Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

En los últimos años la Iglesia ha insistido continuamente en la importantísima función que tienen los laicos dentro del proyecto salvífico de Dios como anunciadores y testigos de la resurrección de Cristo, como nos lo muestra hoy el evangelio.

Muy significativa la narración que nos presenta san Juan de este encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado. María magdalena, cómo muchos de nosotros, permanece en el llanto y la tristeza, sin imaginarse que Jesús pudiese resucitar. Todo lo da por perdido y ahora nada tiene sentido de aquel bello sueño deformar un mundo nuevo, diferente. Sin embargo, se queda junto al sepulcro, no huye, no abandona, aunque esté sumergida en el dolor y en el desconsuelo.

En su tristeza no es capaz de reconocer los grandes prodigios que se están realizando junto a su alrededor; los ángeles en el sepulcro no le causa ninguna sorpresa y solo mira en una dirección: Cristo muerto y ya nada tiene sentido. Sus reclamos y frustraciones no cesan al acercarse a Jesús, también para Él es la pregunta y la acusación velada: “ si tú te lo llevaste…” le han quitado a su maestro y ella se aferra a su soledad, a la ausencia. No es capaz de reconocer al mismo Jesús.

Ciertamente, la resurrección de Jesús no es un simple volver a la vida y tener el mismo cuerpo. La resurrección implica una nueva vida, diferente, plena, como nos lo muestran las narraciones en las que se aparece a sus discípulos.

María Magdalena es capaz de reconocer a Jesús solo cuando escucha su voz pronunciando su nombre y entonces todo se transforma en alegría y felicidad; todo es plenitud y confianza. Adiós a los temores, adiós a la ceguera, adiós al fracaso. Se sabe amada, pronunciada por Jesús que ha resucitado y le encomienda una nueva misión.

Esta experiencia de vida es la que hoy nos ofrece Jesús: No está muerto sino que está al lado nuestro, en nuestros aparentes fracasos, en nuestros desalientos, en su aparente ausencia.

Cristo está con nosotros y también pronuncia nuestro nombre de una forma única y especial, porque su amor por cada uno de nosotros es irrepetible.

Experimentemos hoy este encuentro con Jesús, que seamos capaces de descubrirlo a pesar de las apariencias en que se presente, cómo la sencillez de un jardinero, el dolor de un fracaso o la sonrisa de un niño.

Cristo está vivo y te habla por tu nombre. ¿No te llena de ilusión y vida nueva?

Lunes de la Octava de Pascua

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anuncio: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.

VIGILIA PASCUAL

VIGILIA PASCUAL

¡Jesucristo ha resucitado!  Acabamos de escucharlo. Y ésta es una gran noticia. Sí, Jesús no podía corromperse en el interior del sepulcro. Por eso aquellas mujeres piadosas que iban a ungir el cuerpo de Jesús con aromas se encontraron con aquellos dos hombres con vestidos refulgentes que les dije­ron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” “No está aquí: ha resucitado”. ¡Jesús vive! ¡Jesús ha resucitado! La muerte no ha podido destruirlo.

Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la abundancia de signos: fuego, luz, agua, Palabra, cantos y flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrec­ción de Jesús. Todo, esta noche, es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa y que hemos cantado con toda el alma: ¡ALELUYA!

El apóstol Pablo nos ha dicho en la epístola de esta noche: “Así como Cristo resucitó de en­tre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. No­sotros creemos en la vida. Y queremos que todo el mundo viva dignamente. Y porque cree­mos en la resurrección de Jesucristo y en la vida, se nos abren nuevos y amplios horizontes.

Nos damos cuenta de que es posible cambiar y que hay que cambiar, puesto que debemos emprender una nueva vida. Tenemos que abandonar el pecado, el egoísmo y todo lo que nos encadena. Tenemos que saber ser libres de verdad. Es el mismo Pablo quien nos lo dice: debemos vivir “libres de la esclavitud del pecado”.

Dejar la esclavitud y proclamar la vida. He aquí la grandeza de nuestra misión. Y podemos conseguir esto porque la energía de Jesús resucitado también nos ha transformado. Pode­mos ser diferentes. Podemos ser mejores.

