Miércoles de la II Semana de Adviento

Mt 11, 28-30

Jesús desahoga su corazón en una acción de gracias al Padre al comprobar sus preferencias por los pequeños. Sintoniza plenamente con él en esa actitud, que es algo constante a lo largo de su vida pública. Y de ahí se eleva para manifestar el profundo conocimiento que tienen entre sí el Padre y el Hijo, que dan a conocer a su vez a los sencillos.

En el evangelio de hoy, que es continuación inmediata de esa acción de gracias al Padre, Jesús invita –con palabras tomadas de la literatura sapiencial- a cargar con su yugo y aprender de él que es “manso y humilde de corazón”. Su yugo es más ligero que el de la ley, pero eso no lo entendieron los ‘sabios’ del pueblo y por eso rechazaron a Jesús y su mensaje de liberación.

Es, pues, una invitación a imitarle y a seguirle de cerca. Él es el modelo y el maestro de una vida nueva, presidida por el amor de Dios a los sencillos: quien acepte su propuesta, “encontrará su descanso” en él. Se cumple en el seguimiento de Jesús lo que Dios prometía por las palabras del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas…, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse”.

A la luz de estas promesas y de estas ofertas, preguntémonos: ¿Creemos en la acción providente de Dios aun en medio de nuestros problemas más acuciantes? ¿Estamos dispuestos a cargar con los compromisos del Evangelio, convencidos de que Jesús nos los hace más ligeros?

Martes de la II Semana de Adviento

Mt 18, 12-14

Cuando escucho las voces quejumbrosas que sólo lanzan quejas y acusaciones, cuando parece que todo está negro y se presenta el panorama con tintes oscuros de pesimismo, siento la necesidad de traer a nuestra mente estas imágenes que tanto Isaías como san Mateo nos ofrecen en este día: “consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén y decidle que ya termino el tiempo de servidumbre”, dice Isaías, que busca alentar, levantar a su pueblo. 

No responde el dolor que produce el exilio, pero no puede permanecer para siempre el pueblo en esta situación de opresión.  No es tiempo de abandono y desesperación. Aún para quienes han perdido la fe, hay palabras de ánimo: “aquí está vuestro Dios, aquí llega el Señor”.

Es cierto que el hombre es como la hierba y su grandeza como la flor del campo, pero nuestra esperanza está puesta en el Señor. 

El mensajero de buenas noticias nos anuncia que aquí está el Señor.  No caminamos solos, no andamos sin rumbo, el Señor es nuestra luz, el Señor es nuestra fuerza.  Tendremos que luchar mucho, es cierto, pero lo hacemos de la mano y con la fuerza de nuestro Dios.

También san Mateo, con palabras igualmente esperanzadoras, nos abre caminos llenos de luz cuando nos recuerda que el Señor es nuestro Pastor.  El Señor es un pastor especial, el Señor es un pastor sumamente bondadoso que nunca se cansa de dar alimento y protección a sus ovejas; que las busca con pasión y perseverancia a cada uno de ellas cuando se ha extraviado.

El tiempo del Adviento es este tiempo tan especial de despertar nuestra confianza en el Señor, de colocarnos bajo su providencia, de trabajar con entusiasmo enderezando los caminos torcidos, elevando los valles, rebajando las colinas, haciendo rectos los caminos del Señor.

Adviento es tiempo de esperanza, tiempo de ilusión, tiempo de trabajo, tiempo de percibir muy cercana la presencia de nuestro Dios. Huele a Navidad, huele a Adviento, huele a ternura, huele a amor.

Que hoy, también nosotros nos acerquemos hasta el Señor, que sintamos cómo nos busca, cómo nos llama, cómo nos acaricia como a oveja perdida.

Tiempo de esperanza, tiempo de amor, tiempo de Adviento.

