Feria Privilegiada 18 de Diciembre

Jr 23, 5-8

Antes de la venida de Cristo, el profeta Jeremías acusó a los reyes de Judá de no haber sabido guiar al pueblo y, por consiguiente, de ser responsables de que el pueblo hubiera sido desalojado de la tierra prometida.  Si Jeremías hubiera vivido entre nosotros, no habría echado la culpa a los gobernantes por nuestra falta de armonía.  En cambio, nos hubiera dicho: “Miren: Viene un tiempo, dice el Señor, en que haré surgir un renuevo del tronco de David: será un rey justo y prudente y hará que en la tierra se observen la ley y la justicia”.

Nos habría recordado que tenemos a Jesucristo, el Rey-Mesías, presente entre nosotros, no sólo para guiarnos en la vida, sino también darnos los medios de obtener la verdadera unidad por medio de la Eucaristía.  Jeremías nos hubiera predicado la misma doctrina que san Pablo: “El pan es uno, y también nosotros, aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues participamos de un solo pan”.  Si no vivimos en paz y armonía los unos con los otros, no podemos culpar a nadie sino a nosotros mismos, porque en la Eucaristía tenemos los medios para lograr vivir en paz y armonía.

Mt 1, 18-24

Si ayer San Mateo nos presentaba los antepasados de Jesús, hoy nos acerca a contemplar los protagonistas de su nacimiento: José, María y el actor principal: el Espíritu Santo.

Dios para realizar sus planes de amor y liberación se sirve de personas muy concretas, sencillas, que cumplen su voluntad, a veces de manera misteriosa. José aparece aquí como el hombre de fe humilde y de obediencia confiada. Si él ofrecía la bendición otorgada por la genealogía desde Abraham hasta Jacob, padre de José, es a María por obra del Espíritu Santo a quien se le da la bendición de engendrar al Mesías. Dios actúa en la pequeñez y debilidad humana.

María y José en medio de sus dificultades propias, dan un “sí” como respuesta a la propuesta de Dios. Parecería muy pequeña su aportación, pero es la aportación de los humildes la que hace posible la actualización y realización de la obra de la salvación. Así Dios, por estas respuestas misteriosas, confiadas y llenas de fe, inicia por obra del Espíritu Santo, la plenitud de la salvación.

Por otra parte, tanto en la primera lectura de Isaías, como en este pasaje, se ofrecen diversos nombres que nos indican la misión del Mesías. Isaías nos dice que se le llamará: “El Señor es nuestra justicia”, por otra parte, San Mateo nos dice que le pondrán por nombre Jesús porque “Él salvará a su pueblo de sus pecados”, y retoma la profecía de Isaías donde se afirma que se le dará el nombre de Emmanuel que quiere decir “Dios con nosotros”. ¿Contradicción? De ninguna forma, el nombre dado distintamente en cada momento, nos señala cada uno de ellos diferentes atributos del Mesías, reflejan la gran misión y la tarea que viene a realizar en cada uno de nosotros el Mesías.

Hoy necesitamos este Mesías que nos ofrezca su justicia, que nos traiga la salvación y que nos haga sentir su presencia en medio de nosotros.

Que hoy contemplando la misión de María y José, y los diferentes nombres del Mesías, también nosotros revisemos cuál es nuestra relación con el Salvador y cuál es nuestra misión y la tarea en nuestro mundo actual. No tengamos miedo, también con nosotros actúa el Espíritu Santo.

Feria Privilegiada 17 de Diciembre

Gn 49, 2. 8-10

Cuando nació Jesucristo, los judíos habitaban en una insignificante provincia del poderoso imperio romano.  Desde un punto de vista meramente humano, hubiera sido más lógico que Dios hubiera escogido otro pueblo para el nacimiento del Mesías. 

Pero Dios sabía muy bien lo que quería.  Escogió la tribu de Judá, los judíos, y de esa tribu, escogió la casa de David.  Dios había insistido en que, por medio de David y sus descendientes, el cetro de rey y el poder de gobernar, nunca se apartarían de la tribu de Judá.

