Viernes de la IV Semana Ordinaria

Mc 6, 14-29

Cuando escuchamos estos relatos quedamos aterrorizados y no queremos imaginar hasta donde llega la perversidad de la humanidad.  Sin embargo no está lejano de lo que diariamente escuchamos en las noticias tanto nacionales como internacionales.  Actos demenciales que rompen con la armonía de la comunidad y destruyen vidas de personas inocentes.

Cada día amanecemos con el sobresalto preguntándonos que nueva masacre ha sucedido o si no ha sido atacado alguno de nuestros conocidos. 

Las escenas se repiten en los noticieros, y a cada acto salvaje que creíamos era el último y el más cruel, se añade otro más salvaje.  Personas que parecía tan cuerdas y trasparentes, servidores públicos, modestos obreros, se descubren como estafadores y crueles criminales.

¿Qué sucede en nuestra humanidad?  ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar?

El relato del evangelio de hoy pone en evidente contraste las figuras de Herodes y de Juan el Bautista.  Herodes miraba con simpatía y respeto a Juan, y sin embargo a un pecado añade otro peor.  Pero así es el mal, un abismo llama a otro abismo, una pequeña falta llama a faltas más graves.  Y si preguntamos por las personas o nos encontramos con los asesinos, descubriremos que no es que hayan nacidos así o se hayan transformado de un momento a otro, sino que fueron haciendo una cadena de pequeñas acciones malas al principio y después cada día es peor.

Ni los santos ni los criminales se hicieron en un solo día, se van haciendo en las pequeñas obras, o las pequeñas corrupciones de cada día.  Nosotros, dependiendo de lo que hagamos hoy podremos iniciar la cadena de maldad o la cadena del amor, la fidelidad y de la justicia.

Jueves de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 7-13

Descubrir a Jesús, acercarse a Él, compartir su vida, siempre tendrá una consecuencia lógica: llevar su Evangelio. Después de que Jesús ha escogido a los doce los envía con sus instrucciones muy claras: de dos en dos; para expulsar demonios; para sanar y con el corazón limpio, prácticamente sin ningún recurso.

El que vaya de dos en dos nos recuerda su sentido de comunidad. El Evangelio es para vivirse en comunidad, para compartirse, para integrarse, no para vivirlo en soledad. Pienso en estos momentos en cuantas parejas están viviendo su experiencia de verdadero amor y pueden compartir fácilmente su alegría.

Los discípulos son enviados a formar comunidad. Tendrán que expulsar demonios. Esto parecería atractivo para muchos: hacer alarde de poder y en medio de actos portentosos, gritar a Satanás que salga de los recintos. Pero es mucho más complicado que eso: la maldad se ha metido en el corazón, muchas veces en nuestro propio corazón, y de ahí es de donde tenemos que sacarlo. No se trata de exorcismos, no se trata de aspavientos, sino de una lucha seria contra toda la cultura de muerte, de egoísmo y de injusticia que se mete en nuestras vidas. Y esto es más difícil porque también nosotros hemos caído en pecado, en mentira y en injusticia.

Para predicar arrepentimiento, debemos nosotros tener conversión. La lucha no sólo es externa, sino interna y dolorosa. El camino para lograrlo es ponerse en manos de Dios, no en manos del dinero ni del poder; saberse amados por Dios como nos dice el salmo: “Recordamos, Señor, tu gran amor”. Y caminar con las manos y el corazón vacío.

La señal de que hemos expulsado el demonio del corazón se verá en el amor que tengamos a los hermanos. Por eso los apóstoles son enviados a sanar, a ungir con el aceite de la misericordia, a curar a todos los enfermos. Descubrir el rostro de Dios en Jesús que nos ama, nos impulsa a seguir sus instrucciones.

Que hoy también nosotros hagamos comunidad, sanemos corazones y expulsemos demonios.

Miércoles de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.

La Presentación del Señor

La fiesta que hoy celebramos, cuyo sentido amplísimo y muy profundo está expresado en las lecturas que acabamos de escuchar y en las oraciones, nos debe llevar a un mejor conocimiento vital y encarnado del misterio del Señor, Hijo de Dios, su Palabra eterna, pero también hermano nuestro, carne y sangre nuestra, luz que nos ilumina.  Nos debe llevar también a salir al encuentro de este Señor que se nos presenta; condición indispensable para que actúe en nosotros su obra de salvación.

No podemos escuchar la narración de san Lucas, simplemente como la narración de un hecho histórico o una anécdota, sino como la presentación del misterio de la Salvación en toda su majestuosa amplitud, pero expresado en un cuandro de pequeñas dimensiones para que la grandeza de su contenido no nos ahuyente, para que se nos facilite su comprensión.