Lunes de la II Semana de Adviento

Lc 5, 17-26

En la cara de los personajes del Evangelio de hoy podríamos poner rostros muy cercanos a nosotros, aquellos que durante este tiempo han cargado la camilla de otros y han buscado el hueco necesario para ayudar, para salvar, para sanar… puede que el rostro que esté en uno de ellos sea el que ves en el espejo cada mañana. Algunos no sólo no vieron esos rostros, sino que quisieron taparlos para que no se acercaran, no transmitieran, no sabemos si el virus o la vergüenza ante la pasividad de otros.

Desde siempre la palabra “derecho” se ha pronunciado muy rápido, pero sin la palabra “deber” a su lado, el significado puede quedarse en lo que es recto, el antónimo de torcido, pero no la posibilidad de cada ser humano de tener una vida digna. No podemos separar el derecho del deber, si creemos que tenemos todos los derechos y que los deberes son para los otros pronto nos daremos de frente contra un muro de hormigón llamado libertad, seremos esclavos de nosotros mismos y de nuestra ignorancia.

Sigue habiendo muchos en nuestro mundo y no muy lejos de nosotros, que tienen muchos deberes, pero pocos derechos, que siguen recorriendo caminos interminables para poder vivir con lo necesario, con paz, libertad, para encontrar un trabajo con el que mantener a su familia, una formación para realizar tareas imprescindibles para el resto de su comunidad… pero no son bien vistos. Sigue habiendo muchos que creen que su pensamiento es el bueno y levantando una bandera bien grande que pone libertad, le cortan los caminos a los que piensan diferente, buscan otras posibilidades, otras opciones, porque entienden la libertad como la suya.

¿Vas a esperar a que otros hagan posibles tus derechos o vas a cumplir con tus deberes? ¿Te arriesgas a buscar soluciones a los problemas o simplemente protestas porque existen? ¿Qué quieres conseguir?

Sábado de la I Semana de Adviento

Mt 9,35—10,1.6-8

En este Evangelio vemos cómo Jesús pasa por el mundo curando enfermedades, sanando las heridas, perdonando los pecados… pasa por nuestra vida curándonos constantemente. Hoy el Señor nos mira, nos ve extenuados y abandonados como el pueblo de Israel.

Hoy el Señor tiene compasión de nosotros y quiere curarnos de nuestra frialdad para con los más pobres, de nuestra indiferencia y lejanía de Dios. Nos cura y nos manda también a sanar a los demás. “Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca. Curad enfermedades…” ¿Quiénes son las ovejas descarriadas?

Aquellos que no conocen a Dios y los que, aun conociéndole, no le aman y prefieren realizar sus proyectos sin Él. Ésta es nuestra mies, un mundo herido por el consumismo, por la autorreferencialidad y el egoísmo. A esto nos llama el Señor de la mies, a ser sus manos que acarician rostros de dolor, a ser sus pies que se gastan en tierras devastadas por la guerra, a ser su corazón que ora incesantemente por la paz, y a ser su persona que anuncia que el Reino ya está en y con nosotros.

El Señor también nos llama a dar gratuitamente lo que hemos recibido de Él. A donarnos sin reservas ni excusas. Día tras día nos pide Dios esta entrega generosa que tanto necesita nuestro mundo. Ser cristianos hoy significa arriesgarse para anunciar la Buena Noticia, sabiendo que muchos no acogerán nuestras palabras, que se revelarán contra nuestras acciones, y nos perseguirán por no seguir los pasos de una sociedad que cada vez se aleja más de Dios.

Pero el Señor, como a sus discípulos, nos da la autoridad y la fortaleza para proclamar su Palabra allá donde vayamos, estemos donde estemos, pase lo que pase. Esta fortaleza es la que nos mueve a tener esperanza incluso en un tiempo de enfermedad, muerte e incertidumbre.  Dios nos quiere al frente, anunciando que Él está vivo, y que el Reino de Dios no está lejos, está aquí y ahora, en todos y cada uno de nosotros.