La profecía relatada en la lectura de hoy tiene pleno cumplimiento en la persona de Jesucristo, nacido de la casa de David como el Rey-Mesías.

Dios no sólo sabía lo que quería; también sabía lo que estaba haciendo.  Estaba dando a entender que solamente Él era Dios.  Él no tenía que apoyarse en ejércitos poderosos para vencer el mal en el mundo.  No tenía que recurrir a la sabiduría del mundo para difundir su verdad.  Tampoco tenía que depender de ningún gobierno humano para establecer la justicia y la paz.  Dios hizo presente su poder salvador en un niño judío, Jesucristo: un acto que parece debilidad a los ojos de los poderosos de este mundo.  Dios hizo lo que hizo como una señal de que nosotros alcanzamos la salvación no por medio de nuestros propios esfuerzos humanos, sino por su don gratuito en Cristo Jesús.

Ninguna sabiduría humana, ningún poder humano puede suplantar a Dios.  Así pues, es justo y necesario que alabemos sólo a Dios, la obra de nuestra salvación.

Mt 1, 1-17

San Mateo nos ofrece esta larga lista de personas, que pertenecen a la genealogía de Jesús, con un propósito muy claro: demostrar que Jesús es el Mesías esperado.

Al presentarnos a sus antepasados, San Mateo nos enseña como Jesús pertenecía a un pueblo, el de Israel; a una descendencia, la de Abraham; y a una familia determinada, la del rey David; para demostrar que en Él se cumplen las Escrituras. Además, las tres series de catorce generaciones tienen claramente un significado simbólico de alcanzar la plenitud de la vida y de los tiempos. Así, con esta enumeración San Mateo ofrece un homenaje a Jesús como Mesías y Salvador.

Pero más allá de los nombres también quiere enseñarnos algo muy importante: Jesús al hacerse hombre, viene a participar en plenitud de la humanidad. Se inserta en la genealogía de personas muy concretas de carne y hueso, de triunfos y fracasos. Sólo asumiéndola puede redimirla. Cristo quiere, pues, participar del dolor, sufrimiento, alegrías y dolores de todos los hombres. Viene a hacerse hombre para poder hacernos hijos de Dios.

Ya estamos muy próximos a celebrar la Navidad, si Él participa de todo lo que nosotros somos, preparémonos también nosotros para participar de todo lo que Él nos ofrece.

Entre los antepasados de Jesús encontramos la grandeza y la caducidad humana, pero Dios es siempre fiel. Nosotros también nos reconocemos con grandes logros, pero también con crueles miserias. Este Cristo que se hace uno de nosotros, que toma nuestra carne y nuestra historia viene a redimirnos. Pero aun cuando la liberación es un precioso regalo, requiere la participación y respuesta humana.

Necesitamos reconocer a Cristo como uno de los nuestros, necesitamos aceptarlo en nuestras vidas y en nuestras luchas.

Que estos días de Adviento sean una verdadera preparación para participar del Emmanuel: Dios con nosotros.

Martes de la III Semana de Adviento

Sof. 3, 1-2. 9-13.

El Señor nos dice por medio del profeta Isaías: «Así como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de haber fecundado la tierra y de hacerla producir frutos abundantes, así será la Palabra que salga de mi boca, no volverá a mí con las manos vacías.» Solamente nosotros tenemos el poder de hacer inútil esa Palabra de Dios por cerrarnos en nuestros egoísmos, maldades, miserias y pecados. Entonces la Encarnación del Hijo de Dios, como Salvador nuestro, dejaría de ser eficaz para nosotros, y seríamos dignos de que el Señor nos reprendiera, como hoy lo hace por medio del profeta Sofonías, diciendo: «Ay de la ciudad rebelde y opresora, que no ha escuchado la voz, ni aceptado la corrección; que no ha confiado en el Señor ni vuelto a su Dios.»

