Santos Simón y Judas

Lc 6, 12-19

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.

Lunes de la XXX Semana Ordinaria

Rm 8,12-17

Uno de los capítulos más esperanzadores de la Sagrada Escritura, podría ser el que estamos leyendo, pues en él san Pablo nos presenta como el antídoto a la acción del pecado, la gracia que nos viene por la inhabitación del Espíritu Santo. Es en realidad Él, quien siendo Dios, tiene la fuerza para vencer nuestras debilidades y con ello mantenernos en total comunión con el Padre.

Es el Espíritu Santo quien, por otro lado, testifica desde lo más profundo de nuestro Corazón que somos hijos de Dios, lo que nos hace sentirnos amados aún en las circunstancias más difíciles de nuestra vida. Este Espíritu lo hemos recibido todos los bautizados, pero desafortunadamente no todos lo hemos dejado desarrollarse en nuestra vida.

La falta de oración y de contacto con la Escritura, la poca o apresurada practica de los sacramentos van causando un anquilosamiento del Espíritu, lo que provoca una grande debilidad espiritual que no resiste los embates del pecado y que en las circunstancias difíciles de nuestra vida, no permite que nos sintamos amados lo que provoca, en no pocas ocasiones, angustia y soledad.

Es momento de ir tomando más gusto por una vida espiritual más profunda enraizada en la oración, la palabra de Dios y los sacramentos. Dale lugar al Espíritu y tu vida estará llena de felicidad.

Lc 13,10-17

Siempre me he preguntado si la caridad tiene un tiempo para realizarse. Más bien me parece, como nos lo muestra Jesús, que todo momento y toda circunstancia es apropiada para hacer la caridad… es más, que la caridad está incluso por encima de la ley, sobre todo cuando ésta es usada para beneficio personal.

Pensemos ¿cuántas oportunidades tenemos diariamente de hacer caridad, de hacer un favor y preferimos nuestra comodidad, la cual disfrazamos con «el lugar» o el «tiempo» (no es el lugar o no es tiempo)?

O ¿cuántas veces nos escudamos tras reglamentos (principalmente en nuestros centros de trabajo y en las organizaciones a las que pertenecemos) para no ayudar a quien verdaderamente está necesitado.

Se nos olvida con frecuencia que ninguna ley puede condicionar la ayuda al prójimo. Por ello, dejemos que la caridad se convierta más que un lugar o tiempo, o en un reglamento, en un estilo de vida.

Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Lucas 13, 1-9

Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos y a la vez estemos con Dios pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.

¿Acaso los miles de personas que murieron en el atentado de Nueva York padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida.

Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.

Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo.

Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con Él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida y preocupémonos más por nuestra propia conversión.

Viernes de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 7,18-25

Este capítulo de san Pablo a los Romanos nos hace caer en cuenta de una realidad de la que quizás poco somos conscientes, y esto es de la fuerza que opera dentro de nosotros y que nos arrastra a obrar de manera incorrecta.

Esta es la fuerza del pecado. Pero no es solo esto, sino que el apóstol nos hace ver que la naturaleza humana no tiene fuerza para impedir su acción, pues la fuerza del pecado es mucho, pero mucho más poderosa que las fuerzas humanas.

Piensa simplemente cuantas veces te has propuesto dejar tal o cual pecado, tal o cual vicio, tal o cual acción que sabes que no agrada a Dios o que destruye tu vida o la de tus hermanos, y fíjate cuantas veces lo has logrado. Todo esto lleva a concluir al apóstol que solo con la ayuda de la gracia podemos vencerla. No son nuestros buenos propósitos los que nos dan la victoria sino el poder de Dios actuando en nosotros, por medio de la resurrección de Cristo.

Por ello mientras que el hombre no se decide a iniciar una vida formal de oración y penitencia que permita que la gracia se desarrolle, todos sus intentos por salir del pecado serán prácticamente inútiles. Solo la gracia es efectiva contra el veneno del pecado.