Esta noche es también la noche de la esperanza. Debemos proclamar muy fuerte, con el tes­timonio de nuestra vida, que nuestro mundo dormido y triste, puede cambiar. Sin ilusión y esperanza somos personas derrotadas y, de este modo, no podemos ser testigos de Aquel que luchó, dio la vida y resucitó. Tenemos que saber ver y valorar la vida en toda su riqueza y en todas las personas.  A veces quedamos atrapados por algo que nos preocupa y dejamos escapar una inmensidad de vida sin darnos cuenta.

¡Cuánta vida pasa ante nosotros! Valorar la vida en todas sus manifestaciones y promocionarla, podría ser también un fruto de la Pascua.

Emprendamos, pues una nueva vida.  Vencer la esclavitud, vivir con esperanza y amar la vida y valorarla.  Estos deseos podrían ser nuestra felicitación pascual.

Por esto hoy, en esta noche, exultamos de alegría con toda la tierra, tal como se ha proclamado en el anuncio de la Pascua: “Goce también la tierra, inundada de tanta claridad y que radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero”

Hoy, todo es vida, todo es luz, todo es alegría, todo es esperanza, porque Jesús ha resucitado y nosotros también hemos de resucitar con Él.

¡Feliz Pascua de resurrección para todos!

Viernes Santo

Esta tarde nos reunimos para contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado.  Queremos acercarnos al misterio de su Pasión y de su cruz, queremos comulgar con sus padecimientos, queremos agradecer la inmensidad de su amor.

Al comenzar esta tarde la celebración de la muerte de Cristo, lo hemos hecho arrodillándonos en silencio meditativo y agradecido.  Es la actitud de quien adora.  Ante esta realidad de un Dios que muere por nosotros, ¡qué otra cosa podemos hacer sino echarnos por tierra repitiendo en el corazón: qué grande, y qué fuerte, Dios mío es tu amor! ¡Tu amor ha llegado hasta el fin! ¡Tu amor nos ha salvado! ¡Gracias, Señor!

La celebración de esta tarde toda ella se centra en la Cruz.  Hoy, de hecho, la Iglesia no celebra la Eucaristía, el más importante sacramento del culto católico; pero asistimos al memorial mismo de la muerte de Cristo.

Veamos en la cruz algunos aspectos que a lo largo del año litúrgico pasamos por desapercibidos: La cruz implica sufrimiento, pero se trata del sufrimiento que lleva a la alegría.

La Iglesia, mediante su liturgia de hoy, nos invita a creer en el Mesías crucificado y a aceptar en la fe: que la muerte de Cristo es el acto de amor supremo de Dios, por medio del cual nos salva; que Dios ha querido manifestar todo su poder en la debilidad de la cruz; que la locura de la cruz es más sabia que la sabiduría del mundo; que a partir de la muerte de Jesús en el calvario, todo en la vida del creyente adquiere un sentido imposible de alcanzar por otros medios; que gracias a la cruz del Señor podemos tener la certeza de que todos nuestros pecados han quedado perdonados; que después de la cruz, no existe otra fuerza mayor en el mundo que no sea el amor;  y, que la vida adquiere su mayor sentido en el amor.

Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión.  Jesús ha dado su vida por nosotros.  Él, el inocente y el justo, ha muerto violentamente a manos de verdugos como si de un criminal se tratase.

La pasión nos muestra todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, todo el inmenso amor que ha tenido para con todos los hombres.  Hoy, más que nunca, debemos compartir su sufrimiento.  Y, también hoy, debemos sentirnos más cerca de Jesús, incluso sintiéndonos culpables de haber pecado, puesto que, como hemos escuchado en la 2ª lectura, Él no es alguien que “no sea capaz de compadecerse de nuestras flaquezas”.  Jesús ha pagado a un precio muy caro el mal del mundo.  Por eso podemos acercarnos a Él sabiendo que nos perdona y que somos bien acogidos. 

Esta tarde, nos acercamos a la cruz con humildad y confianza, sabiendo que Jesús abre sus brazos para acogernos, perdonarnos y fortalecernos.  ¡Ojalá supiéramos contemplar los brazos abiertos de Jesús!  Por una parte, estos brazos abiertos vencen todo el mal y todo el pecado de nuestro corazón y nos hace mejores y más sencillos, y, por otra parte, nos animan a acercarnos a Él con más fuerza que nunca, con mayor ilusión, superando el desánimo y el desencanto.

