Martes de la II semana después de Navidad

1 Jn 3, 22-4,6 , Mt 4, 12-17. 23-25 

Dice la Primera Carta de San Juan :“Cuanto pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Así pues, el acceso a Dio está abierto, y la llave es precisamente la que sugiere el apóstol: “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros”. Solo así podemos pedir lo que queramos, con valentía, descaradamente: creer que Dios —el Hijo de Dios— vino en la carne, se hizo uno de nosotros. Esa es la fe en Jesucristo: un Jesucristo concreto, un Dios concreto, que fue concebido en el seno de María, que nació en Belén, que creció como un niño, que huyó a Egipto, que volvió a Nazaret, que aprendió a leer con su padre, a trabajar, a salir adelante, y que luego predicó cosas concretas: un hombre concreto, un hombre que es Dios pero hombre. No es Dios disfrazado de hombre. No: hombre, Dios que se hizo hombre. La carne de Cristo. Esa es la concreción del primer mandamiento. El segundo también es concreto: amar, amarnos los unos a los otros, amor concreto, no amor de fantasía: “Te quiero, cuánto te quiero”, pero luego con mi lengua te destruyo con las críticas. No, no, eso no. Amor concreto. Los mandamientos de Dios son concretos y el criterio del cristianismo es lo concreto, no ideas ni palabras bonitas. Concreción. ¡Ese es el reto!

El apóstol Juan, un apasionado de la Encarnación de Dios, anima a poner a prueba los espíritus —“examinad si los espíritus vienen de Dios”—, es decir, que cuando nos venga una idea sobre Jesús, o la gente, o hacer algo, o pensar que la redención va por tal camino, pongamos a prueba esa inspiración. La vida del cristiano, en el fondo, es concreción en la fe en Jesucristo y en la caridad, pero también es vigilancia espiritual, lucha, porque te vienen siempre ideas o “falsos profetas” que te proponen un Cristo “soft”, sin tanta carne, y un amor al prójimo un tanto relativo: “Sí, esos sí son de los míos, pero aquellos no”.

Debemos, pues, creer en Cristo que vino en carne, creer en el amor concreto y discernir, según la gran verdad de la Encarnación del Verbo y del amor concreto, para saber si los espíritus —la inspiración— provienen verdaderamente de Dios, “pues muchos falsos profetas han salido al mundo”: el diablo intenta siempre alejarnos de Jesús, apartarnos de Él, por eso es necesaria la vigilancia espiritual. Más allá de los pecados cometidos, el cristiano al final del día debe dedicar dos, tres, cinco minutos para preguntarse qué ha pasado en su corazón, qué inspiración o quizá incluso qué locura del Señor se le ha ocurrido: porque el Espíritu a veces nos empuja a las locuras, pero a las grandes locuras de Dios. Como por ejemplo, la de un hombre —presente en la Misa de hoy— que desde hace más de 40 años dejó Italia para ser misionero entre los leprosos de Brasil, o la de Santa Francisca Cabrini que siempre estaba de viaje para cuidar inmigrantes. Por tanto, os animo a no tener miedo y a discernir. ¿Quién me puede ayudar a discernir? El pueblo de Dios, la Iglesia, la unanimidad de la Iglesia, el hermano, la hermana que tienen el carisma de ayudarnos a ver claro. Por eso es importante para el cristiano la charla espiritual con gente de autoridad espiritual. No es necesario ir al Papa o al obispo para ver si eso que siento es bueno, pues hay mucha gente, sacerdotes, religiosas, laicos que tienen la capacidad de ayudarnos a ver qué pasa en mi espíritu para no equivocarme. Jesús tuvo que hacerlo al inicio de su vida pública, cuando el diablo le visitó en el desierto y le propuso tres cosas que no eran según el Espíritu de Dios, y rechazó al diablo con la Palabra de Dios. Si a Jesús le pasó eso, a nosotros también nos puede pasar. ¡No tengáis miedo!