Mas no por eso pensemos que el Señor nos ha abandonado; Él continúa amándonos e invitándonos a volver a Él, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Efectivamente, Dios no envió a su propio Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Si el pecador se arrepiente y se convierte, encontrará en Cristo la salvación. Por muy grandes que sean los pecados del hombre, Dios le llama continuamente a la conversión y le ofrece su perdón. Por eso, los que hemos depositado nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor, hemos de confiar en Él, en su amor, en su bondad, en su misericordia, pues siempre está dispuesto a quitar de en medio de nosotros el orgullo, la soberbia y cualquier otra clase de maldad. Por eso, si en verdad ha llegado a nosotros la salvación de Dios, manifestémosla mediante nuestras buenas obras, pues sólo por medio de ellas expresamos, de un modo externo, nuestro amor fiel a la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros.

Mt 21, 28-32

Hoy la enseñanza de Jesús se basa en la figura de Juan el Bautista, pero añade además una parábola para que a todos nos quede claro que es lo que pretende.  Con la comparación del comportamiento de dos hijos, nos manifiesta que a Dios le interesa, no tanto, lo que se dice, sino lo que se hace.

Las palabras que no corresponden a la vida no sirven para nada; los actos que no son coherentes con la predicación, borran las más bellas palabras y deslucen los más bellos pensamientos. 

Pero en estos tiempos de tanta comunicación es fácil escondernos en aparentes compromisos, en publicadas acciones o en la simulación de una entrega.

Para Cristo, basándose en la figura de Juan, todo esto es basura.  El reclamo que les hace a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, parece que nos alcanza también a muchos de nosotros: hablamos, prometemos, aparentamos, pero no cumplimos.

Cuantas veces hemos oído compromisos de luchar contra la corrupción, cuantos descalabros hemos tenido porque después de haber aparentado una administración honorable, descubrimos las grandes estafas.

Los que nos llamamos cristianos, ¿realmente estamos comprometiendo nuestra vida en el seguimiento de Jesús?  Suenan duras las palabras de Jesús si las tomamos en su verdadero sentido: “los publicanos y las prostitutas se nos han adelantado en el camino del Reino de Dios”, y da la razón muy clara: “porque vino Juan y predicó el camino de la justicia y no le creyeron”

La coherencia de Juan es un fuerte reclamo a nuestras incoherencias.  Ya decía en la primera lectura el profeta Sofonías: “Ay de la ciudad rebelde y contaminada, de la ciudad potente y opresora, no ha escuchado la voz ni ha aceptado corrección, no ha confiado en el Señor”

Claro que anuncia un nuevo día, pero al igual que Juan el Bautista, exige conversión.  Adviento tiempo de conversión. ¿Realmente lo estamos viviendo como un tiempo de cambio, de conversión, de volvernos hacia Dios en un camino de justicia?

Lunes de la III Semana de Adviento

Núm 24, 2-7. 15-17

En la primera lectura escuchamos una profecía muy singular.  Se trata de un profeta, es decir, de alguien que inspirado por Dios habla en su nombre; pero no es un profeta del pueblo de Israel, sino que es un extranjero y, en el caso, enviado en contra de Israel.  Se trata de un profeta originario de Siria.  Israel se va adueñando de la tierra prometida; el rey de Moab, temiendo ser atacado, mandó traer al profeta y le encargó que maldijera a Israel para alejarlo de sus dominios, pero los oráculos del profeta fueron de bendición y no de maldición. 

El rey Balaq le decía: “ya que no los maldices, por lo menos no los bendigas” Respondió Balaam: “¿No te he dicho que hago todo lo que me dice Dios?”

Colocado el profeta en un lugar desde donde podía ver a todo el ejército de Israel acampado, pronunció el bellísimo oráculo que acabamos de escuchar.  Este oráculo, la tradición cristiana lo ha visto como mesiánico.  La imagen de la estrella—la luz—y el centro—el poder—, dominan todo el oráculo que va a encontrar su perfección en la promesa del ángel: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.