Es tremendo la inmensidad de sufrimiento que existe en nuestro mundo.  Sufrimiento físico y moral.  Guerras, miseria, hambre, violencia y muerte.  Toda clase de sufrimientos.  Cárceles y torturas.  Odios, envidias y desprecios.  Y la lista sería interminable.  ¡Cuántos rostros marcados por el dolor!

Jesús hoy y aquí sigue muriendo por nuestros hermanos.  Jesús sigue siendo escupido, pisoteado, abandonado, torturado, despreciado.  En toda persona que sufre debemos ver el rostro de Cristo.  Si así lo hiciéramos, nuestra visión del mundo sería muy distinta y nos daríamos cuenta de los valores por los que vale la pena trabajar.  Cuando en el camino de nuestra vida nos encontramos con el sufrimiento propio o de algún hermano, sepamos que en este sufrimiento está presente Jesús con los brazos abiertos.  De este modo nunca estaremos totalmente solos.  Siempre Jesús estar con nosotros.  Desde Jesús, la soledad total ya no existe.

Que esta tarde sea para nosotros, tarde de silencio contemplando al crucificado, tarde de oración y de plegaria ante Cristo en la cruz, tarde de adoración y agradecimiento a Jesús que por su cruz nos ha librado de la muerte, tarde de silencio y acompañamiento junto a María que nos dio tal redentor, tarde de esperanza porque nuestra semana santa no termina en viernes de sepultura sino en Domingo de Resurrección.

Jueves Santo

Esta tarde comenzamos, como un momento muy especial de gracia, el triduo pascual: tres días que nos sumergen de una manera especial en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador. Iniciamos, pues, hoy, celebrando la institución de la Eucaristía como memorial de la nueva alianza. Hoy también celebramos el día del Amor fraterno y la institución del sacerdocio ministerial, íntimamente ligados a la Eucaristía.

La celebración de esta tarde tiene un tono especial, que quiere rememorar aquel mismo ambiente íntimo, intenso, que debía tener aquel encuentro de Jesús con sus discípulos. “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”. Y en estos últimos momentos, Jesús quiere reunirse con sus amigos, para despedirse de ellos para dejarles su último mensaje.

Nosotros, esta tarde, queremos ser aquellos amigos de Jesús que estamos con Él en ese momento importante, porque lo amamos y queremos cumplir su voluntad.

Hoy, Jesús en su última cena, la víspera de su muerte en cruz, culmina una vida abierta y ofrecida a Dios y a los demás. Una vida que alcanza a toda  la gente y a los discípulos que lo siguen. Jesús no ignora a nadie. Incluso los que se saben alejados de Dios, encuentran un lugar cerca de Jesús. En la última cena los doce apóstoles están cerca de Jesús, y ellos representan a la Iglesia, es decir, nos representan a todos nosotros.

Jesús toma el pan y toma el cáliz, lleno de vino, y los ofrece a los discípulos. Parte el pan, después de dar gracias a Dios por el humilde don que alimenta a todos, y dice: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”.  Aquel pan es el cuerpo del Señor, para la vida del mundo. Con el pan de la Eucaristía recibimos la vida, abrimos la puerta al mismo Señor que entra en nuestra casa y habita en nosotros.

Hoy, los apóstoles comen y beben el cuerpo y la sangre de Señor. Mañana su cuerpo será triturado por la malicia de los hombres.

Esta tarde, permitamos, a Jesús, no sólo que nos alimente, sino también que nos lave los pies. Es decir, que nos preste el servicio —puesto que a eso vino— de salvarnos del odio y de la mentira, a fin de que podamos nosotros, por nuestra parte, abrirnos unos a otros en el amor. Jesús se entregó por nosotros, como acción suprema del amor de Dios por nosotros y nos mandó que nos atreviéramos a hacer lo mismo. Que nuestra felicidad no dependiera de otra cosa que no fuera el amor hasta la muerte por los que nos necesitan.

La Eucaristía es el signo eficaz del amor de Dios por nosotros y, por eso, la fuente del amor en el servicio de unos con otros. El servicio que da sentido a todo lo que vivimos en la ventura y en la desventura. El servicio es lo que más nos asemeja a Dios porque es la mejor expresión del amor.