Por otra parte, también en la época de Jesús había gente con buena voluntad, pero pensaban que el camino de Dios era otro: los fariseos, los saduceos, los esenios, los zelotes…, todos tenía la ley en la mano, pero no siempre tomaron el mejor camino. De ahí que recomiende la mansedumbre de la obediencia. Por eso, el pueblo de Dios va siempre adelante con cosas concretas, la caridad, la fe, la Iglesia. Y ese es el sentido de la disciplina de la Iglesia: cuando la disciplina de la Iglesia es concreta ayuda a crecer, evitando filosofías de fariseos o de saduceos. Es Dios quien se hizo concreto, nacido de una mujer concreta, vivido una vida concreta, muerto de una muerte concreta, y nos pide amar a hermanos y hermanas concretos, ¡aunque algunos no sean fáciles de amar! Pidamos a los santos, que son los locos de lo concreto, que nos ayuden a caminar por esa vía y a discernir las cosas concretas que el Señor quiere ante las fantasías e ilusiones de los falsos profetas.

2 de Enero

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.

Juan, Apóstol y Evangelista

Como uno de los más grandes testigos de Jesús, de su humanidad y de su glorificación, se acerca hoy hasta nosotros un personaje especialmente cualificado, el discípulo Juan.

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de escribir con imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Es de los íntimos de Jesús y está cerca de Él en las horas más solemnes de su vida. Está junto a Él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen.

Él no puede callarse y busca proclamar por todos los rumbos lo que ya existía desde el principio, lo que hemos visto y oído por nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y hemos tocado con nuestras propias manos. Nos referimos a aquel que es la Palabra de la Vida.

Juan es un hombre que desde sus inicios se sintió marcado por la figura de Jesús, a tal grado de dejar a un lado las redes, con todo lo que ellas representaban y lanzarse en el seguimiento de Jesús. Lo percibe muy humano y busca que los demás se acerquen a Él para escuchar su palabra y percibir su luz.

El prólogo de su evangelio nos muestra todo lo que hemos celebrado esta Navidad. El que ya existía desde el principio, el que era la luz, ha puesto su tienda en medio de nosotros. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

Su experiencia de Jesús es esa cercanía, es su amistad que perdona y salva, su poder que da vida y resucita, su amor incondicional. Pero también y sobre todo, y esto lo percibimos en todo su evangelio, san Juan es testigo de la glorificación de Jesús y a la luz de la resurrección mira y examina todos los pasajes de la vida.

Este Jesús tan cercano que comparte todo lo humano de nosotros, que se cansa y pide de beber, que llora por el amigo muerto, que se compadece de las multitudes, que aparece sacrificado como el Cordero Pascual. Este Jesús es el mismo que resucitado nos ofrece la verdadera salvación y liberación.

A veces, se ha querido presentar a san Juan de una profundidad tal y de una espiritualidad tan profunda que parecería poco accesible, pero lo curioso es que quien lee su evangelio lo percibe sencillo en medio de sus repeticiones y teologías, buscando claramente un objetivo en sus escritos y en su predicación: que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y lo entiende como una vida plena que se traduce en obras concretas hacia el prójimo, porque “si uno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso”

San Esteban

Toda esta semana, aunque parecería como fiestas distintas, encontramos testigos que vienen a descubrir el verdadero rostro de Jesús. Iniciamos hoy con san Esteban, que viene a enseñarnos cómo se vive plenamente esa presencia de Jesús en nuestro corazón.

Jesús dice, entre otras cosas: «Vosotros seréis odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará».

Estas palabras del Señor no turban la celebración de la Navidad, sino que la despojan del falso revestimiento empalagoso que no le pertenece. Nos hacen comprender que en las pruebas aceptadas a causa de la fe, la violencia es derrotada por el amor, la muerte por la vida.

