Sábado de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Sant 5, 13-20; Mc 10, 13-16

Casi todos los católicos piensan en llamar a un sacerdote cuando una persona de la familia está moribunda.  Ese momento es sumamente importante y hay que tomar todas las debidas precauciones.  Para el momento de la muerte, la Iglesia cuenta con el sacramento de la reconciliación (confesión), si es posible, y con la sagrada comunión en forma de viático.  El sacramento de la unción de los enfermos, que se promulga en esta carta de Santiago, está destinado de por sí, no a los moribundos, sino a los que están gravemente enfermos.

En realidad el objetivo fundamental que pretende Santiago en la lectura de hoy consiste en que la oración debe incorporarse a todos los momentos de nuestra vida, no sólo a los momentos de crisis.  Vale la pena repetir sus palabras: «¿Sufre alguno de ustedes?  Que haga oración.  ¿Está de buen humor?  Que entone cantos al Señor».  La oración es importante y necesaria no solamente en las enfermedades, y esto debemos tenerlo muy en cuenta.

Toda clase de oración, de petición o de alabanza  o cualquier otro tipo de oración es una forma de expresar nuestra dependencia total respecto de Dios.  El Señor es nuestro Padre, y nosotros, sus hijos, más dependientes de El que un bebé lo es de su madre.  Cuando Jesús abrazó a los pequeños, declaró: «De ellos es el Reino de los cielos».  La oración auténtica ayuda a desarrollar las actitudes de niño, que Jesús quiere de nosotros: la sencillez, la humildad y la confianza.

No importa nuestra edad, ni tampoco nuestras responsabilidades en la vida: ante Dios somos como niños pequeños.  Debemos de sentirnos felices de tener esta relación con Dios, que nos dará un gran sentido de tranquilidad y de paz a lo largo de nuestra vida.  Si tenemos las actitudes de un niño, Jesús mismo nos abrazará y nos bendecirá imponiéndonos sus manos.

Viernes de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 1-12

Asunto difícil el que le plantean a Jesús, sobre todo por la legislación que imperaba en el mundo judío. La pregunta no es si puede haber divorcio, sino, si el hombre puede divorciarse de su mujer. Daban por descontado que había divorcio pero solo por parte del varón.

Ya desde el Deuteronomio se hablaba de que el hombre podía repudiar a su mujer casi por cualquier minucia, aunque después algunos expertos de la ley discutían los motivos razonables para abandonar a la mujer.

Jesús va mucho más allá, no se engancha en dirimir las interpretaciones de la ley sino que va al fondo de la cuestión. La solución que ofrece Moisés en el Deuteronomio es por la dureza del corazón. Pero el proyecto original de Dios no es una discriminación hacia la mujer, si no la igualdad de varón y mujer para hacerse imagen y semejanza de Dios.

El matrimonio es el sacramento del amor y expresa la presencia viva de Dios en medio de quienes desean compartir sus vidas unificadas por el amor mutuo. Tal relación se fundamenta en el conocimiento profundo, mutuo, de las dos personas; en la ruptura de los estrechos límites del egoísmo, para dar paso al compartir, a la amistad, al afecto, al encuentro íntimo de los cuerpos. Por ello, Jesús recuerda a los fariseos el elemento esencial de la unión matrimonial: ser una sola carne, un solo ser, una sola persona.

Ser uno solo significa que los dos son responsables de mantener vivo el amor primero, significa que los dos son iguales, que no hay uno más importante que el otro, sino que cada uno, con su propia identidad, forma parte indispensable de este proyecto de amor. Por tanto, el divorcio es la consecuencia de no comprender el sentido original del matrimonio, de poseer un corazón de piedra incapaz de amar a Dios, quien es el prójimo por excelencia; de no abrir el corazón al perdón, a la ternura, a la misericordia con el otro. Es necesario un corazón de carne para que el amor conyugal sea fuerte e indisoluble.

Hoy también fácilmente se cae en la tentación de uniones libres, de divorcios al vapor o de actitudes discriminatorias.

¿Qué nos dice hoy Jesús para nuestra sociedad? ¿Estamos viviendo el amor de pareja conforme al proyecto original que Dios pensó para la humanidad?

Que el Señor bendiga los matrimonios y las familias.

Jueves de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Sant 5, 1-6  y Mc 9, 40-49

En la primera lectura de hoy, Santiago resuena como un profeta del A.T., que denuncia las injusticias de su tiempo.  Parece que en el tiempo de Santiago existían parecidas injusticias, aun entre los primitivos cristianos.  Y no debemos admirarnos, porque tales injusticias existen entre nosotros.