Amor, servicio y vida es lo que celebramos hoy en este jueves santo.  No hay amigo que haya dado su vida por el amigo con tanto derroche de dolor y de amor como Cristo nuestro Señor. Y por eso Cristo nos dice: Esta será también la señal del cristiano, este mandamiento nuevo les doy: “Que se amen como yo los he amado”.

Esta es la gran enfermedad del mundo de hoy: No saber amar. Todo es egoísmo todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad y tortura. Todo es represión y violencia. Cultura de la muerte frente a la cultura del amor.

Junto con la Eucaristía e inseparable de ella, más aún, en función de ella, Jesús nos ha dejado el don del sacerdocio ministerial. Es un don para la Iglesia más que un don personal. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el mandato de hacerla “en memoria mía”.  Esta es la razón por la que en este día celebramos la institución del sacerdocio de Cristo, confiado a hombres frágiles, entresacados del pueblo, consagrados por la fuerza del Espíritu Santo, para presidir los sagrados misterios y proclamar la Palabra de salvación, Por el ejercicio sacerdotal, la Iglesia se congrega para la escucha de la Palabra y para ofrecer a Cristo al Padre y con Él también ella se ofrece.

Hoy es muy buena ocasión para valorar y orar por las vocaciones sacerdotales. Por tanto oremos para rogar al Padre de misericordia que suscite en los corazones de mucho jóvenes el deseo de consagrar la vida al servicio del Reino y de sus hermanos. Por nuestra parte trabajemos porque en nuestras familias se vivan de tal manera los valores del Evangelio que sea el mejor ambiente para cultivar esas vocaciones.

Agradezcámosle a Jesús su invitación a estar con Él esta tarde tan importante, digámosle que lo amamos y queremos cumplir su voluntad y que estamos convencidos de que como discípulos suyos tenemos que distinguirnos por nuestra capacidad de amar.

Miércoles Santo

Mt 26, 14-25

El Miércoles Santo es llamado también “miércoles de la traición”, el día en el que se subraya en la Iglesia la traición de Judas. Judas vende al Maestro.

Cuando pensamos en el hecho de vender gente, viene a la mente el comercio de esclavos de África para llevarlos a América –una cosa antigua–, luego el comercio, por ejemplo, de las niñas yazidíes vendidas a Daesh: pero es algo que nos pilla lejos… También hoy se vende gente. Todos los días. Hay Judas que venden a sus hermanos y hermanas: explotándolos en el trabajo, no pagando lo justo, no reconociendo sus deberes… Es más, venden muchas veces las cosas más queridas. Pienso que, para estar más cómodo, un hombre es capaz de alejar a sus padres y no verlos más; meterlos en una residencia y no ir a verlos… ¡los vende! Hay un dicho muy común que, hablando de gente así, dice que “ese es capaz de vender a su madre”: y la venden. Y se quedan tan tranquilos, desde lejos: “Cuidadlos vosotros…”.

Hoy el comercio humano es como en los primeros tiempos: se hace. ¿Y por qué? Porque Jesús lo dijo. Le dio al dinero un señorío. Jesús dijo: “No se puede servir a Dios y al dinero”, dos señores. Es lo único que Jesús pone a la altura y cada uno debe elegir: o siervos de Dios, y serás libre en la adoración y en el servicio; o siervos del dinero, y serás esclavo del dinero. Esa es la opción; y mucha gente quiere servir a Dios y al dinero. Y eso no se puede hacer. Al final simulan servir a Dios para servir al dinero. Son los abusadores escondidos que son socialmente impecables, pero bajo mesa hacen negocio, incluso con la gente: no importa. La explotación humana es vender al prójimo.

