
Rom. 12, 5-16.
La Iglesia forma un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo. Cada uno tiene su propia función en ella, y hemos de cumplirla por el bien de todos. No podemos convertirnos en miembros inútiles, que sólo se alimentan de la vida divina, pero que se quedan paralizados cuando les corresponde ponerse al servicio de los demás conforme a la Gracia recibida. No todos tienen la misma función, pues unos tienen el don de servicio, otros el de enseñanza, otros el de exhortación, otros el de presidir a la comunidad; y todos el de atender, con alegría a los necesitados.
Cumplir con amor lo que nos corresponde nos lleva a colaborar para que la Iglesia sea un signo vivo, actuante, del amor de Dios en todos los tiempos y lugares. Preocupémonos de ser un signo del amor solidario de Cristo especialmente para los pobres, a quienes hemos de ayudar en sus necesidades. Seamos motivo de bendición para todos, pues Dios no nos hizo maldición, sino signos de su bendición para el mundo. Vivamos unidos por un mismo Espíritu, desterrando de nosotros toda división y rivalidad. Así, viviendo en comunión fraterna por nuestra unión con Cristo y participando del mismo Espíritu, seremos colaboradores eficaces en la construcción del Reino de Dios entre nosotros, conforme a la Gracia recibida.
Lc 14,15-24
Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda. ¿Por qué estas personas rechazan la invitación? Era una gran cena; el que la organizaba seguro que no habrá escatimado nada en su preparación.
Seguramente habría platos exquisitos, y además, siendo un señor de importancia, habría invitado a personas distinguidas de la sociedad de entonces. ¿Por qué se rechaza la invitación? Yo no tengo la respuesta, pero tengo otra pregunta.
Cristo se encarnó. Dios hecho hombre por nosotros. Nos suena “de toda la vida” esta frase, sobre todo repetida en los días de Navidad que se están acercando, pero de tanto repetirla, quizás no caemos en la cuenta de que ahí cometimos la mayor ingratitud que se ha cometido en la historia de la humanidad: “los suyos no le recibieron”. Porque si la gratitud es el reconocimiento por un don que se recibe, para un cristiano la gratitud nace de la fe en Cristo. Y a veces parece que Cristo necesita mendigar para que los hombres acepten el amor que les ofrece, cuando somos nosotros los que deberíamos esforzarnos por mostrarle nuestro amor.
Está en nuestras manos hacer del mundo un inmenso jardín en el que la gratitud no sea una flor exótica, sino que sea la flor de cada hogar, de cada familia, de cada sociedad.










