece ahogar la propuesta del Reino. No son pocos los que dicen: “¿para qué seguir luchando si el mal parece triunfar?” Para todos ellos y para nosotros que tenemos la tentación de la duda y el cansancio parece pronunciar estas dos pequeñas parábolas Jesús: una semilla de mostaza que se llega a convertir en un arbusto grande donde los pájaros anidan; una pequeña levadura que mezclada con tres medidas de harina termina por fermentar toda la masa.

Si leemos desde nuestra realidad estas dos parábolas, serán ya una lección de humildad y de esperanza. Jesús insiste no en la cantidad, sino en una calidad que hace crecer y fermentar. Pero la condición es que se trate verdaderamente de una semilla evangélica, de un fermento evangélico. No nos habla de las grandes organizaciones, ni del poder o de la fuerza, sino de lo pequeño vivido a plenitud que lleva a fermentar toda la masa.

La semilla y la levadura trabajan en la oscuridad, en lo desconocido, pero siempre trabajan. Así los cristianos deben siempre trabajar, deshacerse por el Reino, no importando los reconocimientos ni los premios, no importando el ruido ni los estruendos. El bien no hace ruido, pero trabaja y produce felicidad.

El reino es esa diminuta semilla que Dios ha sembrado en el corazón y que permite al ser humano alzarse por encima de sus mezquindades y egoísmos; y que supera los condicionamientos sociales y culturales que pueden reducirlo a lo peor de sí mismo. El reino es esa semilla que tiene el poder de transformar nuestras vidas, anónimas y alienadas, en experiencias de amor y alegría. Que tu trabajo, callado y escondido de este día, tenga ese sabor de Reino, de esperanza y de amor.

Lunes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,10-17

Siempre me he preguntado si la caridad tiene un tiempo para realizarse. Más bien me parece, como nos lo muestra Jesús, que todo momento y toda circunstancia es apropiada para hacer la caridad… es más, que la caridad está incluso por encima de la ley, sobre todo cuando ésta es usada para beneficio personal.

Pensemos ¿cuántas oportunidades tenemos diariamente de hacer caridad, de hacer un favor y preferimos nuestra comodidad, la cual disfrazamos con «el lugar» o el «tiempo» (no es el lugar o no es tiempo)?

O ¿cuántas veces nos escudamos tras reglamentos (principalmente en nuestros centros de trabajo y en las organizaciones a las que pertenecemos) para no ayudar a quien verdaderamente está necesitado?

Se nos olvida con frecuencia que ninguna ley puede condicionar la ayuda al prójimo. Por ello, dejemos que la caridad se convierta más que un lugar o tiempo, o en un reglamento, en un estilo de vida.

Sábado de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 1-9

Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos y a la vez estemos con Dios pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.

¿Acaso los miles de personas que murieron en el atentado de Nueva York padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida.

Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.

Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo.

Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con Él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida y preocupémonos más por nuestra propia conversión.