Tratemos de profundizar en su significado.  Pensemos en lo que para los judíos expresaba el Templo de Jerusalén, morada de Dios, lugar único de su culto, expresión gráfica, simbólica, de su grandeza y majestad únicas.  Allí Dios era adorado y venerado por su pueblo; allá tenían que ir los israelitas a expresar su pertenencia al pueblo de la Alianza.

La larga serie de acontecimientos difíciles y situaciones humildes de la historia de Israel hacían que continuamente la voz de los profetas, de parte de Dios, renovara la esperanza de una manifestación gloriosa, restauradora y reivindicadora del Señor, que estaría gloriosamente en su casa.

Había sueños de grandeza, de poder y de dominio material.

Pero la realización de esta esperanza y de las promesas de Dios se lleva a cabo de una forma no sospechada: un niño pequeñito es llevado al Templo en brazos de sus padres, gente sencilla y humilde, para cumplir la Ley del Señor.

Externamente nadie se dio cuenta de lo que allí pasaba.  Sin embargo, ese niño era el Rey de la gloria, revestido de nuestra carne mortal; era la Luz del mundo que alumbraría a las naciones, la Gloria de Israel, el Pontífice en todo idéntico a sus hermanos, compasivo y fiel, sometiéndose a la Ley antigua.

La ofrenda del Sumo y Eterno sacerdote, iniciada en el momento mismo de su concepción: «Vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,7), y que un día se realizará plenamente en el Calvario, hoy encuentra una expresión muy especial, al ser ofrendado por manos de María en el lugar central del culto antiguo.  Un día ese Niño, con su sacrificio único y pleno, hará obsoletos los múltiples sacrificios del Templo.

Toda esta grandeza que los ojos humanos no podían captar, Dios la quiere revelar por medio de dos ancianos piadosos.  El evangelio dice de Simeón: «En él moraba el Espíritu Santo»; el mismo Espíritu le había dado la seguridad de no morir sin ver al tan largamente esperado Mesías; el Espíritu le inspira ir al encuentro del Salvador.

Tal vez lo que él vio lo desconcertó: ¿El Mesías, Señor, Jefe, Dominador, Salvador, es este pequeñito, pobre y necesitado de todo?  La mirada de Dios superó la mirada humana, y Simeón prorrumpió en el canto de alabanza que hace un momento escuchamos.

Los dos ancianos, Simeón y Ana, pueden ser testigos, porque han recibido el testimonio mismo de Dios: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Cor 2, 11).

Para reconocer a Cristo, en la Iglesia, en sus sacramentos, en los hermanos, sobre todo en los pobres y disminuidos, necesitamos absolutamente este Espíritu Santo de Dios.

Para salir al encuentro de Cristo, Luz que ilumina a todas las naciones, necesitamos limpiar nuestros ojos de  perspectivas meramente humanas y carnales.

María, la Madre de Cristo, la primera cristiana, la más fiel seguidora del Señor, es nuestro modelo hoy, ofreciendo al Padre lo que ella más ama; preludia la entrega materna total del Calvario.  Allí  va a ser  designada Madre nuestra, pero hoy ya ejerce su maternidad.

Que nuestra Eucaristía de hoy, bajo el impulso del Espíritu, sea un encuentro nuevo y más profundo con Jesús, una aceptación nueva de Jesús como luz y guía, y una ofrenda cada vez más plena y perfecta, total, de lo que somos y tenemos junto con Cristo, la ofrenda perfecta al Padre.

Lunes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 5, 1-20

El Evangelio nos presenta a un hombre poseído por el demonio. La presencia del poder enemigo de Dios, que es el demonio, existiendo y actuando en un hombre. Pero también nos presenta la liberación de ese hombre poseído, nos hace ver la presencia de Dios en un hombre…, la acción del poder de Dios, que da la salvación. El demonio se había apoderado de aquel hombre, pero el mismo demonio confiesa, que eran muchos los espíritus malignos, que habían entrado en él y habían establecido en él su permanencia.

Y es muy cierto que el espíritu del mal es múltiple y tiene muchos nombres. Espíritus del mal son el odio, que destierra el amor; la ambición que seca el corazón humano; las riquezas mal adquiridas o mal conservadas, que son fuente en no pocas injusticias; la opresión, que destruye la caridad; la mentira, que ahuyenta el Espíritu.

El hombre de hoy no tiene menos necesidad que ese hombre del evangelio de que Jesús venga a arrojar tantos espíritus malos, que se instalan en el corazón y que se instalan como Legión. El hombre poseído por el demonio fue liberado por Jesús y en el acto aquel hombre sintió como la necesidad de proclamar que Jesús lo había curado y quiso seguir a Jesús y vivir con Él como un nuevo apóstol. Y el Señor no se lo permite. La “vocación” es obra de Dios y no de nuestra voluntad. El Señor no lo admite como apóstol. Pero le da la tarea de anunciarlo entre los suyos. Pidamos hoy al Señor que nos libere de todo lo que nos aparte de Él, y que anunciemos su mensaje de salvación a los que nos rodean.