Judas se fue, pero dejó discípulos, que no son sus discípulos sino del diablo. Cómo fue la vida de Judas no lo sabemos. Un chico normal, quizá, incluso con inquietudes, porque el Señor lo llamó a ser discípulo. Pero nunca llegó a serlo: no tenía ni boca de discípulo ni corazón de discípulo, como hemos leído en la primera Lectura. Era débil en el discipulado, pero Jesús lo amaba… Luego el Evangelio nos da a entender  que le gustaba el dinero: en casa de Lázaro, cuando María unge los pies de Jesús con aquel perfumo tan caro, hace una reflexión y Juan aclara: “Pero no lo dice por amor a los pobres: porque era ladrón”. El amor al dinero le llevó fuera de las reglas: a robar, y de robar a traicionar hay un paso, pequeñito. Quien ama demasiado el dinero traiciona para tener más, siempre: es una regla, es un dato de hecho. El Judas muchacho, quizá bueno, con buenas intenciones, acaba traidor hasta el punto de ir al mercado a vender: «fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?» (cfr. Mt 26,14). En mi opinión, ese hombre estaba fuera de sí.

Una cosa que me llama la atención es que Jesús nunca le llama “traidor”; dice que será traicionado, pero no le dice “traidor”. Jamás lo dice: “Vete, traidor”. ¡Nunca! Es más, le dice: “Amigo”, y lo besa. El misterio de Judas: ¿cómo es el misterio de Judas? No sé. ¿Cómo acabó Judas? No sé. Jesús amenaza fuerte, aquí; amenaza fuerte: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, más le valdría a ese hombre no haber nacido». ¿Pero eso quiere decir que Judas está en el infierno? No sé.

Y esto nos hace pensar en otra cosa, que es más real, más de hoy: el diablo entró en Judas, fue el diablo a llevarlo a ese punto. ¿Y cómo acabó la historia? El diablo es un mal pagador: no es un pagador fiable. Te promete todo, te muestra todo y al final te deja solo en tu desesperación de ahorcarte. El corazón de Judas, inquieto, atormentado por la avaricia y atormentado por el amor a Jesús –un amor que no logró hacerse amor–, atormentado con esa niebla, vuelve a los sacerdotes pidiendo perdón, pidiendo salvación. «¿A nosotros qué nos importa? Tú veras»: el diablo habla así y nos deja en la desesperación.

Pensemos en tantos Judas institucionalizados de este mundo, que explotan a la gente. Y pensemos también en el pequeño Judas que cada uno lleva dentro a la hora de elegir: entre lealtad o interés. Cada uno tiene la capacidad de traicionar, de vender, de escoger por su propio interés. Cada uno tiene la posibilidad de dejarse atraer por el amor al dinero o a los bienes o al bienestar futuro. “Judas, ¿dónde estás?”. Y la pregunta la hago a cada uno: “Tú, Judas, el pequeño Judas que llevo dentro: ¿dónde está?”.

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

La profecía de Isaías que hemos escuchado es una profecía sobre el Mesías, sobre el Redentor, pero también una profecía sobre el pueblo de Israel, sobre el pueblo de Dios: podemos decir que puede ser una profecía sobre cada uno de nosotros. En sustancia, la profecía subraya que el Señor eligió a su siervo desde el vientre materno: lo dice dos veces (cfr. Is 49,1). Su siervo fue elegido desde el principio, desde el nacimiento o antes del nacimiento. El pueblo de Dios fue elegido antes de nacer, también cada uno de nosotros. Ninguno ha caído en el mundo por casualidad. Cada uno tiene un destino, un destino libre, el destino de la elección de Dios. Yo nazco con el destino de ser hijo de Dios, de ser siervo de Dios, con la tarea de servir, de construir, de edificar. Y eso, desde el seno materno.

El siervo de Yahvé, Jesús, sirvió hasta la muerte: parecía una derrota, pero era la manera de servir. Y esto subraya la manera de servir que debemos tener en nuestras vidas. Servir es darse uno mismo, darse a los demás. Servir no es pretender otro beneficio que no sea el de servir. Servir es la gloria, y la gloria de Cristo es servir hasta aniquilarse en la muerte y muerte de cruz. Jesús es el servidor de Israel. El pueblo de Dios es siervo, y cuando el pueblo de Dios se aleja de esa actitud de servicio es un pueblo apóstata: se aleja de la vocación que Dios le dio. Y cuando cada uno se aleja de esa vocación de servicio, se aleja del amor de Dios, y construye su vida sobre otros amores, muchas veces idólatras.