La denuncia de las injusticias nunca ha sido bien recibida.  Desde la época de los profetas hasta nuestro tiempo algunas personas valientes han dado la vida por defender la justicia social.  Hace unos cuantos años fuimos testigos de la muerte de un arzobispo que defendía  los derechos de los oprimidos en el Salvador.  Los ricos, explotadores de los demás, poseen medios para vengarse de aquellos que les provocan remordimientos de conciencia.  En ambientes católicos la venganza es relativamente suave y utiliza como medio las cartas de queja dirigidas al obispo acerca de ciertos sermones.

Nosotros protestamos en contra de las abominaciones de nuestra sociedad, como el aborto, pero debemos ser coherentes y reconocer la dignidad fundamenta.  ¿Cuál es nuestra actitud hacia los despreciados, como los alcohólicos, los drogadictos, los abandonados…?  ¿Aceptamos verdaderamente los derechos humanos de la gente pobre y marginada, que habla ya una lengua que no es nuestra lengua?

Jesús nos llama a cumplir algo más que la justicia estricta.  El espera que veamos y amemos a su propia persona, escondida bajo los disfraces de toda esta humanidad que nos rodea.  Este es el sentido de sus palabras: «Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no quedará sin recompensa».  Y nosotros ¿le negamos el vaso de agua a alguna persona?

Miércoles de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 38-40

Una de las cosas que evitan que se dé la unidad en nuestra Iglesia es lo que se conoce como «Capillismo», es decir esa tendencia a pensar que solo nuestro grupo, nuestro movimiento, es el único que tiene la verdad y que los otros no tienen ni siquiera razón de existir; esta actitud sucede incluso cuando se piensa que tal o cual sacerdote o tal o cual líder religioso es el que tiene la exclusiva para la construcción del Reino.

¿Quién no se ha encontrado en esa difícil situación de tener que elegir entre dos bandos? Sucede sobre todo entre jóvenes y adolescentes, pero no solo en ellos. Si le hablas a uno pierdes la amistad con el otro, o si saludas al primero ya compraste una enemistad irreconciliable con el segundo. Pero esto es mucho más grave cuando a los sentimentalismos se añaden los fundamentalismos: religiosos, políticos, ideológicos o de intereses.

Podemos hacer mucho por nuestra sociedad pero nos sumergimos en discusiones, en acusaciones y dudas a priori que dificultan toda relación. Esto no es exclusivo de nuestro tiempo, ya en los tiempos de Jesús existía, es más, el Evangelio de este día, nos dice cómo los mismos discípulos caían en la intolerancia y en la descalificación de los que no eran del grupo.

Jesús nos enseña que hay cosas más importantes que los fundamentalismos y crítica fuertemente la discriminación que hacen sus discípulos. No es más importante la religión que la verdad, que la vida o que el amor.

Cuando ponemos nuestro estandarte por encima de la verdad, cuando esgrimimos intereses de grupo por encima de la justicia estamos traicionando a la verdad y al mismo Jesús.

Jesús nos enseña una apertura grande por todos los que buscan la verdad y luchan contra el mal.

¿Verdad que sería muy distinto si todos los partidos buscarán el bienestar de nuestro país? ¿Verdad que superaríamos las dificultades sí todas las corrientes religiosas privilegiáramos la lucha por la vida, por la dignidad de la persona y por el bien común?

Lo importante no es el sectarismo, lo importante es la construcción del Reino con el que sueña Jesús.

¿A quiénes hemos dejado a un lado, tan solo porque son distintos de nosotros? ¿Por qué miramos con desconfianza a aquellos que están haciendo bien las cosas, pero no son de nuestro grupo?

Hoy, Jesús también a nosotros nos dice que quienes buscan la verdad y la justicia están de parte nuestra. Más que dividir busquemos unir esfuerzos, más que imponer nuestras propuestas, abramos la mente y el corazón a la búsqueda de la verdad venga de quien venga.

Una comunidad unida, aún con miembros diferentes, logra vencer muchos obstáculos.

Vivamos como quiere Jesús.