Para acoger verdaderamente a Jesús en nuestra existencia y prolongar la alegría de la Nochebuena, el camino es justo el que indica este Evangelio.

Es decir, testimoniar a Jesús en la humildad, en el servicio silencioso, sin miedo a ir contracorriente y pagar en persona.

Y, si no todos están llamados, como san Esteban, a derramar su propia sangre, a todo cristiano se le pide sin embargo que sea coherente, en cada circunstancia, con la fe que profesa.

Es la coherencia cristiana, es una gracia que debemos pedir al Señor: ser coherentes, vivir como cristianos. Y no decir soy cristiano y vivir como pagano. La coherencia es una gracia que hay que pedir hoy.

Seguir el Evangelio es ciertamente un camino exigente – pero ¡bello, bellísimo! – el que lo recorre con fidelidad y valentía recibe el don prometido por el Señor a los hombres y a las mujeres de buena voluntad. Como cantan los ángeles el día de Navidad: ¡paz, paz!

Esta paz donada por Dios es capaz de apaciguar la conciencia de todos los que, a través de las pruebas de la vida, saben acoger la Palabra de Dios y se comprometen en observarla con perseverancia hasta el final.

Hoy, oremos, en particular, por cuantos son discriminados, perseguidos y asesinados por su testimonio de Cristo. Si llevan esta cruz con amor, han entrado en el misterio de la Navidad, han entrado en el corazón de Cristo y de la Iglesia.

Recemos también para que, gracias al sacrificio de estos mártires de hoy – son tantos, tantísimos – se fortalezca en todo el mundo el compromiso para reconocer y asegurar concretamente la libertad religiosa, que es un derecho inalienable de toda persona humana.

Que san Esteban, diácono y protomártir, nos sostenga en nuestro camino cotidiano, que esperamos coronar, al final, en la fiesta alegre de la asamblea de los santos en el Paraíso.

20 de Diciembre, Feria Privilegiada

San Lucas 1, 26-38.

Muchas veces nos imaginamos que la vida de los grandes santos y grandes santas ha estado exentas de todo sufrimiento y de toda tribulación. Inventamos imágenes inalcanzables de estas personas. Ciertamente estas personas fueron privilegiadas por Dios de una manera especialísima, pero no por eso dejan de ser hombres. Hombres de carne y hueso.El evangelio de hoy nos presenta la Anunciación del mensaje del ángel a María.

No es difícil vivir el Adviento como el tiempo de María, si nos acercamos a ella y a todos los acontecimientos que estuvo viviendo en los días cercanos a dar a luz, encontraremos una buena pista para prepararnos también nosotros a este nacimiento.

Toda nuestra vida es una constante espera, el presente no sacia a nadie y el hombre siempre está proyectando aun cuando haya alcanzado alguna meta.

Todo el Antiguo Testamento es el tiempo de la espera, pero en los últimos días se convierte en la espera de María. ¿Cómo se sostiene una mujer que se sabe frágil e indigna de ser la Madre de Dios?

San Lucas, busca en los recuerdos de la primera comunidad y nos ofrece unas narraciones que más que historia buscan responder a estas preguntas acuciantes para todo creyente.

Resaltar en primer lugar la iniciativa de Dios que viene al encuentro de lo humano y que respeta su libertad. Ya el saludo de Gabriel está cargado de contenido: ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo! Con esas palabras quiere san Lucas indicarnos que la espera de un pueblo por tantos años sostenida, ha culminado a tal grado, de transformarse de promesa en presencia.

María no está sola, y con María, la humanidad no está sola. El Señor está cerca y es motivo de alegría y felicidad.

¿Qué pensaría María de estas palabras? Seguramente intuía la grandeza de la misión, pero también lo delicado de la propuesta. En ángel nos dice con toda claridad que toda la iniciativa parte de Dios y que el lugar de María está cercano al Hijo llamado Jesús.

