Jn 3, 13-17
Leemos este capítulo del libro de los Números y parece que esté escrito para estos días. También ahora tendemos a hablar mal de Dios y de sus enviados porque las serpientes del momento: pandemias, epidemias, hambre, desastres naturales o provocados, etc., nos están mordiendo constantemente, o al menos nos sentimos mordidos.
Cuando tenemos la vida discurriendo a nuestro alrededor, llegamos a cansarnos de lo que tenemos y nos quejamos. La monotonía, el tener las necesidades inmediatas cubiertas, termina siendo motivo de hastío y nos quejamos de Dios. No es que acudamos a Dios para quejarnos, sino que vamos hablando mal de él, acudimos al rumor insidioso esperando que la queja llegue a sus oídos, pero que él no llegue a identificarnos como los protestantes. Nos da miedo porque puede enfadarse.
Hoy nos quejamos porque los cambios climáticos nos están castigando fuertemente. Reclamamos a Dios porque el calor veraniego no llega, porque el calor que ha llegado nos ahoga o porque no hace ni frío ni calor y la monotonía nos aburre y necesitamos protestar por algo. Todo menos reconocer nuestra aportación a este estado de cosas, No se nos ocurre cerrar una calefacción innecesaria, nos resistimos a cerrar el grifo y derrochamos agua sin cesar. Así hacemos con tantas cosas que sería interminable relacionar.
Dios sigue ahí. En el relato de hoy se enciende su ira y castiga al pueblo, pero enseguida manda el remedio. Creo que Dios nos está avisando para que cesemos de destruir una naturaleza que nos dio para que la mejoráramos, o al menos mantuviéramos. Nos bastaría mirar el estandarte, la gran serpiente de la ambición, del odio, de la envidia, del orgullo y la prepotencia para reconocer nuestro pecado y corregirlo y sanar. Pero, ¿lo hacemos así?
… ¡Pues no! Preferimos mirar a la Cruz de Cristo y pedirle que nos libre de los males, -pero que lo haga él, que no nos moleste en nuestra acomodada vida-, en lugar de ponernos manos a la obra y quitar del medio en que nos movemos, tantas serpientes venenosas que estamos criando y terminarán acabando con nuestra salud y nuestra propia vida.
«No envió al Hijo para juzgar, sino para salvar»
Parece que nos cuesta un poco ver a Jesús como salvador. Estamos, algunos, tan imbuidos de nuestra posesión de la verdad, que somos capaces de juzgar y condenar sin medias tintas. El diálogo con Nicodemo se nos empieza a borrar en los últimos versículos y olvidamos que Dios no envió al Hijo para condenar, sino todo lo contrario. Nosotros salvamos y condenamos de acuerdo con nuestros criterios, nuestras ideas o –peor aún- nuestros prejuicios. Todo menos ver con claridad el mensaje de esperanza salvadora, ¡para todos! de Cristo.
Un dramaturgo de nuestro romanticismo dice una frase que podría darnos alguna idea, pero como está al final y ya queremos aplaudir y marchar, no atendemos. Dice Zorrilla por boca de Dña. Inés a Don Juan que basta para salvarse “un punto de contrición a la puerta de la tumba”.
Somos propicios a mandar al infierno a todos los seres humanos que vamos encontrando a lo largo de nuestra vida. Siempre, bueno, casi siempre, encontramos en nosotros mismos el molde para medir y pesar a los demás. Nos miramos a nosotros mismos y, claro, la serpiente de la intolerancia nos muerde y no somos capaces de ver la cruz salvadora revelándose en lo alto. Somos incapaces de ver la cruz como puente de enlace y la miramos como frontera que pocos podremos cruzar. Pensamos que solo los santos tendremos opciones a pasar.
Cristo, el Salvador colgado del madero no está ahí para otra cosa que para salvar. De ninguna manera está para condenar. Tiene los brazos abiertos para abrazar, no para amenazar. A nosotros corresponde verlo y transmitirlo así, predicar que Cristo es vida y salud, no piedra de condenación. Dejemos al Dios juzgador y castigador inmisericorde, que no existe, y veamos siempre al Dios que nos ama y busca nuestra compañía, nuestra salvación y es la fuente del amor que nosotros debemos vivir y repartir/compartir con la creación entera.