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

Hay un grito insistente en nuestras vidas cuando nos dirigimos a Dios, similar al grito de los ciegos del evangelio de hoy: Ten compasión de nosotros, Hijo de David. En esta petición de súplica dirigida a Jesús hay un reconocimiento del Mesías, venido de la casa de David. Hay una confesión de fe.

Pero Jesús le centra aún más en el contenido de su fe con la pregunta ¿Creéis que puedo hacerlo? Jesús devuelve con una pregunta la oración de súplica, para que la súplica se convierta en un acto de fe de mayor profundidad. Se dirige a la hondura de su fe. No debe ser una súplica gratuita o acostumbrada a pedir cosas a Dios. Al contrario, debe ser profunda y siempre renovada, donde la fe tiene que jugar su peso. De alguna manera es una pregunta que implica el poder de Jesús, que se podría formular de otra manera: ¿Reconoces en mi palabra, en mis gestos el poder liberador que viene de Dios?

Es llamativo la contestación de Jesús: Que os suceda conforme a vuestra fe. En ocasiones limitamos nuestros actos de fe en el encendido de una velita, por ejemplo, pero sin preguntarnos qué contenido tiene nuestra fe, que compromiso adquiero una vez sea liberado de mis cadenas, cuál es la esperanza que me sostiene para caminar siempre al lado de Dios. Nos autoconvencemos de la no existencia de Dios, porque Dios no ha escuchado nuestras súplicas. Y dejamos de creer en la fuerza y la bondad de Dios porque no hemos visto ningún cambio. Quizás cambio no sucedió en tu realidad, en tu entorno, quizás el cambio sucedió en ti; de alguna manera, hubo un momento en el que tuviste necesidad de Dios. Lo expresaste quizás superficialmente, pero nació en ti esa necesidad. Ahora hay que moldearla, profundizarla, buscar aquello que haga posible el milagro, eso que haga posible el poder ver, lo que Jesús les dice a los ciegos: que os suceda conforme vuestra fe.

Oremos para que no sea la desilusión lo que nazca tras un acto de fe. Para que surja en nosotros una necesidad de creer de una manera más profunda en el Dios que nos espera.

Jueves de la I Semana de Adviento

Mt 7, 21. 24-27

También el terreno de la confianza hay que pasar de las palabras a las obras. No basta con decir que confiamos en el Señor e ir por un camino distinto al que él nos señala. Confiar en Jesús es estar seguros de que la senda que él nos indica lleva a la alegría, a la esperanza, a la felicidad que nos promete… y transitar por ella. Confiar en el Señor es estar seguros de que la senda del amor, del perdón, de la limpieza de corazón, de la pobreza de espíritu, de la justicia… nos lleva y nos hace experimentar esa vida y vida en abundancia que nos promete. También en el ancho campo de la confianza no vale sólo decir: “Señor, Señor… sino cumplir la voluntad de mi Padre”, bien expresada y vivida por Cristo Jesús. Es la mejor manera de que nuestra casa, nuestra persona, se mantenga en pie y no se derrumbe ante fuertes vientos que la puedan azotar.

San Andrés, Apóstol

Mt 4, 18-22

La celebración de un apóstol en la iglesia es siempre una invitación para que cada uno de nosotros recuerde que sin predicación de palabra y obra, la Buena Noticia no llegará a los corazones de todas las personas, como nos afirma el final de la primera lectura y la antífona del salmo, “Por toda la tierra se ha difundido su voz…” ¿Estamos en situación de hacerlo nuestro?

Hoy fiesta de San Andrés Apóstol, tenemos en esta primera lectura, un texto que nos presenta fuertemente dos aspectos de una misma vocación, que podemos contemplar en la figura de este apóstol: la fe que surge de la predicación-la predicación que alienta y alimenta la fe.