El Señor nos ha elegido desde el vientre materno. En la vida hay caídas: cada uno es un pecador y puede caer, y ha caído. Salvo la Virgen y Jesús, todos los demás hemos caído, somos pecadores. Pero lo que importa es la actitud ante el Dios que me eligió, que me ungió como siervo; es la actitud de un pecador capaz de pedir perdón, como Pedro, que jura que “no, nunca te negaré, Señor, nunca, nunca, nunca”, pero luego, cuando el gallo canta, llora, se arrepiente. Ese es el camino del siervo: cuando resbala, cuando cae, pide perdón. En cambio, cuando el siervo no es capaz de comprender que ha caído, cuando la pasión lo domina de tal manera que lo lleva a la idolatría, abre su corazón a satanás, entra en la noche: es lo que le pasó a Judas.

Pensemos hoy en Jesús, el siervo, fiel en el servicio. Su vocación es servir hasta la muerte y muerte de Cruz. Pensemos en cada uno de nosotros, parte del pueblo de Dios: somos siervos, nuestra vocación es servir, no aprovechar nuestro lugar en la Iglesia. Servir. Siempre en servicio. Pidamos la gracia de perseverar en el servicio. A veces con resbalones, caídas, pero al menos con la gracia de llorar, como Pedro lloró.

LUNES SANTO

Jn 12, 1-11

Este pasaje acaba con una observación: «Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús».  El otro día vimos los pasos de la tentación: la seducción inicial, la ilusión, que luego crece –segundo paso– y tercero, crece y se contagia y se justifica. Pero hay otro paso: sigue adelante, no se para. Para estos no era suficiente matar a Jesús, sino que ahora también a Lázaro, porque era un testigo de vida.

Pero yo querría detenerme hoy en unas palabras de Jesús. Seis días antes de la Pascua –estamos justo a las puertas de la Pasión– María hace ese gesto de contemplación: Marta servía –como en el otro pasaje– y María abre la puerta a la contemplación. Y Judas piensa en el dinero y en los pobres, pero «no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando». Esta historia del administrador infiel es siempre actual, siempre hay, incluso a alto nivel: pensemos en algunas organizaciones de beneficencia o humanitarias que tienen tantos empleados, muchos, con una estructura llena de gente, y al final llega a los pobres el cuarenta por ciento, porque el sesenta es para pagar el sueldo de tanta gente. Es un modo de hacerse con el dinero de los pobres. Pero la respuesta es Jesús. Y aquí quiero detenerme: «a los pobres los tenéis siempre con vosotros». Esa es una realidad: «porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros». Los pobres existen. Hay muchos: está el pobre que vemos, y esa es la mínima parte; la gran cantidad de pobres son los que no vemos: los pobres escondidos. Y no los vemos porque entramos en la cultura de la indiferencia que es negacionista y negamos: “No, no, no hay tantos, no se ven; sí, algún caso…”, disminuyendo siempre la realidad de los pobres. Pero hay muchos, muchos.

O aunque no entremos en esa cultura de la indiferencia, es habitual ver a los pobres como adornos de una ciudad: “sí, los hay, como las estatuas; sí, hay, se ven; sí, aquella viejecita que pide limosna, aquel otro…”. ¡Como si fuese algo normal: es parte de la ornamentación de la ciudad tener pobres! Pero la gran mayoría son los pobres víctimas de las políticas económicas, de las políticas financieras. Algunas estadísticas recientes lo resumen así: hay mucho dinero en manos de pocos y mucha pobreza en manos de muchos. Y esa es la pobreza de tanta gente víctima de la injusticia estructural de la economía mundial. Y hay muchos pobres que tienen vergüenza de mostrar que no llegan a fin de mes; tantos pobres de clase media, que van a escondidas a Cáritas y, a escondidas, piden y sienten vergüenza. Los pobres son muchos más que los ricos; muchos más. Y lo que dice Jesús es cierto: «porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros». ¿Pero yo los veo? ¿Me doy cuenta de esa realidad? Sobre todo de la realidad escondida, de los que tienen vergüenza de decir que no llegan a fin de mes.