LA CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO

El 22 de febrero estaba consagrado en la antigua Roma al recuerdo de los difuntos de la familia. La fiesta de la Cátedra de San Pedro enlaza, por tanto, con el culto que los cristianos tributaban en el presente día a sus padres en la fe junto a las tumbas de Pedro en el Vaticano y de Pablo en la carretera de Ostia. Mas, al convertirse el 29 de junio – tras la paz de Constantino (313) – en la gran festividad anual de los dos Apóstoles, se quiso honrar el 22 de febrero en la Cátedra de Pedro la promoción del Pescador de Galilea al cargo de Pastor supremo de la Iglesia.

Por consiguiente, hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia. Mas, si bien el servicio de Pedro consiste en asegurar a la Iglesia por medio de su doctrina «la integridad de la fe», también debe procurar la unidad de los cristianos, «presidir en caridad» (Ignacio de Antioquía), conducir a todos los bautizados a la participación del mismo pan y a beber del mismo cáliz. Por eso le suplicamos al Señor que haga que el Papa sea para el pueblo cristiano «el principio y fundamento visible de su unidad en una misma fe y en una misma comunión».

Este supremo y universal Primado de Pedro, perpetuo como la Iglesia misma, fue fijado establemente por Pedro en Roma, la ciudad de su episcopado particular y universal, en la que derramará su sangre por Cristo.

«Se da a Pedro el Primado, para que se muestre que es una la Iglesia de Cristo y una la cátedra… Dios es uno, uno el Cristo, una la Iglesia, y una la cátedra fundada sobre Pedro»…

Por eso el colegio episcopal permanece unido al Obispado de Roma y sucesor de Pedro, al enseñar gobernar y juzgar.

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Podrían también haber respondido que unos decían que blasfemaba, que curaba en el nombre de Satanás, que era un enemigo público…

Jesucristo quiere enseñarnos que el corazón del apóstol, del cristiano, tiene que saber lo que opina el mundo sobre Él. ¿Qué es lo que la gente cree sobre Jesucristo? Unos piensan que coarta la libertad, otros creen que es una invención de la Iglesia, otro que es consuelo para débiles y pobres e ignorantes, no para personas cultas… El corazón del apóstol tiene que arder con el pensamiento de que Cristo no es conocido, como no fue conocido en su época. Sólo Pedro en nombre de los apóstoles fue capaz de responder: Tú eres el Mesías el hijo del Dios vivo.

Sin duda que Pedro respondió movido por el Espíritu Santo y guiado por la fe. Tenemos que pedir cada día para que Jesucristo aumente nuestra fe, nuestro conocimiento en Él y en su Iglesia, pues está unidos íntimamente el conocimiento de Jesucristo y de su Iglesia. Pedirle que nos conceda esta gracia con todo el corazón para poder responder todos los días: Tú eres el Cristo, Tú eres mi Redentor, mi Señor, mi Mesías. Ojalá que así nos sintamos llamados a participar de un modo más vital y concreto dentro de la Iglesia como auténticos apóstoles.

Lunes de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 14-29

De nuevo, según el estilo de Marcos, nos presenta en un solo pasaje una gran cantidad de material para reflexión.

Hoy destacaremos únicamente el hecho de la fe que está a la base de todo el relato.

Apenas hace unos días reflexionábamos sobre la identidad de Jesús: «¿Quién dice la gente que soy yo?», preguntaba Jesús a sus discípulos. De nuevo aparece, aunque de otra manera, esta pregunta para la multitud.

El padre de familia dice: «Si puedes hacer algo por él…». Este padre de familia, al igual que muchos de nuestra comunidad cristiana, aun no se han dado cuenta que Jesús es verdadero Dios y que por lo tanto puede hacer todo (no siempre querrá hacerlo, pero pude hacerlo).

Una de las ideas que nos ha metido el mundo en la cabeza, es que nuestro Dios es un Dios pequeño, incapaz de resolver nuestros problemas. Esto ha hecho que muchos busquen otros «dioses» para resolverlos, siendo que al final se encontrarán en una situación peor.

Jesús es verdadero Dios. Cierto, hay que creer, y creer como creyó la Sirofenicia, el ciego, etc…

Puede ser que nuestra fe sea aun pequeña, pidamos pues hoy con sinceridad a Jesús: ¡Aumenta mi fe!

Sábado de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 2-13

El Evangelio de la Transfiguración anticipa la Resurrección y nos anuncia la divinidad del hombre. Nos muestra a Jesús como figura celestial: “su rostro resplandecía”. Nos da su luz para que podamos verle con ojos de fe, verle en la Eucaristía y como Pedro decirle: “Que bien se está aquí”. Él está ahí, presente, transfigurado y solo podemos verle si estamos dispuestos a seguirle. Tenemos que escuchar a Jesús y cumplir su voluntad. San Juan de la Cruz dice «Pon tus ojos solo en Él, porque en Él tengo todo dicho y revelado y hallarás en Él más de lo que puedas y deseas». Sin ningún miedo debemos escuchar a Jesús, seguir su voz, dejar que traspase nuestro corazón.