Mt 21, 23-27

Jesús exhortaba a la gente, la curaba, enseñaba y hacía milagros, y eso ponía nerviosos a los jefes de los sacerdotes, porque con su dulzura y entrega al pueblo atraía a todos a sí. Mientras que ellos, los funcionarios, eran respetados por la gente, pero no se les acercaban porque no confiaban en ellos. Entonces se ponen de acuerdo para poner acorralar a Jesús. Y le preguntan: “¿Con qué autoridad haces tú estas cosas? Porque no eres sacerdote, ni doctor de la ley, no has estudiado en nuestras universidades. No eres nadie”. Jesús, con inteligencia, responde con otra pregunta y pone a los jefes de los sacerdotes contra la esquina, preguntando si Juan el Bautista bautizaba con una autoridad que le venía del cielo, es decir de Dios o de los hombres. Mateo describe su razonamiento. «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?” Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta». Y se lavan las manos y dicen: «No sabemos». Esa es la actitud de los mediocres, de los embusteros de la fe. No solo Pilato se lavó las manos; también estos se lavan las manos: «No sabemos». No entrar en la historia de los hombres, no involucrarse en los problemas, no luchar para hacer el bien, no luchar para curar a tanta gente que lo necesita… “Mejor no. No nos manchamos”. Y responde Jesús con la misma música: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». Estas son dos actitudes de los cristianos tibios, de nosotros –como decía mi abuela– cristianos flojos; cristianos sin consistencia. Una actitud es dejar arrinconar a Dios: “O me haces esto o no iré más a la iglesia”. ¿Y qué responde Jesús?: “Pues adelante, allá tú, arréglatelas cómo puedas”.

 La otra actitud de los cristianos tibios es lavarse las manos, como los discípulos de Emaús aquella mañana de la Resurrección. Ven a las mujeres tan contentas porque habían visto al Señor, pero no se fían, porque las mujeres son demasiado fantasiosas, y se lavan las manos. Así entran en la hermandad “de San Pilato”. Tantos cristianos se lavan las manos ante los retos de la cultura, de la historia, de las personas de nuestro tiempo; también ante los desafíos más pequeños. Cuántas veces oímos al cristiano tacaño ante una persona que pide limosna y no la da: “No, no yo no doy porque luego se emborrachan”. Se lavan las manos. “Yo no quiero que la gente se emborrache y no doy limosna”. Pero no tiene para comer. “Ese es su problema: yo no quiero que se emborrache”. Lo oímos tantas veces, muchas. Dejar a Dios en una esquina y lavarse las manos son dos actitudes peligrosas, porque es como desafiar a Dios. Pensemos qué pasaría si el Señor nos dejase en una esquina. Jamás entraríamos en el paraíso. ¿Y qué pasaría si el Señor se lavase las manos con nosotros? ¡Pobrecillos!

 Son dos actitudes hipócritas de educados. “No, eso no. Yo no me meto”, y arrinconan a la gente, porque es gente sucia: “yo ante eso me lavo las manos porque son cosas suyas”. Veamos si en nosotros hay algo del género y si lo hay, expulsemos esas actitudes para dejar sitio al Señor que viene.

Sábado de la II Semana de Adviento

Eclesiástico 48, 1-4.9-11.

El autor de la 1ª lectura de hoy, llamado Jesús ben Sirac, notable maestro en Jerusalén, y profundo creyente, no ve con buenos ojos que la cultura griega se vaya adueñando del pensamiento judío.

El pueblo judío posee la auténtica Sabiduría y no tiene que envidiar ninguna otra cultura.

Y si lo hace, perderá la conexión con Dios, autor de la verdadera Sabiduría.

Por eso acude a la figura del profeta Elías como símbolo del defensor de la religión de Yahvé. Con gran energía y palabra ardiente combatió la idolatría e impiedad de la sociedad de su tiempo.

El profeta Elías defendió el honor de Dios frente al culto de dioses extranjeros y condenó la infidelidad de los reyes de Israel. Fue un profeta de fuego, defendiendo la alianza del pueblo con el Señor.