Hoy hay nuevos pobres que deben dejar la casa porque no pueden pagarla, Es esa injusticia de la organización económica o financiera lo que les lleva a esa situación. Y hay tantos, tantos, que los encontraremos en el juicio. La primera pregunta que nos hará Jesús es: “¿Qué tal con los pobres? ¿Les diste de comer? Cuando estaban en la cárcel, ¿los visitaste? En el hospital, ¿los fuiste a ver? ¿Asististe a la viuda, al huérfano? Porque allí estaba Yo”. De eso seremos juzgados. No seremos juzgados por el lujo o los viajes que hagamos o la importancia social que tengamos. Seremos juzgados por nuestro trato con los pobres. Y si yo, hoy, ignoro a los pobres, los dejo de lado, creo que no hay, el Señor me ignorará en el día del juicio. Cuando Jesús dice: «A los pobres los tenéis siempre con vosotros», quiere decir: “Yo, estaré siempre con vosotros en los pobres. Estaré presente ahí”. ¡Y eso no es ser comunista, es el centro del Evangelio: seremos juzgados por eso!

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Juan 11, 45-56

Ya hace tiempo que los doctores de la ley y los sumos sacerdotes estaban inquietos, porque pasaban cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final dejaron estar porque era un profeta: bautizaba y la gente se iba, pero no había más consecuencias. Luego vino ese Jesús, señalado por Juan. Comenzó a hacer prodigios, milagros, pero sobre todo a hablar a la gente, y la gente entendía y le seguía, y no siempre observaba la ley, y eso inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico… Arrastra a la gente, la gente lo sigue…” Y esas ideas les llevaron a hablar entre sí: “Pues mira, ese a mí no me gusta…”, y así entre ellos había ese tema de conversación, incluso de preocupación. Luego algunos fueron a Él para ponerlo a prueba y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a los doctores de la ley ni se les habría ocurrido. Pensemos en la mujer casada siete veces y enviudada otras siete: “Y en el cielo, ¿de cuál de esos maridos será esposa?”. Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús. Y otras veces se fueron humillados, como cuando querían lapidar a la mujer adúltera y Jesús dijo al fin: “Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”, y dice el Evangelio que “se fueron, empezando por los más viejos”, humillados en aquel momento.

Esto hacía crecer esa conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no puede ser”. Luego mandaron soldados a prenderlo y volvieron diciendo: “No hemos podido prenderlo porque ese hombre habla como nadie”. “También vosotros os habéis dejado engañar”: enfadados porque ni los soldados podían prenderlo. Y luego, tras la resurrección de Lázaro –lo que hemos leído hoy– muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos fueron a ver bien cómo estaban las cosas para contarlas, y algunos fueron a los fariseos y les refirieron lo que Jesús había hecho. Otros creyeron en Él. Y esos que fueron, los chismosos de siempre, que viven de chismorreos, fueron a decírselo.

En ese momento, aquel grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso; debemos tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos –reconocen los milagros–; si lo dejamos continuar así, todos creerán en Él, hay peligro, el pueblo irá tras Él, se separará de nosotros” –el pueblo no estaba apegado a ellos–. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación”. En esto había parte de verdad pero no toda, era una justificación, porque había hallado un equilibrio con el ocupador, aunque odiaban al ocupador romano, pero políticamente habían logrado un equilibrio. Así hablaban entre sí. Uno de ellos, Caifás –era el más radical–, el sumo sacerdote, dijo: «No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Era el sumo sacerdote y hace la propuesta: “Quitémoslo de en medio”. Y Juan dice: «Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación… Y desde aquel día decidieron darle muerte»

Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan Bautista y luego acabó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Un proceso que crecía, un proceso que era más seguro que la decisión que debían tomar, pero ninguno la había dicho tan clara: “A este hay que eliminarlo”. Ese modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás evidentemente estaba el diablo, que quería destruir a Jesús, y la tentación en nosotros generalmente actúa así: empieza con poca cosa, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y al final se justifica.

Esos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros y aquí están los tres pasos que dio la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Comenzó con poca cosa, pero creció y creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justifica: “Es necesario que muera uno por el pueblo”: la justificación total. Y todos se fueron a casa tan tranquilos. Habían dicho: “Esta es la decisión que debíamos tomar”. Y nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, acabamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para ese pecado, para esa actitud pecaminosa, para esa vida que no es según la ley de Dios.

Deberíamos tener la costumbre de ver ese proceso de la tentación en nosotros. Ese proceso que nos hace cambiar el corazón del bien al mal, que nos lleva por un camino cuesta abajo. Algo que crece y crece y crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Difícilmente nos vienen las tentaciones de golpe, el diablo es astuto. Y sabe tomar esa senda, la misma que tomó para llegar a la condena de Jesús.