El mensaje se centra en la presencia de Jesús que viene a salvarnos, pero al mismo tiempo, pone de relieve la necesidad de creer en la Palabra y aceptarla y actuar conforme a Ella.

Que la exclamación de María “he aquí la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho”, sea también nuestra actitud. Acerquémonos a María, preparemos con ella el nacimiento, mejor preparemos el corazón para recibir también nosotros la Palabra.

19 de Diciembre Feria privilegiada

San Lucas 1, 5-25

En esta semana las lecturas nos muestran el camino que sigue el Señor en todos sus proyectos.

Dos pasajes nos presentan dos mujeres estériles, ancianas y débiles: la madre de Sansón y la madre de Juan el Bautista. Nadie esperaría que se convirtieran en madres de dos hombres que han marcado la historia. Dios interviene en la historia a favor de su pueblo y manifiesta su poder y su misericordia por caminos insospechados, los débiles y despreciados se convierten en sus instrumentos favoritos.

Siguiendo los sueños de Isaías que hablaba de la fertilidad que tendría el desierto y del reverdecer del tronco seco, ahora las madres escogidas por el Señor, se convierten milagrosamente en senos fértiles que dan a luz en medio de la necesidad del pueblo.

Juan fue elegido por Dios para ir delante de Jesús a preparar su camino, y lo indicó al pueblo de Israel como el Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Juan se consagró completamente a Dios y a su enviado, Jesús. Pero al final, ¿qué sucedió?, murió por causa de la verdad, cuando denunció el adulterio del rey Herodes y de Herodías.

¡Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad! ¡Cuántos hombres rectos prefieren ir contracorriente, con tal de no renegar la voz de la conciencia, la voz de la verdad! Personas rectas que no tienen miedo de ir contracorriente, y nosotros no debemos tener miedo.

Dios nos dice que no tengamos miedo de ir contracorriente. Cuando te quieren robar la esperanza, cuando te proponen estos valores que son valores descompuestos, valores como la comida descompuesta, cuando un alimento está mal nos hace mal.

Estos valores nos hacen mal por eso debemos ir contracorriente. Y los cristianos somos los primeros que debemos ir contracorriente. Y tener esta dignidad de ir precisamente contracorriente.

¡Adelante, seamos valientes y vayamos contracorriente! Y estemos orgullosos de hacerlo.

Se acerca la Fiesta del Nacimiento de Jesús, no dejemos pasar la oportunidad de crecer en la fe. No permitamos que nuestro activismo, propio de este tiempo, nos prive de la oportunidad para reflexionar y orar.

FERIA PRIVILEGIADA 17 DE DICIEMBRE

Gn 49, 2. 8-10

Cuando nació Jesucristo, los judíos habitaban en una insignificante provincia del poderoso imperio romano. Desde un punto de vista meramente humano, hubiera sido más lógico que Dios hubiera escogido otro pueblo para el nacimiento del Mesías.

Pero Dios sabía muy bien lo que quería. Escogió la tribu de Judá, los judíos, y de esa tribu, escogió la casa de David. Dios había insistido en que, por medio de David y sus descendientes, el cetro de rey y el poder de gobernar, nunca se apartarían de la tribu de Judá.

La profecía relatada en la lectura de hoy tiene pleno cumplimiento en la persona de Jesucristo, nacido de la casa de David como el Rey-Mesías.

Dios no sólo sabía lo que quería; también sabía lo que estaba haciendo. Estaba dando a entender que solamente Él era Dios. Él no tenía que apoyarse en ejércitos poderosos para vencer el mal en el mundo. No tenía que recurrir a la sabiduría del mundo para difundir su verdad. Tampoco tenía que depender de ningún gobierno humano para establecer la justicia y la paz. Dios hizo presente su poder salvador en un niño judío, Jesucristo: un acto que parece debilidad a los ojos de los poderosos de este mundo. Dios hizo lo que hizo como una señal de que nosotros alcanzamos la salvación no por medio de nuestros propios esfuerzos humanos, sino por su don gratuito en Cristo Jesús.