Si verdaderamente quieres salir de tu pecado, si quieres que florezca en ti la vida, conviértete en un hombre o en una mujer de oración. Dale oportunidad a Dios de luchar tus batallas… Él es el único que las puede ganar.

Lc 12,54-59

Es increíble hasta dónde puede llegar la ceguera del hombre. Para la gente que vivió en el tiempo de Jesús no eran suficientes todos los signos… los milagros, las cientos de curaciones que hizo, etc.

¿Y qué decir de nosotros? Somos muy inteligentes para conocer hasta los más recónditos misterios de la ciencia, pero muchas veces nos pasa desapercibido el Dios del amor que día a día nos da muestras de su presencia entre nosotros y nos invita a vivir en Él.

Hoy se habla mucho de visiones, de catástrofes, de violencia, etc. Es cierto, estos son «signos de los tiempos»; por lo tanto palabra de Dios. Es una palabra que nos hace ver que el pecado solo lleva a la destrucción, que la fe verdadera es creer como creyó Abraham, como creyó María: En la oscuridad.

Debemos pues estar atentos: Dios nos habla… su palabra es, ha sido y será siempre: «Yo te amo».

Jueves de la XXIX Semana Ordinaria

Rom. 6, 19-23.

Quien acepta a Jesucristo como Señor en su vida recibe como un don gratuito la Vida eterna. Si en verdad hemos aceptado que el Señor nos libere de nuestra esclavitud al pecado, no podemos continuar siendo esclavos de la maldad.

Quien continúe sujetando su vida al pecado, por su servicio a él recibirá como pago la muerte; ese pago llegará a esa persona en una diversidad de manifestaciones de muerte ya desde esta vida.

Quienes dicen creer en Cristo y son causantes de guerras fratricidas o las apoyan en otros; quienes destruyen nuestra sociedad con acciones criminosas; quienes envenenan a los demás para enriquecerse ilícitamente a costa de enviciarlos y destruirles la vida, no pueden hablar realmente de que han hecho suya la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

Cristo nos quiere libres del pecado; nos quiere consagrados a Él para que, como resultado de eso, al final tengamos la vida eterna. Esto no será obra nuestra, sino la obra final de Dios en nosotros. Por eso estemos atentos a las inspiraciones de su Espíritu en nosotros y dejémonos conducir por Él.

 

Lc 12,49-53

Este pasaje podría prestarse a una interpretación equivocada por lo que hay que tomarlo dentro del contexto en que Jesús lo dice.

Jesús en todo este capítulo está hablando de la necesidad de ser fieles al Evangelio, de estar preparados. Esta fidelidad al evangelio nos pude llevar incluso a encontrarnos con problemas aun dentro de nuestra propia familia.

Dado que el Reino es una invitación que se hace de manera personal, cada uno, aun los de nuestra propia familia, pueden, si no rechazarla, si al menos no tomarla tan en serio como el mismo Evangelio nos lo demanda. Esto causará división, pues no siempre los criterios del mundo van de acuerdo a los del Evangelio.

Cuando el fuego del amor de Dios arde en el corazón del cristiano, la vida no siempre se ve cómo la ve el resto del mundo. Esto no quiere decir que el cristiano será el causante de la división sino el mismo Evangelio que se opone al egoísmo, a la mentira, a la injusticia.

Si llegas a vivir una situación así en tu casa, en medio de esta tormenta recuerda las palabras de san Pablo: «Cree tú y creerán los de tu casa»

Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 6,12-18

Tanto en este capítulo como en el siguiente, Pablo nos invita a reflexionar sobre lo que él llama «el misterio de la iniquidad» y que está en relación a la fuerza que opera en nuestro corazón y que nos lleva a hacer lo que no queremos, es decir la fuerza del pecado. En este pasaje lleno de contenido, nos invita a no dejar que nos domine esta fuerza, que no nos domine el pecado, y sobre todo, que no nos haga sus esclavos. Recordemos que el pecado se vale de la tentación para arrastrarnos hacia él.

