Gál 3, 7-14
Pablo parte de un principio que va a desarrollar más todavía en su carta a los Romanos: «Abraham creyó en Dios y esto se le tomó en cuenta como justicia», es decir, su fe lo santificó.
Abraham era el antepasado ideal, el prototipo del pueblo de Dios. La fe que él tuvo es lo que hace su grandeza. Sus descendientes verdaderos no son tanto los de su linaje como pueblo determinado, sino los que siguen a Abraham en su fe comprometida que le mereció escuchar la buena noticia: «por ti serán bendecidas todas las naciones». Pablo usa el mismo argumento que hemos oído otras veces en el evangelio: «Dios podría hacer que esas piedras fueran hijos de Abraham ( Jn 8, 39).
Pablo presenta una visión amplia que luego desarrollará también en la carta a los romanos: todos los hombres pueden llegar a ser hijos de Abraham por la fe, no por la ley.
La ley, que sólo es luz y no fuerza, que no da el poder de actuarla, es principio de maldición.
La nueva ley evangélica es fuerza y luz por el don del Espíritu Santo que Cristo resucitado nos da.
Lc 11, 15-26
Jesús ha ido expresando su misión salvífica no sólo con su doctrina, sino también con sus milagros. El cura los males en todas sus manifestaciones; entre éstas, reviste especial importancia la sanción en profundidad del interior mismo del hombre, realidad que se expresa en las expulsiones del espíritu del mal. Por eso Jesús reacciona tan fuertemente ante la opinión de algunos que decían que El expulsaba a los demonios con el poder de Satanás, pues minaba de base su propia misión. Por esto la respuesta doble del Señor, una lógica: «todo reino dividido….» y la otra personal: «¿y con el poder de quién los arroja sus hijos?»
Lucas hace notar que si el demonio es fuerte, mucho más lo es Jesús.
Por esto en forma un tanto velada se habla de una opción clara y determinante: por Él o contra Él.
Hagamos cada día más radical y profunda nuestra opción por el Señor.