Ninguna sabiduría humana, ningún poder humano puede suplantar a Dios. Así pues, es justo y necesario que alabemos sólo a Dios, la obra de nuestra salvación.

Mt 1, 1-17

 

San Mateo inicia su Evangelio con la Genealogía de Cristo para indicarnos que Él es el Mesías anunciado desde Abraham y que es verdaderamente humano.

Cada periodo de 14 años nos presenta una etapa de la historia de la salvación en medio de la cual Dios fue construyendo esta misma historia. Dios se mete en nuestra historia de manera total, se hace hombre, se encarna para tomar parte de las realidades humanas (menos del pecado) y desde ahí proponer un estilo de vida.

Jesús no fue una teoría sino una instrucción práctica del amor de Dios. Dios está en nuestra historia personal. El problema es que algunos no le permitimos actuar con libertad y por ello nuestra vida se complica. Dios no es una idea es una persona encarnada, por ello el cristianismo no es una filosofía sino un estilo de vida. Vivámoslo esta Navidad y siempre.

Viernes de la II semana de Adviento

Mt 11,16-19

Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos siempre descontentos que no saben jugar con felicidad, que rechazan siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se canta un canto de lamento, no lloran, ninguna cosa les está bien.

Aquella gente no estaba abierta a la Palabra de Dios. Su rechazo no es al mensaje, es al mensajero. Rechazan a Juan el Bautista, que no come y no bebe pero dicen que es un endemoniado.

Rechazan a Jesús, porque dicen que es un glotón, un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Siempre tienen un motivo para criticar al predicador.

Y ellos, la gente de aquel tiempo, preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio, bien hecho. Pero al predicador, no.

Jesús les hace recordar: «Sus padres han hecho lo mismo con los profetas». El pueblo de Dios tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los profetas, los ha perseguido, los ha asesinado.

Estas personas dicen aceptar la verdad de la revelación, pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada en sus preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en su espiritualidad desencarnada. Son aquellos cristianos siempre descontentos de lo que dicen los predicadores.

Estos cristianos que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes no son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación.

Y este es el escándalo de la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz.

Escandaliza el hecho que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores: ¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un criminal. Eso escandaliza.

Estos cristianos tristes no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea, también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia.

Que la venida de Cristo, la Navidad, sea un cambio de perspectiva en nuestras vidas. Como bien lo expresaba san Francisco: “no querer ser consolados, sino consolar; no querer ser comprendidos, sino comprender; no buscar ser amados, sino amar”.

Jueves de la II semana de Adviento

Is 41, 13-20; Mt 11,11-15

Las palabras de Isaías en la primera lectura son como un bálsamo en el corazón porque anima a su pueblo a levantarse de su postración: “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por la diestra y te digo: No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio” Son palabras tiernas que intentan alentar y fortalecer a un pueblo que desfallece en el destierro y está a punto de sucumbir a la tentación del desaliento.

Pequeños como un gusanillo, insignificante como una oruga, así han hecho sentir al pueblo de Israel las agresiones y el hambre, las humillaciones y los fracasos. Pero el profeta lo invita a sentirse tomado por la diestra del Señor. Y lanza al pueblo de Israel a una misión que tiene los objetivos claros de destruir toda maldad. Son palabras dirigidas también a nosotros que en medio de nuestras angustias y debilidades buscamos nuevos caminos de salvación y nos enfrentamos a las nuevas dificultades que otros enemigos, muy distintos de los de aquellos tiempos se nos presentan.

Pero por más pequeños que nos sintamos, por insignificantes que nos consideremos, debemos reconocernos en la mano del Señor, debemos escuchar las dulces palabras de aliento que nos ofrece el Señor, debemos meditar en nuestro corazón la melodía de amor y de fortaleza que nos da Dios.