La Trasfiguración también nos habla de nuestro futuro. A través del bautismo nos revestimos de Cristo y nos convertimos en luz para los demás, luz para aquellos que hoy viven en oscuridad. Hoy se nos presenta la experiencia de la montaña. Jesús invita a sus amigos a un encuentro con Dios mismo. El monte simboliza el lugar de máxima cercanía con Dios, un lugar de ascenso, de subida interior, nuestro encuentro personal con Dios. Meditar este pasaje nos tiene que impulsar a centrar nuestra mirada en Cristo, subir a nuestro Tabor y llenarnos de esperanza. Escuchar su voz, la voz de Dios que se repite en el monte y en el bautismo: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Viernes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 34-9,1

¿Qué significa perder la vida por causa de Jesús? Esto puede suceder de dos maneras explícitamente confesando la fe, o implícitamente defendiendo la verdad.

Los mártires son el máximo ejemplo del perder la vida por Cristo. En dos mil años son una fila inmensa de hombres y mujeres que han sacrificado su vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio.

Hoy, en muchas partes del mundo son tantos, tantos, más que en los primeros siglos, tantos mártires que dan su vida por Cristo. Que son llevados a la muerte por no renegar a Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia, hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos.

Los tres tipos de martirios de la vida cotidiana hoy en día:

También está el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un perder la vida por Cristo, cumpliendo el propio deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica de la donación, del sacrificio. Pensemos:

  • ¡Cuántos papás y mamás cada día ponen en práctica su fe ofreciendo concretamente su propia vida por el bien de la familia! Pensemos en esto.
  • ¡Cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas desarrollan con generosidad su servicio por el Reino de Dios!
  • ¡Cuántos jóvenes renuncian a sus propios intereses para dedicarse a los niños, a los minusválidos, a los ancianos!

También estos son mártires, mártires cotidianos, mártires de la cotidianidad.

Y después hay tantas personas, cristianos y no cristianos, que pierden su propia vida por la verdad. Y Cristo ha dicho «yo soy la verdad», por tanto, quien sirve a la verdad sirve a Cristo.

Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad. Cuántos hombres rectos prefieren ir contracorriente, con tal de no renegar la voz de la conciencia, la voz de la verdad!

Personas rectas que no tienen miedo de ir contracorriente, y nosotros no debemos tener miedo. Entre ustedes hay tantos jóvenes. Pero a ustedes jóvenes les digo no tengan miedo de ir contracorriente.

Cuando te quieren robar la esperanza, cuando te proponen estos valores que son valores descompuestos, valores como la comida descompuesta, cuando un alimento está mal nos hace mal. Estos valores nos hacen mal por eso debemos ir contracorriente.

Y ustedes jóvenes son los primeros que deben ir contracorriente. Y tener esta dignidad de ir precisamente contracorriente. 

Jueves de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 27-33

“¿Quién dice la gente que soy?”, “¿Vosotros quién decir que soy yo?”  Son las preguntas contenidas en el pasaje del Evangelio de hoy. El Evangelio nos enseña las etapas que recorrieron los apóstoles, para saber quién es Jesús. Son tres: conocer, confesar y aceptar el camino que Dios eligió para Él.

Conocer a Jesús es lo que todos nosotros hacemos cuando tomamos el Evangelio, y tratamos de conocer a Jesús, o cuando llevamos a los niños al catecismo, al igual que cuando los llevamos a la misa. Sin embargo se trata sólo del primer paso.

El segundo es confesar a Jesús. Y esto nosotros, solos, no podemos hacerlo. En la versión de Mateo, Jesús le dice a Pedro: “Esto no viene de ti. El Padre te lo ha revelado”. Sólo podemos confesar a Jesús con el poder de Dios, con el poder del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor y confesarlo sin el Espíritu Santo, dice Pablo. No podemos confesar a Jesús sin el Espíritu. Por lo tanto, la comunidad cristiana debe buscar siempre el poder del Espíritu Santo para confesar a Jesús, para decir que es Dios, que es el Hijo de Dios.

