
Mt 5, 1-12a
Hoy celebramos la solemnidad de todos los santos. La Iglesia reconoce en ellos sus virtudes y sus méritos, alaba su entrega a Jesucristo y a la Iglesia, y pide su intercesión y ayuda ante el Señor.
Los santos han vivido según el programa de las bienaventuranzas que nos ofreció Jesús. Los santos son hijos adoptivos de Dios que han perseverado hasta el final de sus vidas en la fe, en la esperanza y en la caridad.
En este día de “Todos los Santos” hemos de recordar las palabras de San Pablo que nos dice que Dios nos ha elegido para que seamos hijos adoptivos de Dios, para que seamos santos en su Hijo Jesucristo. No podemos olvidar, pues, estas palabras, Dios quiere que todos seamos santos.
Hoy, tenemos presentes a toda esa inmensa muchedumbre de santos y santas que están en el cielo adorando, alabando, bendiciendo y dando gracias a Dios. Pero hoy, también se nos recuerda que todos, vosotros y yo, estamos llamados a formar parte de esa muchedumbre que nadie puede contar y que son los bienaventurados que están viendo a Dios cara a cara y que son inmensamente felices.
Este es destino final de todos nosotros: estar con Dios para siempre. No nos equivoquemos. Es posible que sintamos la tentación de ir por la vida por caminos equivocados, por caminos que no nos conducen a Dios. Nuestro destino final no es la nada ni la desaparición para siempre. Nuestro destino final es estar con Dios para siempre. San Agustín decía: “Señor, nos ha hecho para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.
El camino que nos lleva a Dios, el camino para ser santos es vivir las bienaventuranzas. Jesús subió a la montaña y pronunció este mensaje tan lleno de esperanza y de gozo. Las bienaventuranzas es el camino que han vivido y testimoniado los santos y santas de Dios; las bienaventuranzas es el testamento que nos ha dado Jesús para que desde niños vivamos de acuerdo a ellas y así seamos santos y podamos ser felices eternamente.
Que necesitados estamos de vivir y poner en práctica las bienaventuranzas. Vivimos en un mundo y en una sociedad que están sumidos en crisis humana, moral, económica y religiosa.
¡Cuántos problemas resolveríamos si viviéramos de verdad las bienaventuranzas!
Bienaventurados los pobres de espíritu: los que no se dejan llevar por el pecado, la codicia, la avaricia, la injusticia. Todo esto hace mucho daño a quien lo hace y a la humanidad, a las personas.
Bienaventurados los que lloran: los que comparten el dolor y el sufrimiento de los demás y se esfuerzan por aliviar ese dolor, por quitar ese sufrimiento y sus causas.
Bienaventurados los limpios de corazón: los que tienen un corazón donde no hay odio, rencor, mentira, que tanto sufrimiento produce a las personas, grupos y pueblos. Su corazón no tiene doble fondo ni hipocresía.
Bienaventurados los pacíficos: los que desde un corazón pacificado y reconciliado, siembran la paz, tienden puentes de encuentro entre las personas, las comunidades y los pueblos, evitando así la guerra, la violencia y el hambre.
Bienaventurados los misericordiosos: los que han elegido la misericordia como forma de vivir, de existir, de trabajar, de actuar en este mundo superando la venganza, los insultos y el rencor.
Bienaventurados los que tienen un corazón lleno de mansedumbre: los que han optado por vivir y pasar por la vida sembrando el bien, el amor, el perdón, la verdad, evitando así los enfrentamientos, los insultos y las descalificaciones.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: los que prefieren pasar por la vida como desapercibidos y humildes antes que dejarse llevar por la mentira, la envidia, el desprecio de los demás, el ansia de poder, de dinero y de placeres.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia: los que son perseguidos por su fe, por su santidad, por su vida de acuerdo al Evangelio. El justo es con frecuencia rechazado, injuriado y despreciado.
Bienaventurados cuando os insulten y os persigan y digan cosas falsas contra vosotros: los que son perseguidos por la fe, los que son despreciados por ser cristianos, los que son encarcelados por ser discípulos de Jesucristo, los que son martirizados por su fe.
De todos ellos es el Reino de los Cielos. Todos ellos verán a Dios. El Señor los acogerá en su muerte y los llevará con Él para siempre y todos serán eternamente felices con Dios.