San Mateo 17, 10-13

Sobre el Evangelio de hoy – Sólo en privado, a los Doce, Jesús comienza a hacer la catequesis sobre su verdadera identidad. El Hijo del hombre, es decir el Mesías, el Ungido, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los escribas, ser asesinado y resucitar.

Éste es el camino de su liberación. Éste es el camino del Mesías, del Justo: la Pasión, la Cruz. Y a sus discípulos, Jesús les explica su identidad… Es ésta la pedagogía que Jesús utiliza para preparar los corazones de los discípulos, los corazones de la gente, para comprender este Misterio de Dios.

Es tanto el amor de Dios, es tan feo el pecado, que Él nos salva así: con esta identidad en la Cruz. No se puede comprender a Jesucristo Redentor sin la Cruz: no se lo puede comprender.

Podemos llegar a pensar que es un gran profeta, hace cosas buenas, que es un santo. Pero a Cristo Redentor sin la Cruz no se lo puede comprender.

Y los corazones de los discípulos, los corazones de las personas no estaban preparados para entenderlo. No habían entendido las Profecías, no habían entendido que, precisamente era Él, el Cordero para el sacrificio. La gente no estaba preparada.

Poco a poco, Jesús nos prepara para entenderlo bien. Nos prepara para que lo acompañemos con nuestras cruces en su camino hacia la redención.

Viernes de la II Semana de Adviento

Isaías 48, 17-19.

El pueblo de Dios no siempre se mantiene fiel a su alianza con el Señor: varía, cambia, se aleja de Dios, se arrepiente.

Por eso, encontramos en los profetas mensajes de censura y mensajes de aliento; llamadas a la conversión y promesas de éxitos. Si el pueblo se mantenía fiel a la alianza con Dios, practicando sus mandatos, disfrutaría de paz duradera y su grandeza se extendería como las arenas de la playa.

En la lectura de hoy, el profeta nos ofrece como un lamento de Dios porque su pueblo no le ha sido fiel. Por eso ha frustrado los proyectos de salvación y de bendición.

Mt 11,16-19

Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos siempre descontentos que no saben jugar con felicidad, que rechazan siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se canta un canto de lamento, no lloran, ninguna cosa les está bien.

Aquella gente no estaba abierta a la Palabra de Dios. Su rechazo no es al mensaje, es al mensajero. Rechazan a Juan el Bautista, que no come y no bebe pero dicen que es un endemoniado.

Rechazan a Jesús, porque dicen que es un glotón, un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Siempre tienen un motivo para criticar al predicador.

Y ellos, la gente de aquel tiempo, preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio, bien hecho. Pero al predicador, no.

Jesús les hace recordar: «Sus padres han hecho lo mismo con los profetas». El pueblo de Dios tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los profetas, los ha perseguido, los ha asesinado.

Estas personas dicen aceptar la verdad de la revelación, pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada en sus preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en su espiritualidad desencarnada. Son aquellos cristianos siempre descontentos de lo que dicen los predicadores.

Estos cristianos que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes no son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación.

Y este es el escándalo de la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz.

Escandaliza el hecho que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores: ¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un criminal. Eso escandaliza.

Estos cristianos tristes no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea, también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia.

Que la venida de Cristo, la Navidad, sea un cambio de perspectiva en nuestras vidas. Como bien lo expresaba san Francisco: “no querer ser consolados, sino consolar; no querer ser comprendidos, sino comprender; no buscar ser amados, sino amar”.

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

Las palabras que por medio del profeta dirige Dios a su pueblo están llenas de cariño y ternura. Lo llama «gusanito de Jacob, oruga de Israel»; el pobre pueblo desterrado y diezmado no es casi nada, pero Dios omnipotente lo lleva de su mano, lo convertirá en instrumento de transformación y de juicio.

En medio de los grandes imperios que se sucedieron en el Medio Oriente Antiguo, apenas queda el recuerdo en la historia y las ruinas. En cambio el gusanito de Jacob, la oruga de Israel, sobrevive hasta el día de hoy.