Es en este momento, cuando debemos retirarnos, cuando debemos hacer consciente nuestra decisión de ser santos y de seguir en fidelidad al Señor. Pablo sabe que no es cosa fácil, y por ello nos invita a ponernos al servicio del Señor, para que él mismo sea quien nos ayude a vencer la tentación.

Es cierto que en nuestra condición fragmentada por el pecado original es fácil que la tentación en un momento determinado nos domine y pequemos, pero lo que debemos evitar, y es el centro del pasaje de hoy, es que el pecado se adueñe de nuestros sentidos y pasiones y nos convierta en sus esclavos. Dios nos ha hecho libres, por Jesucristo, y contamos con la asistencia continua del Espíritu. Por ello no regresemos a una vida de pecado.

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos, espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Todos, cada uno según sus carismas y el llamado propio, hemos sido constituidos en administradores de los bienes del Señor, por ello valdría la pena hoy revisar ¿cómo hemos administrado nuestros bienes materiales? Para quien está casado ¿cómo ha dirigido su casa, la esposa(o) y a los hijos? Para quien tiene responsabilidades con subordinados ¿cómo los ha tratado y ayudado en su promoción integral? No se te olvide lo que hoy dice el Señor que «a quien mucho se le confió, mucho se le exigirá».

Martes de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 5,12.15.17-19.20-21

En medio de la abundancia de material que nos proporciona esta carta para nuestra reflexión, centremos nuestra atención en el hecho de la potencia de la gracia, no solo para justificarnos y darnos así la gracia para caminar de acuerdo a la Voluntad de Dios, sino para sanar las heridas que deja el pecado.  San Pablo nos dice en este pasaje, «que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» y con ello nos invita a reflexionar sobre el poder sanante del amor de Dios.

Esto es fundamental para nosotros pues, ¿quién puede decir que no ha pecado? Todos, como el mismo san Pablo ya lo dijo, pero ahí donde el pecado lastima nuestra vida interior, la gracia y el amor de Dios se derraman como un bálsamo que alivia y consuela.

De manera que el sacramento de la Reconciliación, no únicamente perdona nuestros pecados, sino que es el instrumento por medio del cual la misericordia de Dios se vierte en nuestro corazón y lo sana, dando paz y consuelo. Si piensas que en tu vida ha sobreabundado el pecado y que ya no puedes más, acude pronto a la gracia del sacramento del amor de Dios y reconcíliate… experimentarás una paz profunda como nunca.

Lc 12,35-38

El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia. Nosotros no somos dueños de estas riquezas, pero si administradores que las deben hacer fructificar y ampliar.

El señor nos visita en varios momentos de la vida, pero su venida por antonomasia es el encuentro definitivo con Él. El hombre no pude perder la venida del Señor.

Esta venida por tanto, exige vigilar. Reflexionar sobre la venida del Señor no nos debería dar miedo sino que nos debería llevar a confiar más en Él. ¡Cómo cambia el sentido de la vida cuando se ve desde este prisma de la fe y confianza en Cristo!

Pensar en el fin de la vida debe ser, más que una consideración del fin en sí y por sí, una ocasión para aprovechar más inteligentemente el tiempo que se nos queda para vivir, lo poco o mucho que sea. Lo importante es recordar que al final de la vida se nos juzgará del amor. Y sólo vale lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos.

Lunes de la XXIX Semana Ordinaria

Rom. 4, 19-25.