Para mejor entender esta carta es bueno que tengamos en cuenta su contexto. Cuando fue escrita, la persecución y la posibilidad de padecer el martirio, era real. Que una persona aceptara a Cristo y le confesara como su Señor, sabiendo que la persecución iba a llegarle, indicaba sentir que la “salvación” no era algo que la persona conseguía por propio esfuerzo sino que como nos dice San Pablo en la carta “ el mismo que es Señor, es rico para con todos los que invocan”(10,12). Invocarle, es decir que esa persona “ya ha creído”” y se debe a la misericordia de Dios por la fe en Jesucristo.

Con todo esto que fue posible en su tiempo, la carta nos deja unas preguntas que refuerzan el argumento de Pablo y que hoy se nos hacen más apremiantes. “¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” No son preguntas carentes de realidad para nuestra sociedad y para nuestra iglesia. Y por ello, no poden sernos indiferentes, a pesar de que constatemos mucha impotencia. Recemos los unos por los otros, pidiendo al Señor que sostenga la realización de nuestra vocación cristiana.

Ellos al instante, dejando las redes, le siguieron

En el evangelio de hoy, Mt nos presenta el inicio del seguimiento a Jesús, que comienza con un encuentro y en un lugar concreto. En ese encuentro se puede captar nítidamente, el llamado que “alguien “hace y la libertad de seguirlo por aquel que lo ha oído. No puede haber seguimiento de Jesús si no existe este espacio de intimidad, reconocimiento de su mensaje y descubrir que es el mismo, el que nos busca primero.

Hoy celebramos la fiesta de San Andrés Apóstol, hermano de Pedro y como él pescador en el lago de Tiberiades, lugar donde Jesús le va a encontrar junto a su hermano mayor.

Mt, cuenta la vocación de los primeros discípulos de forma escueta y directa. La sitúa en el lugar donde realizan su trabajo de cada día, allí Jesús les propone algo “casi” incomprensible. Estos hombres que conocen bien la faena que realizan a diario, saben todo de pesca y como hacerla, y he aquí que este hombre llamado Jesús les pide que abandonen todo, para ser “pescadores de hombres”. Cada vez que leo este pasaje no dejo de preguntarme: ¿Qué entenderían estos hombres?

Mt no nos explica nada, quizás por eso tiene tanta fuerza y viveza, que después de tantos siglos e innumerables reflexiones teológicas, desprende tanto cuestionamiento a nuestra vida cristiana al mismo tiempo que sostiene nuestra fe de cada día.

Quizás nos gustaría percibir alguna duda, miedos, pedir explicaciones, ciertas reticencias en la respuesta, pedir tiempo para discernir…parece que es lo propio del ser humano. Y los Apóstoles fueron seres humanos, limitados, carenciales… Gracias a Dios, los evangelios darán cuenta de todo lo que Jesús tuvo que emplearse para que Andrés y los otros llegasen a ser verdaderos discípulos y predicadores de la Buena Noticia que ellos mismos descubrieron en el camino, junto a Jesús.

Unámonos en la oración dejando que resuene en nuestro corazón, estos verbos tan bien empleados por Mt “Vio a dos hermanos… les dice: Venid conmigo…ellos al instante, dejando todo, le siguieron”

Decisión valiente, hoy muy necesaria, para nuestra vida, para nuestro mundo, para Dios. El sigue siendo “el fiel”, el compasivo, el Dios hecho humano en nuestra propia tierra. Pidámosle por esta sociedad nuestra, atravesada por tanto sufrimiento y desesperanza.



Martes de la I Semana de Adviento

Lc 10, 21-24

Los 72 discípulos que Jesús había enviado a predicar llegaban llenos de alegría por el éxito de su predicación. Lucas nos refiere que fue un momento de muy especial presencia del Espíritu Santo en la naciente comunidad y Jesús, lleno de esa alegría inefable, agradece al Padre esta revelación.