Cuando nos encontramos en pecado, en una caída, sí, debemos ir a pedir perdón al Señor, es el primer paso que hemos de dar, pero luego debemos decir: “¿Cómo he llegado a caer ahí? ¿Cómo empezó ese proceso en mi alma? ¿Cómo ha crecido? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”. La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le pasaron a Jesús son cosas que nos pasarán a nosotros, las tentaciones, las justificaciones, la buena gente que está a nuestro alrededor y quizá no la oímos, y a los malos, en el momento de la tentación, intentamos acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero nunca olvidemos: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que creció, que contagió y al final encontró una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en ese conocimiento interior.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jn 10,31-42

Este Viernes de Pasión, la Iglesia recuerda los dolores de María, la Dolorosa. Desde hace siglos viene esta veneración del pueblo de Dios. Se han escrito himnos en honor de la Dolorosa: estaba al pie de la cruz y la contemplan allí, sufriendo. La piedad cristiana ha recogido los dolores de la Virgen y habla de los “siete dolores”. El primero, apenas 40 días después del nacimiento de Jesús, la profecía de Simeón que habla de una espada que le traspasará el corazón. El segundo dolor en la huida a Egipto, para salvar la vida del Hijo. El tercer dolor, aquellos tres días de angustia cuando el niño se quedó en el templo. El cuarto dolor, cuando la Virgen se encuentra con Jesús camino del Calvario. El quinto dolor de la Virgen es la muerte de Jesús, ver al Hijo allí, crucificado, desnudo, muriendo. El sexto dolor, el descendimiento de Jesús de la cruz, muerto, y lo toma entre sus manos como lo tuvo en sus manos más de 30 años antes en Belén. El séptimo dolor es la sepultura de Jesús. Y así, la piedad cristiana recorre ese camino de la Virgen que acompaña a Jesús.

La Virgen nunca pidió nada para Ella, jamás. Sí para los demás: pensemos en Caná, cuando va a hablar con Jesús. Nunca dijo: “Yo soy la madre, miradme: seré la reina madre”. Jamás lo dijo. Tampoco pidió nada importante para Ella en el colegio apostólico. Solo acepta ser Madre. Acompañó a Jesús como discípula, porque el Evangelio muestra que seguía a Jesús: con las amigas, mujeres piadosas, seguía a Jesús, escuchaba a Jesús. Una vez alguien la reconoció: “Eh, que es su madre”, “Tu madre está aquí”. Seguía a Jesús. Hasta el Calvario. Y allí, de pie… la gente seguramente decía: “Pobre mujer, como sufrirá”, y los malos seguramente decían: “Bueno, también Ella tiene la culpa, porque si lo hubiese educado bien esto no habría acabado así”. Estaba allí, con el Hijo, con la humillación del Hijo.

Honrar a la Virgen y decir: “Esta es mi Madre”, porque Ella es Madre. Y ese es el título que recibió de Jesús, precisamente allí, en el momento de la Cruz. Tus hijos, tú eres Madre. No la hizo primero ministro o le dio títulos de “funcionalidad”. Solo “Madre”. Y luego, los Hechos de los Apóstoles la muestran en oración con los apóstoles como Madre. La Virgen no quiso quitar a Jesús ningún título; recibió el don de ser Madre de Él y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra Madre. No pidió para Ella ser una casi-redentora o una co-redentora: no. El Redentor es uno solo y ese título no se desdobla. Solo discípula y Madre. Y así, como Madre debemos pensarla, debemos buscarla, debemos rezarle. Es la Madre en la Iglesia Madre. En la maternidad de la Virgen vemos la maternidad de la Iglesia que recibe a todos, buenos y malos: a todos.

Hoy nos vendrá bien pararnos un poco y pensar en el dolor y en los dolores de la Virgen. Es nuestra Madre. Y cómo los llevó, lo bien que los llevó, con fuerza, con llanto: no era un llanto simulado, era el corazón destruido de dolor. Nos vendrá bien detenernos un poco y decir a la Virgen: “Gracias por haber aceptado ser Madre cuando el Ángel te lo dijo, y gracias por haber aceptado ser Madre cuando Jesús te lo dijo”.