Los Israelitas, liberados de la esclavitud en Egipto, sólo vieron cumplida la promesa hecha por Dios a Abraham cuando tomaron posesión de la tierra prometida. Así, quienes mediante la Muerte de Cristo hemos sido liberados de la esclavitud al pecado, sólo vemos plenamente realizada nuestra salvación, nuestra justificación, cuando participamos de la Glorificación de Cristo resucitado. Entonces llega a su plenitud la promesa de justificación, de salvación para nosotros, pues ésta no se realiza sólo al ser perdonados, sino al ser glorificados junto con Cristo, pues precisamente este es el Plan final que Dios tiene sobre la humanidad.

Aceptar en la fe a Jesús haciendo nuestro su Misterio Pascual nos acreditará como Justos ante Dios, el cual nos levantará de la muerte de nuestros pecados y nos hará vivir como criaturas nuevas en su presencia. No perdamos esta oportunidad que hoy nos ofrece el Señor.

Lc 12,13-21

Ante este evangelio nos podríamos preguntar: ¿Es malo entonces el tener riquezas? Y la respuesta es no. Lo que pone o puede poner en peligro nuestra vida de gracia es el acumular. Jesús nos explica hoy que el tener solo por atesorar, empobrece nuestra vida y priva a los demás de los bienes que han sido creados para todos. Decía un santo: «Lo que te sobra, no te pertenece». La belleza de la vida cristiana consiste en adquirir, por medio de la gracia, la capacidad de compartir. Dejar que las cosas, como el aguan entre nuestras manos, corran hacia los demás. Esta es la verdadera libertad que lleva al hombre a experimentar la paz y la alegría perfecta.

San Agustín dijo en una ocasión una frase que viene muy a cuento con este evangelio: “Nos hiciste Señor para Ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. Tan inquieto tenemos el corazón que de inmediato busca y se apega a las cosas materiales como se apegan las raíces de una papa a cualquier objeto que la rodee. Debemos agradecer a Dios el que nos haya dado un corazón demasiado grande para poder amar a tantas personas y sobre todo para poder amarle a Él.

No acortemos nuestras capacidades de amar “amando” otras cosas, atesorando riquezas que al final de la vida no nos servirán de nada. Agrandémoslo, amando a Dios que es amar a nuestro prójimo. Este evangelio es una señal en el camino que nos recuerda que sólo vale la pena atesorar riquezas en orden a Dios, es decir por medio de la comunión frecuente, la confesión, la oración, la divulgación del evangelio y la defensa de la fe etc. No vale pues, ese “aprovecha el día” que los antiguos romanos solían decir para disfrutar mejor de la vida sin ninguna responsabilidad que afrontar.

Esta actitud es para gente sin un ideal grande que conquistar y nosotros como cristianos, discípulos de Cristo, contamos con una misión demasiado grande que cumplir, que es la de atesorar riquezas espirituales que al final de la vida nos den la entrada en la vida eterna.

San Lucas

Lc 10, 1-9

Hoy, la liturgia de la Palabra nos presenta los pequeños detalles del día a día de los seguidores de Jesús. Asumir la misión apostólica implica la lucidez implícita a la misión recibida. Tanto Jesús aconseja y orienta en los pequeños detalles como alerta de los desafíos que encontraremos en la misión. Pablo, apóstol incansable del Evangelio, vive y experimenta las dificultades propias de quien vive la fe en Jesucristo.

Pero el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje

Esta carta, atribuida a Pablo, tiene un tono íntimo y de confidencialidad. Su destinatario era Timoteo, gran amigo y colaborador de Pablo. Con el último versículo del fragmento de la carta que la liturgia nos presenta hoy, se resume todas las situaciones y adversidades vividas por Pablo. Y a pesar de todo, merecía la pena. El único en quien puede confiar con total certeza es el Señor, pues es Él quien le ayuda y da salud. El motivo por el cual toda su vida y los sufrimientos enfrentados valen la pena es conseguir anunciar de forma íntegra el Evangelio a los gentiles.