Solo el Espíritu Santo hace nacer y, sobre todo, mantener la esperanza aun en tiempos difíciles. Nos hace descubrir lo que la simple mirada o el docto entendimiento no logran. Como decía Saint-Exupery en “El principito”, lo esencial es invisible a los ojos. Jesús ha venido precisamente a llenar con la luz de la fe a un mundo oscurecido por un mal endémico arraigado en el corazón de los hombres. No pocas veces reprochó esta ceguera a escribas y fariseos, echándoles en cara su responsabilidad para con el pueblo al que “guiaban”.

A este nuevo modo de “ver” nos invita el Señor en el Adviento. No se trata de esperar sin más, sino de una esperanza activa, vigilante, comprometedora. Sin esta actitud, la Estrella no nos guiará a Belén, ni veremos con los ojos iluminados por el Espíritu la Epifanía del Señor, del Enmanuel. Solo “los limpios de corazón” pueden “ver” a Dios.

“La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa, serenar el corazón, descubrir cuan amados somos sin apenas enterarnos, amados por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos”

Lunes de la I Semana de Adviento

Mt 8, 5-11

El Adviento, que comenzó ayer, es un tiempo tridimensional, por así decir, un tiempo para purificar el espíritu, para hacer crecer la fe con esa purificación. Estamos tan acostumbrados a la fe que a veces olvidamos su vivacidad y, muchas veces, quizá el Señor, al ver alguna de nuestras comunidades, podría decir, como en el Evangelio de hoy (Mt 8,5-11): “yo os digo que en esta parroquia, en este barrio, en esta diócesis, no sé, no he encontrado a nadie con una fe tan grande”. Son palabras que a veces el Señor puede decirnos, no porque seamos malos, sino porque estamos acostumbrados y con la rutina perdemos la fuerza de la fe, la novedad de la fe que siempre se renueva.

El Adviento es precisamente para renovar la fe, para purificar la fe y que sea más libre, más auténtica. He dicho que es tridimensional porque el Adviento es un tiempo de memoria, purificar la memoria. Se trata de purificar la memoria del pasado, la memoria de lo que pasó el día de Navidad: ¿qué significa encontrarnos con Jesús recién nacido? Una pregunta para hacerse a uno mismo, porque la vida nos lleva a considerar la Navidad como una fiesta: nos encontramos en familia, vamos a misa, pero, ¿te acuerdas bien de qué pasó aquel día? ¿Tu memoria está clara? El Adviento purifica la memoria del pasado, de lo que pasó aquel día: nació el Señor, nació el Redentor que vino a salvarnos. Sí, hay fiesta, pero siempre tenemos el peligro o la tentación de mundanizar la Navidad. Y eso pasa cuando la fiesta ya no es contemplación, una bonita fiesta de familia con Jesús en el centro, sino que empieza a ser una fiesta mundana: compras, regalos, esto y lo otro, y el Señor se queda allá solo, olvidado. Todo eso pasa también en nuestra vida: sí, nació en Belén, pero nos arriesgamos a perder la memoria. Y el Adviento es el tiempo propicio para purificar la memoria de aquel tiempo pasado, de aquella dimensión.

El Adviento tiene también otra dimensión: purificar la espera, purificar la esperanza, porque aquel Señor que vino, volverá. Y volverá a preguntarnos: ¿cómo ha ido tu vida? Será un encuentro personal: ese encuentro personal con el Señor, hoy, lo tendremos en la Eucaristía, pero no podemos tener un encuentro así, personal, con la Navidad de hace dos mil años, aunque sí tenemos la memoria de aquel momento. Pero, cuando Él vuelva tendremos un encuentro personal. Eso es purificar la esperanza: ¿adónde vamos, adónde nos lleva el camino? Pues, no sé, ¿has oído que ha muerto? ¡Pobrecillo! Recemos por él. Ha muerto, sí, pero mañana moriré yo, y encontraré al Señor, en ese encuentro personal, y también volverá el Señor después, para hacer cuentas con el mundo. Así pues purificar la memoria de lo que pasó en Belén, purificar la esperanza, purificar el fin. Porque no somos animales que mueren; cada uno encontrará cara a cara el Señor: cara a cara. Y es oportuno preguntarse: ¿Tú lo piensas? ¿Qué dirás? El Adviento sirve para pensar en ese momento, en el encuentro definitivo con el Señor. Esta es la segunda dimensión.

