Mc 8, 22-26
Un ciego, conocido como tal por todos los del pueblo, ha sido curado por Jesús. Y ahora debe guardar silencio acerca del regalo que ha recibido de Dios. Pero cuando se enciende una luz no es para ocultarla debajo de una olla de barro; ni se puede ocultar una ciudad construida sobre un monte. Aquel hombre, al pasar por el pueblo caminando con seguridad, y sin ir tomado de la mando de alguien que le condujera, estará hablando, no con las palabras, sino con los hechos, de que ha sido curado, de que Dios ha sido misericordioso con él. Tal vez muchos ambientes hostiles a nuestra fe nos hagan imposible el poder hablar abiertamente del Evangelio. En esas circunstancias nuestra vida intachable, nuestra firmeza para no ser comprados por gente deshonesta y malvada, nuestra lealtad a nuestros compromisos, nuestro amor solidario con los que nada tienen, nuestra entrega a favor del bien de todos se convertirá en el mejor testimonio del Evangelio, proclamado desde una vida que ha sido poseída por el Espíritu del Señor. Pidámosle al Señor que abra nuestros ojos al bien de tal forma que, libres de la oscuridad del pecado, seamos en adelante embajadores del Evangelio, mediante nuestras buenas obras y también mediante nuestras palabras y nuestra vida misma.
Tal vez, a pesar de estar bautizados, muchas veces vivamos como ciegos ante la problemática que aqueja a aquellos que nos rodean. Y no es tanto que no contemplemos los males que hay en el mundo, sino que los ojos de nuestro corazón pueden haberse cerrado y habernos dejado insensibles ante ellos. Al habernos encontrado con Cristo en la Eucaristía iniciamos un nuevo proceso de fe, que debe llegar a una madurez cada vez mayor, de tal forma que no nos conformemos con orar, sino que se despierte en nosotros el amor servicial sabiendo que lo que hagamos a los demás, al mismo Cristo lo hacemos. Tal vez apenas comencemos a ver y veamos a los demás borrosamente y los confundamos con árboles que caminan y de cuya madera y frutos podemos aprovecharnos. Debemos permanecer firmes en nuestro seguimiento de Cristo hasta poder contemplar a los demás como Dios los contempla, y hasta saberlos amar como Dios los ama.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de vivir fieles al Señor, no conformándonos con conocer cuáles son las consecuencias de nuestra fe en Cristo, sino de vivir conforme a sus enseñanzas, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica mediante un gran amor tanto a Dios como a nuestro prójimo.