Sábado de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 35-41

Hay personas que saben perfectamente lo que “debe ser”, pero no lo hacen.  Hay neuróticos que sabe perfectamente la explicación de sus males, pero no pueden salir de ellos.  No basta con saber las cosas para que éstas se realicen o cambien.  Es necesaria una intervención deliberada y muchas veces un largo proceso de aprendizaje.

La fe es un don de Dios, pero requiere de una respuesta humana que va desarrollándose dentro de la comunidad-Igleisa.  Podemos ser conscientes de las grandes necesidades de nuestro mundo y del egoísmo que está en su raíz, pero no basta para cambiar los males.  La fe no es una virtud pasiva sino activa.  Y nosotros vamos en ese largo proceso de caminar en la fe.

Ante las dificultades del mundo muchas veces nos paraliza el miedo, como cuando los apóstoles estaban en el mar.  Pero Jesús llega a nuestra barca-Iglesia para reclamarnos nuestra falta de fe, precisamente cuando celebramos el “sacramento de nuestra fe”

Viernes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 26-34

Alguien me decía que es muy curiosa la vida, que siempre devuelve lo que siembras, y esto lo refería sobre todo a las buenas acciones, a los favores que se hacen en silencio y a escondidas. “Cuando tú haces un favor, la vida siempre te lo devuelve doble”.

Yo diría que Dios es tan generoso que nunca le podemos ganar en bondad y que cuando nosotros multiplicamos nuestras buenas acciones, Él siempre nos da mucho más de lo que nosotros podemos ofrecer. Hay quien llama a esta realidad “cadena de favores”, siempre que se hace un favor, Dios nos lo multiplica y otras personas también hacen favores más adelante. El ejemplo que hoy nos narra Jesús tiene mucho de esta apreciación.

El hombre siembra su semilla, pero él no sabe cómo Dios le va dando crecimiento. Claro que si el hombre no siembra nada, no tendrá esperanzas de cosechar frutos. Todos nosotros podemos platicar experiencias de cómo una buena acción nuestra ha tenido repercusiones que ni nos hubiéramos imaginado.

El Señor da crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado. Cada una de nuestras pequeñas acciones, tiene una repercusión y una trascendencia que ni siquiera podemos imaginar. De ahí la importancia de realizar con amor y entusiasmo cada una de nuestras pequeñas acciones, que el Señor se encargará de multiplicarlas. El ejemplo del grano de mostaza lo hace más explícito porque nos enseña que las cosas pequeñas tienen importancia grande.

La formación en la familia, la honradez en casa, la verdad en los trabajos, la justicia entre los cercanos… todas esas pequeñas cosas que están enlazadas con el saludo diario, con la sonrisa, con el entusiasmo y con la verdad, deberán crecer en amor porque Jesús les da crecimiento. ¿No es asombroso lo que podemos hacer aportando nuestro granito de mostaza? Demos ahora, demos con generosidad, demos en silencio.

Jueves de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 21-25

La Palabra de Dios, que es la luz, no está para ser encerrada en una caja fuerte, está para ser anunciada. Ésta es la responsabilidad de cada uno de nosotros, los cristianos. El cristiano es luz…, el mundo necesita de esa luz. Por eso cada uno de nosotros, con nuestra conducta, debemos ser ejemplo para el mundo. No hay nada que arrastre más que el ejemplo.

Las normas y los principios del evangelio, no debemos solamente conocerlos, y reconocer que son la forma ideal de vida, tenemos que hacerlos vida, ¡sin miedo!. No podemos ocultar la luz del evangelio por cobardía. Jesús insiste a los suyos que deben ser la luz del mundo. Es porque el mundo necesita de esa luz. Y Jesús nos señala una norma de conducta que ayuda a que nosotros podamos ser luz.

Muchas veces juzgamos severamente la forma de obrar de los otros…, juzgamos los móviles y las intenciones que los otros tienen para obrar de esta o de aquella forma. Pedimos a los demás…, aquello que nosotros mismos no somos capaces de dar. En cambio…, somos “muy tolerantes” con nosotros mismos…, frecuentemente encontramos infinidad de justificativos para nuestra forma de obrar. Jesús nos llama en este evangelio a que reflexionemos, porque, así como nosotros juzguemos…, seremos juzgados.