Hoy, la primera lectura nos presenta el detalle de las pequeñas cosas que hacen parte del día a día del seguidor de Jesús, entre ellas quien va a un lugar o a otro, quien está con él en la misión, qué materiales necesita y quien podría ayudarle. Y como la vida de fe no es una ilusión, sino una realidad encarnada y concreta. En la confidencialidad del desahogo también comparte quien le trató mal, quienes le abandonan, quienes… Eso sí, resume todo lo compartido afirmando que el Señor le ayudó y fue posible anunciar el mensaje a los que no se habían encontrado con Cristo.

¡Poneos en camino!

Así, con ese ímpetu, envía Jesús a otros setenta y dos, de dos en dos. Aquellos que debían ir delante de Él. Así nos continúa enviando a nosotros, a los lugares a donde Él debe ir. Y nos envía con los mismos consejos y advertencias. Los pequeños detalles del saber llegar y saber salir de un lugar, de aceptar la acogida que se nos ofrece, de cómo debemos comportarnos… Pero también alertando que nos envía en medio de situaciones donde impera el mal, que no siempre seremos acogidos, ni nosotros ni el mensaje que llevamos con la vida y la palabra. Que no nos preocupemos… la paz reposará sobre aquellos que son gente de paz.

Pongámonos en camino, con prontitud y lucidez en medio de las circunstancias en las cuales nos corresponde vivir la fe. El encuentro personal con Jesucristo nos alienta y fortalece. La llamada a participar de esta misión es honesta, pues no promete ninguna realidad utópica ni ideal. La fidelidad se criba en las dificultades.

Dejemos resonar dentro de nosotros: “¡Poneos en camino!”

Viernes de la XXVIII Semana Ordinaria

Rm 4,1-8

A lo largo de este capítulo, san Pablo pondrá como testimonio de la gratuidad de la salvación a los grandes profetas del AT. En él veremos cómo efectivamente es por medio de la fe como nos abrazamos a la obra salvadora de Jesús, pero veremos que precisamente esa fe, fue la que les hizo capaces de vencer todas las dificultades que se presentaron en su camino para finalmente realizar en su vida el proyecto de Dios con lo cual contribuyeron a la obra de la redención.

En otras palabras es la fe la que sostiene y da sentido a todo nuestro trabajo en la construcción del Reino. La fe en los patriarcas y en los profetas, fue el elemento que permitió que se construyera el camino por el cual Dios camina en la vida del pueblo.

También nosotros estamos llamados a ser artífices de esta obra, pues el Reino, aunque inaugurado, aun no llega a su plenitud. Pon al servicio de Dios tus dones y tus talentos y fortalece tu fe con la oración, para que Dios pueda realizar a través de ti su proyecto salvífico en tu familia y en tu comunidad.

Lucas 12, 1-7

Cuando se nos estropea algo en casa (un electrodoméstico, el carro, la computadora…) nos inquietamos y hacemos todo lo posible para buscar una solución: llamamos al técnico para que lo arregle. Luego pagamos una cantidad de dinero, y listo. O si la reparación es muy cara hacemos planes para comprar uno nuevo.

Sin embargo, todas estas cosas no merecen el cuidado que precisa nuestra vida. Porque si dejamos de funcionar, ¿quién nos arregla? Los médicos pueden lograr curaciones asombrosas, pero ninguno sabe resucitar a un muerto.

Cristo nos advierte que debemos temer al pecado, porque ése sí que nos puede llevar donde no queremos.

Muchos santos contemplaban con frecuencia la realidad de la muerte, y se preguntaban: ¿cómo quisiera vivir yo este día si supiera que es el último día de mi vida?

Mientras vivimos, tenemos esperanzas de salvar nuestra alma. Estamos aún en el tiempo para merecer las gracias que obtuvo para nosotros Jesús, en su Pasión y Resurrección. Por eso, siempre hay una oportunidad para rehacer la vida, para levantarse de la caída, pedir perdón en el sacramento y seguir adelante pensando en el final, en el encuentro definitivo con Dios.