La lectura de Isaías tiene una segunda parte que podríamos llamar «ecológica». Para los sedientos, los pobres e indigentes que no tienen agua, los que languidecen en el desierto de sus necesidades y miserias, Dios promete un paraíso regado por fuentes de agua viva, sembrado de las mejores especies de árboles conocidos en la Biblia. Nos suenan a utopía las palabras del profeta, a sueños irrealizables y consuelos imaginarios. Pero a nosotros corresponde convertir en realidad las utopías y los sueños. El amor, la justicia y el derecho, la solidaridad y el perdón que debemos testimoniar ante el mundo, lo pueden convertir en un paraíso. Porque no trabajamos nosotros, es por nuestro medio como actúa «la mano del Señor». No podemos convertir estas fiestas ya próximas en un pretexto para el despilfarro y la inconsciencia; han de revivir en nosotros la fe y el compromiso de hacer realidad las palabras de Dios.

Mt 11,11-15

Las palabras de Isaías en la primera lectura son como un bálsamo en el corazón porque anima a su pueblo a levantarse de su postración: “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por la diestra y te digo: No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio” Son palabras tiernas que intentan alentar y fortalecer a un pueblo que desfallece en el destierro y está a punto de sucumbir a la tentación del desaliento.

Pequeños como un gusanillo, insignificante como una oruga, así han hecho sentir al pueblo de Israel las agresiones y el hambre, las humillaciones y los fracasos.  Pero el profeta lo invita a sentirse tomado por la diestra del Señor. Y lanza al pueblo de Israel a una misión que tiene los objetivos claros de destruir toda maldad.  Son palabras dirigidas también a nosotros que en medio de nuestras angustias y debilidades buscamos nuevos caminos de salvación y nos enfrentamos a las nuevas dificultades que otros enemigos, muy distintos de los de aquellos tiempos se nos presentan.

Pero por más pequeños que nos sintamos, por insignificantes que nos consideremos, debemos reconocernos en la mano del Señor, debemos escuchar las dulces palabras de aliento que nos ofrece el Señor, debemos meditar en nuestro corazón la melodía de amor y de fortaleza que nos da Dios.

Tiempo de Adviento es tiempo de reconocerse necesitado y hambriento de Dios; es sentirse acurrucado a su regazo y protegido de todos los males, es descubrir, como nos dice el Salmo Responsorial, al “Señor que es bueno con todos” y cuyo amor se extiende a todas las criaturas.

Pero esta sensación de seguridad y de ayuda, de ninguna manera nos llevará a falsas ilusiones de proteccionismo o pasividad.  Todo lo contrario, ya el mismo Señor nos dice que el Reino de los Cielos exige esfuerzo y que sólo los esforzados lo alcanzarán. Como Juan el Bautista y los profetas que lo anunciaron.

Juan el Bautista, el mayor de los profetas nos urge con su presencia y con sus palabras para descubrir esa misericordia y grandeza de Dios en el Mesías que está por llegar.

Ser cristiano y hacer que la vida cristiana sea una realidad no es algo que sucede por arte de magia, sino que exige de la cooperación de cada uno de nosotros. Es necesario por ello estar convencidos de que verdaderamente vale la pena ser cristiano. Si no estamos completamente convencidos de que la vida en el Reino, que la vida cristiana es la mejor opción y oportunidad que tiene el hombre para ser feliz y alcanzar la plenitud y su realización, será muy difícil que el Reino se haga una realidad.

¿Qué siente tu corazón al escuchar las palabras de Isaías? ¿Cómo te acercas a este Dios que es tu protección y tu vida?

Miércoles de la II Semana de Adviento

Is 40, 25-31

Hoy leemos en Isaías palabras de aliento y de confianza. Nos pasa a veces como a Jacob, como a Israel, como al pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Pensamos que Dios nos ha olvidado, que no conoce nuestro camino de sufrimientos y carencias, que se le pasa por alto nuestra causa. El mismo Dios responde a nuestras quejas desconfiadas mostrándonos su omnipotencia.