Pero, ¿cuál es el propósito de la vida de Jesús, por qué vino? Responder a esta pregunta significa realizar la tercera etapa en el camino del conocimiento de Él.  Jesús comenzó a enseñar a sus apóstoles que debía sufrir y que lo matarían para luego resucitar.

Confesar a Jesús significa aceptar el camino que el Padre eligió para Él: la humillación. Pablo, escribiendo a los filipenses, dice: «Dios envió a su Hijo, quien se anonadó a sí mismo, se hizo siervo, se humilló a sí mismo, hasta la muerte, muerte de cruz”. Si no aceptamos el camino de Jesús, el camino de la humillación que Él eligió para la redención, no sólo no somos cristianos, sino que merecemos lo que Jesús le dijo a Pedro: «¡Aléjate de mí, Satanás!

Satanás sabe muy bien que Jesús es el Hijo de Dios, pero Jesús rechaza su “confesión” como alejó de sí mismo a Pedro cuando había rechazado el camino que Jesús había elegido. “Confesar a Jesús es aceptar el camino de la humildad y de la humillación. Y cuando la Iglesia no va por este camino, se equivoca, se vuelve mundana”.

Y cuando nosotros vemos a tantos buenos cristianos, con buena voluntad, pero que confunden la religión con un concepto social de bondad, de amistad, cuando vemos a tantos clérigos que dicen que siguen a Jesús, pero que buscan los honores, los caminos suntuosos, los caminos de la mundanidad, no buscan a Jesús: se buscan a sí mismos. No son cristianos; dicen que son cristianos, pero de nombre, porque no aceptan el camino de Jesús, de la humillación. Y cuando leemos en la historia de la Iglesia acerca de muchos obispos que han vivido así y también de muchos papas mundanos que no conocieron el camino de la humillación, no lo aceptaron, debemos aprender que ese no es el camino.

Pidamos “la gracia de la coherencia cristiana” para “no usar el cristianismo para escalar», es decir la gracia de seguir a Jesús en su mismo camino, hasta la humillación.

Miércoles de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 22-26

Un ciego, conocido como tal por todos los del pueblo, ha sido curado por Jesús. Y ahora debe guardar silencio acerca del regalo que ha recibido de Dios. Pero cuando se enciende una luz no es para ocultarla debajo de una olla de barro; ni se puede ocultar una ciudad construida sobre un monte. Aquel hombre, al pasar por el pueblo caminando con seguridad, y sin ir tomado de la mando de alguien que le condujera, estará hablando, no con las palabras, sino con los hechos, de que ha sido curado, de que Dios ha sido misericordioso con él. Tal vez muchos ambientes hostiles a nuestra fe nos hagan imposible el poder hablar abiertamente del Evangelio. En esas circunstancias nuestra vida intachable, nuestra firmeza para no ser comprados por gente deshonesta y malvada, nuestra lealtad a nuestros compromisos, nuestro amor solidario con los que nada tienen, nuestra entrega a favor del bien de todos se convertirá en el mejor testimonio del Evangelio, proclamado desde una vida que ha sido poseída por el Espíritu del Señor. Pidámosle al Señor que abra nuestros ojos al bien de tal forma que, libres de la oscuridad del pecado, seamos en adelante embajadores del Evangelio, mediante nuestras buenas obras y también mediante nuestras palabras y nuestra vida misma.

Tal vez, a pesar de estar bautizados, muchas veces vivamos como ciegos ante la problemática que aqueja a aquellos que nos rodean. Y no es tanto que no contemplemos los males que hay en el mundo, sino que los ojos de nuestro corazón pueden haberse cerrado y habernos dejado insensibles ante ellos. Al habernos encontrado con Cristo en la Eucaristía iniciamos un nuevo proceso de fe, que debe llegar a una madurez cada vez mayor, de tal forma que no nos conformemos con orar, sino que se despierte en nosotros el amor servicial sabiendo que lo que hagamos a los demás, al mismo Cristo lo hacemos. Tal vez apenas comencemos a ver y veamos a los demás borrosamente y los confundamos con árboles que caminan y de cuya madera y frutos podemos aprovecharnos. Debemos permanecer firmes en nuestro seguimiento de Cristo hasta poder contemplar a los demás como Dios los contempla, y hasta saberlos amar como Dios los ama.

Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de vivir fieles al Señor, no conformándonos con conocer cuáles son las consecuencias de nuestra fe en Cristo, sino de vivir conforme a sus enseñanzas, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica mediante un gran amor tanto a Dios como a nuestro prójimo.