Si queremos que el Señor perdone nuestras faltas, entonces aprendamos a perdonar nosotros. Si queremos que nos comprendan, tratemos de entender a los demás.

Si queremos que nos amen a nosotros, debemos amar primero. Jesús con sus enseñanzas, va modelando el estilo de sus discípulos y también el nuestro. Y es el amor, la base de toda comunidad cristiana. Un amor que no deforme la realidad, pero que acepte al hermano con sus fallas y también con sus virtudes. Un amor que intente comprender siempre.

Miércoles de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 1-20

Jesús hablaba frecuentemente en parábolas, exponiendo el Reino de Dios a la gente. El Señor iba abriendo poco a poco la mente de sus discípulos y preparándoles el corazón, para que fueran recibiendo el mensaje de salvación. Algunas veces, los discípulos le pidieron explicaciones de por qué a ellos les hablaba más claro que al resto de la gente. Aunque los discípulos tampoco lo entendían todo, y tenían la mente llena de falsas ideas, estaban más cerca de Jesús y entendían mejor su manera de vivir y de hablar.

El Reino de Dios, les dice el Señor en esta parábola, es como un sembrador que sale a sembrar, y la semilla va cayendo en diversos terrenos, y va produciendo frutos de distintas formas, o se pierde entre espinas, o se ahoga entre las piedras. La semilla es la palabra de Dios; o también son las mismas personas que oyen esa Palabra.

Estas parábolas tienen hoy gran importancia para nosotros, y tenemos que agudizar los oídos y la mente para saber escucharlas y asimilar sus lecciones. Cuando leemos y meditamos estas parábolas del Reino, no debemos hacerlo en forma apresurada y sin detenimiento. Debemos preparar la tierra de nuestro corazón con el riego de la oración, y la apertura al Espíritu Santo fecundador. Es el Espíritu Santo, que nos enseña a orar y a captar las riquezas del Reino.

También podemos preparar nuestro corazón saliendo al encuentro de Jesús, que nos sigue hablando con aquel deseo, con el mismo afán con que iba a escucharlo la gente del pueblo. Sigue en el mundo de hoy la siembra de la Palabra. Hay mucha semilla que se desperdicia, pero hay también mucha que va cristalizando en buena cosecha.

La semilla del Reino crece donde hay esperanza, donde hay sed de justicia, donde hay compromiso con el prójimo, donde se lucha por la paz. Pero la semilla tiene su tiempo para ser fecundada, para convertirse en espiga, y luego en pan. Por eso también el Señor quiere que pensemos con la necesaria esperanza, es necesario no dejarse abatir, por no obtener frutos inmediatos. Nosotros sembramos y otros cosecharán.

Martes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 31-35

Detrás de esta escena que a primera vista parecería un desprecio a la familia de Jesús, se encierra una gran enseñanza. La familia judía, como muchas de las familias tradicionales del ambiente rural, al mismo tiempo que fortalece y anima, también encierra y condiciona. En este aspecto la familia judía encerraba mucho más y aunque ciertamente proporcionaba seguridad al ser tan amplia, también limitaba la actuación.

Ahora Jesús inicia una nueva familia y amplía los márgenes de aquella pequeña célula. Quienes hemos vivido y compartido experiencia con familias numerosas pero en cierto sentido aisladas, hemos experimentado los fuertes lazos que hacen crecer a la persona, pero que también en muchos sentidos la restringen y condicionan. Jesús quiere que su familia vaya más allá de los lazos de carne y de sangre. Es más, lo que ya resulta más problemático para el pueblo judío, abre los horizontes a todos los pueblos y a todas las naciones. Su única condición es que cumplan la voluntad de Dios. Y la voluntad del Buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, es que todos los hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, formen una sola familia.

Cristo viene a renovar los lazos de la familia original de Dios: toda la humanidad. Hoy asistimos a fenómenos contradictorios: por una parte nos sentimos como la aldea global donde un “estornudo” se escucha y repercute en todo el planeta, pero por otra parte nos encerramos tras trincheras e ideologías que nos apartan de “los otros”, y nos hacen sentir exclusivos. Nunca como en este tiempo se experimentó la necesidad de formar una sola familia y arriesgarse a construir un mundo para todos; pero nunca como en este tiempo se experimentó el individualismo y la lucha feroz que aniquila a los otros y no los contempla como hermanos.

Jesús nos propone en este día no un desprecio a la familia de sangre, sino una apertura y un cariño a toda la humanidad como nueva familia. Si a cada hombre y a cada mujer los contemplamos como hermanos podremos hacer de toda la humanidad la nueva familia de Dios, así cumpliremos la voluntad del Padre. Así, lejos de un desprecio a María, es una alabanza a la que desde el inicio dijo: “´Hágase en mí, según tu palabra”