El pequeño pueblo de Israel en el destierro podía ser fácil víctima del desaliento, pensaría que en caso de poder regresar a su tierra el camino sería largo, lleno de dificultades, una verdadera prueba de resistencia hasta para la gente joven, los más vigorosos y entusiastas. Dios les hace saber que él no se cansa ni fatiga, no podría hacerlo el creador de los mundos, el que los sostiene en la existencia con el aliento de su boca. Y está dispuesto a comunicarnos su vigor, a participarnos su resistencia, hasta el punto de que ni los jóvenes nos puedan competir. Todo para animarnos al regreso a la casa paterna, por lejos que estemos, al país de nuestra fe y de nuestras mejores esperanzas, a nuestra comunidad y nuestra iglesia de las cuales, tal vez, nos autoexiliamos por indiferencia o descontento.

Mt 11, 28-30

Este año, quizás como nunca, las palabras de Isaías en la primera lectura (Isaías que lleva el ritmo del Adviento), parecen hacerse realidad a cada momento.  Israel se siente abandonado, no escuchado por Dios y con la tentación de buscarse otros dioses que resuelvan sus problemas.  Isaías los llama a la reflexión y les muestra a Dios como el único, como el que ha hecho todas las cosas y quien puede salvarlos.

Las palabras de Israel podríamos asumirlas cada uno de nosotros: “mi suerte se le oculta al Señor y mi causa no le preocupa a Dios”, pero la respuesta del Señor a través de Isaías anima al pueblo a mantenerse fiel, porque Dios da vigor al fatigado y al que no tiene fuerzas le da energía.

Quienes ponen su esperanza en el Señor renuevan sus fuerzas, le nace alas como de águila, corren y no se casan, camina y no se fatigan.  Son palabras bellas que se hacen realidad en quien confía en el Señor.

Lo hemos experimentado siempre que vivimos en plenitud del amor.  Es cierto que las dificultades y problemas siguen presentes pero si los afrontamos con amor y por amor, se pueden superar y tienen sentido.

Isaías nos acerca a este Dios que se manifiesta como padre preocupado por sus hijos y en este amor pone la esperanza para superar todos los problemas.

En Jesús que se hace carne y presencia en medio de los hombres, podemos encontrar el consuelo que promete Isaías.  Por eso Él mismo repite, pero en presente y con rasgos de actualidad las palabras que solamente eran una promesa.  También hoy nos dirige Jesús las mismas palabras que a las multitudes que caminaban sin sentido y de las cuales tenía compasión.  También para nosotros es su invitación a acercarnos a Él, con todas nuestras fatigas y agobios.  También nosotros encontraremos en Él consuelo y descanso.

Tiempo de Adviento, es tiempo de encuentro con el único que puede sostenernos en medio de nuestros conflictos y darnos la verdadera esperanza.

Dejemos entrar en nuestro corazón las palabras de Jesús:
“Venid a Mí todos los que estáis fatigados y agobiados por la carga y yo os daré alivio”

¿Por qué no nos acercamos a Jesús?  ¿Por qué no hacemos suyas nuestras palabras?  ¿Por qué no creemos que Él puede tomar sobre sus hombros nuestras cargas, nuestras dolencias, nuestras preocupaciones?

Tiempo de Adviento, tiempo de encuentro con el Señor Jesús.

Martes de la II Semana de Adviento

Isaías 40, 1-11.

La primera lectura comienza con un anuncio de esperanza. «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen». El Señor nos consuela siempre con tal de que nos dejemos consolar. Dios corrige con el consuelo, pero ¿cómo? «Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». ¡Eso es ternura! ¿Cómo consuela el Señor? Con ternura. ¿Cómo corrige el Señor? Con ternura. ¿Cómo castiga el Señor? Con ternura. ¿Te imaginas en el pecho del Señor, después de haber pecado? El Señor conduce, el Señor guía a su pueblo, el Señor corrige; incluso, diría yo, el Señor castiga con ternura. La ternura de Dios, las caricias de Dios. No es una actitud didáctica o diplomático de Dios: le sale de dentro, es la alegría que tiene cuando un pecador se acerca. Y la alegría lo hace tierno.