Tiempo de Adviento es tiempo de reconocerse necesitado y hambriento de Dios; es sentirse acurrucado a su regazo y protegido de todos los males, es descubrir, como nos dice el Salmo Responsorial, al “Señor que es bueno con todos” y cuyo amor se extiende a todas las criaturas.

Pero esta sensación de seguridad y de ayuda, de ninguna manera nos llevará a falsas ilusiones de proteccionismo o pasividad. Todo lo contrario, ya el mismo Señor nos dice que el Reino de los Cielos exige esfuerzo y que sólo los esforzados lo alcanzarán. Como Juan el Bautista y los profetas que lo anunciaron.

Juan el Bautista, el mayor de los profetas nos urge con su presencia y con sus palabras para descubrir esa misericordia y grandeza de Dios en el Mesías que está por llegar.

Ser cristiano y hacer que la vida cristiana sea una realidad no es algo que sucede por arte de magia, sino que exige de la cooperación de cada uno de nosotros. Es necesario por ello estar convencidos de que verdaderamente vale la pena ser cristiano. Si no estamos completamente convencidos de que la vida en el Reino, que la vida cristiana es la mejor opción y oportunidad que tiene el hombre para ser feliz y alcanzar la plenitud y su realización, será muy difícil que el Reino se haga una realidad.

¿Qué siente tu corazón al escuchar las palabras de Isaías? ¿Cómo te acercas a este Dios que es tu protección y tu vida?

Miércoles de la II semana de Adviento

Is 40, 25-31; Mt 11, 28-30

Este año, quizás como nunca, las palabras de Isaías en la primera lectura (Isaías que lleva el ritmo del Adviento), parecen hacerse realidad a cada momento. Israel se siente abandonado, no escuchado por Dios y con la tentación de buscarse otros dioses que resuelvan sus problemas. Isaías los llama a la reflexión y les muestra a Dios como el único, como el que ha hecho todas las cosas y quien puede salvarlos.

Las palabras de Israel podríamos asumirlas cada uno de nosotros: “mi suerte se le oculta al Señor y mi causa no le preocupa a Dios”, pero la respuesta del Señor a través de Isaías anima al pueblo a mantenerse fiel, porque Dios da vigor al fatigado y al que no tiene fuerzas le da energía.

Quienes ponen su esperanza en el Señor renuevan sus fuerzas, le nace alas como de águila, corren y no se casan, camina y no se fatigan. Son palabras bellas que se hacen realidad en quien confía en el Señor.

Lo hemos experimentado siempre que vivimos en plenitud del amor. Es cierto que las dificultades y problemas siguen presentes pero si los afrontamos con amor y por amor, se pueden superar y tienen sentido.

Isaías nos acerca a este Dios que se manifiesta como padre preocupado por sus hijos y en este amor pone la esperanza para superar todos los problemas.

En Jesús que se hace carne y presencia en medio de los hombres, podemos encontrar el consuelo que promete Isaías. Por eso Él mismo repite, pero en presente y con rasgos de actualidad las palabras que solamente eran una promesa. También hoy nos dirige Jesús las mismas palabras que a las multitudes que caminaban sin sentido y de las cuales tenía compasión. También para nosotros es su invitación a acercarnos a Él, con todas nuestras fatigas y agobios. También nosotros encontraremos en Él consuelo y descanso.

Tiempo de Adviento, es tiempo de encuentro con el único que puede sostenernos en medio de nuestros conflictos y darnos la verdadera esperanza.

Dejemos entrar en nuestro corazón las palabras de Jesús:
“Venid a Mí todos los que estáis fatigados y agobiados por la carga y yo os daré alivio”

¿Por qué no nos acercamos a Jesús? ¿Por qué no hacemos suyas nuestras palabras? ¿Por qué no creemos que Él puede tomar sobre sus hombros nuestras cargas, nuestras dolencias, nuestras preocupaciones?

Tiempo de Adviento, tiempo de encuentro con el Señor Jesús.