La tercera dimensión es más diaria: purificar la vigilancia. Además, vigilancia y oración son dos palabras para el Adviento, porque el Señor vino en la historia en Belén, y vendrá, al final del mundo y también al final de la vida de cada uno. Pero el Señor viene cada día, cada momento, a nuestro corazón, con la inspiración del Espíritu Santo. Y así es bueno preguntarse: ¿Yo escucho, sé lo que pasa en mi corazón cada día? ¿O soy una persona que busca novedades, con la expectativa de los atenienses que iban a la plaza cuando llegó Pablo: ¿qué novedades hay hoy? Es vivir siempre de las novedades, no de la novedad. Purificar esa espera es transformar las novedades en sorpresa, nuestro Dios es el Dios de las sorpresas: nos sorprende siempre. ¿Has terminado la jornada de hoy? —Sí, estoy cansado, he trabajado mucho y he tenido este problema y ahora veo un poco la tele y luego me acuesto. —Y tú, ¿no sabes qué ha pasado en tu corazón hoy? Que el Señor nos purifique en esta tercera dimensión de cada día: ¿qué sucede en mi corazón? ¿Ha venido el Señor? ¿Me ha dado alguna inspiración? ¿Me ha reprochado algo?

En el fondo, se trata de cuidar nuestra casa interior; y el Adviento es también un poco para eso. De aquí la importancia de vivir en plenitud las tres dimensiones del Adviento. Purificar la memoria para recordar que no nació un árbol de Navidad, no: ¡nació Jesucristo! El árbol es una bonita señal, pero nació Jesucristo, es un misterio. Purificar el futuro: un día me encontraré cara a cara con Jesucristo: ¿qué le diré? ¿Le hablaré mal de los demás? Y la tercera dimensión: hoy. ¿Qué pasa hoy en mi corazón cuando el Señor viene y llama a la puerta? Es el encuentro de todos los días con el Señor. Pidamos que el Señor nos dé esta gracia de la purificación del pasado, del futuro y del presente para encontrar siempre la memoria, la esperanza y el encuentro diario con Jesucristo.

Sábado de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 34-36

Una vez más Jesús nos dice que debemos estar vigilantes, pendientes de lo que ha de venir, preparados. Sus palabras hoy están más de actualidad que nunca: nos avisa del peligro que corre nuestra alma si nos dejamos llevar por el mundo, por las inquietudes de la vida sin pensar en nuestra salvación, por los placeres fáciles que se nos ofrecen cada día. Serán múltiples las ocasiones en las que nos avise de la importancia de cuidarnos de los influjos externos, de todo aquello que estorba nuestra vida espiritual, de la importancia de la oración, de estar alerta. Y en este pasaje lo hace una vez más.

Es muy importante que cuidemos de nuestra alma, por eso os insisto tanto en la conveniencia de acercarnos al Evangelio cada día. Leer las Escrituras y frecuentar los Sacramentos es la mejor manera de «mantenernos en pie ante el Hijo del Hombre». No sabemos la fecha en que deberemos dar cuenta de nuestra vida, por lo tanto tenemos que estar preparados para cuando llegue, igual que las doncellas prudentes aguardaban con la luz encendida la llegada de sus esposos. Así nosotros podremos mirar a Dios cara a cara sin temor y gozaremos eternamente de su presencia. Cristo nos salvó, nos redimió del pecado, pero nosotros debemos hacer nuestra parte, cumpliendo con los Mandamientos y siendo fieles a su Palabra. La recompensa es grande: gozar eternamente de la presencia de Dios.