 Recordad la parábola de hijo pródigo, con el padre que ve de lejos al hijo, porque lo esperaba, subía a la terraza para ver si el hijo regresaba. Corazón de padre. Y cuando llega y empieza aquel discurso de arrepentimiento, le tapa la boca y hace una fiesta. La tierna cercanía del Señor.

En el Evangelio (Mt 18,12-14) vuelve el pastor, aquel que tiene cien ovejas y pierde una. «¿No deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado». Esa es la alegría del Señor ante el pecador, ante nosotros cuando nos dejamos perdonar, nos acercamos a Él para que nos perdone. Una alegría que se hace ternura, y esa ternura nos consuela.

 Tantas veces nos lamentamos de las dificultades que tenemos: el diablo quiere que caigamos en el espíritu de tristeza, amargados de la vida o de los propios pecados. Conocí a una persona consagrada a Dio a la que llamábamos ‘Quejica’, porque no hacía otra cosa que quejarse, era el premio Nobel de las quejas. Cuántas veces nos quejamos, nos lamentamos y muchas veces pensamos que nuestros pecados, nuestras limitaciones no pueden ser perdonados. Y ahí, la voz del Señor viene y dice: “Yo te consuelo, estoy cerca de ti”, y nos toma con ternura. El Dios poderoso que ha creado el cielo y la tierra, el Dios-héroe, por decirlo así, hermano nuestro, que se dejó llevar a la cruz a morir por nosotros, es capaz de acariciarnos y decir: “No llores”.

 Con cuánta ternura acariciaría el Señor a la viuda de Naím cuando le dijo: “No llores”. Quizá, delante del ataúd del hijo, la acarició antes de decirle “no llores”. Porque aquello era un desastre. Debemos creer en este consuelo del Señor, porque después está la gracia del perdón. “Padre, yo tengo tantos pecados, he hecho tantos errores en mi vida” –“Pues déjate consolar” –“Pero, ¿quién me consuela?” –“El Señor” –“¿Y adónde debo ir?” –“A pedir perdón: ¡ve, ve! Sé valiente. Abre la puerta. Y Él te acariciará”. Él se acercará con la ternura de un padre, de un hermano: como un pastor apacienta el rebaño y con su brazo lo reúne, lleva los corderillos sobre su pecho y conduce dulcemente a las ovejas que crían, así nos consuela el Señor

Mateo 18, 12-14

Una de las cosas que siempre llaman la atención en la Sagrada Escritura es la continua preocupación de Dios por la salvación de todos los hombres, y de manera particular, como lo vemos hoy, por aquellos que se han alejado o se encuentran perdidos.

El tiempo del Adviento se presenta siempre como una nueva oportunidad que Dios nos brinda para acercarnos a él. Es el tiempo que recordamos, como nos lo dice san Pablo, que Dios no tuvo como bien el permanecer en su cielo, sino que se hizo uno de nosotros, se encarnó para rescatarnos. Jesús vino desde el cielo para que todos los que estábamos en la oscuridad viéramos la luz.

Es ahora también nuestra oportunidad de ayudar en esta acción de «rescate» de aquellos que aún no conocen o que conociendo no aman a Dios. Tu y yo, con nuestro testimonio lo podemos hacer, pero podemos, sobre todo en este tiempo, en lugar de hablar tanto de posadas y fiestas, aprovechar para hablar del misterio por medio del cual nos rescata y nos reintegra a su rebaño.

La Navidad, entonces no es solo una fiesta, sino un momento profundo encuentro con Dios. Adereza tus conversaciones con el tema de la Navidad, háblales a tus amigos de cómo Dios se hizo hombre para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia.

Inmaculada Concepción de María

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.