Martes de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9, 51-56

Jesús había tomado la firme resolución de ir a Jerusalén y, para ello, no duda en transitar por el trayecto más corto, pero más complicado y no carente de riesgos, de cruzar por Samaría, región considerada por los judíos ortodoxos como impura ya que sus habitantes, también judíos aunque emparentados con gentiles, no admitían a Jerusalén y su Templo como el centro de la verdadera religión. Lucas no duda en recoger esta tradición que nos revela ciertamente que para Cristo, como aparece claramente en el episodio joánico de la Samaritana, Dios no tiene otro Templo que el corazón de los hombres.

El camino hacia Jerusalén es un itinerario necesario para la Salvación integral a la que todos estamos llamados, también los samaritanos. Es un camino de amor y sacrificio. También de rechazo e incomprensiones, incluso de sus propios discípulos.

Solo así podemos comprender el episodio del paso por Samaría, la prevención con la que los discípulos le acompañan, el rechazo de los samaritanos a darles hospedaje “porque iban a Jerusalén”, la propuesta de exterminarles con fuego que hacen los apóstoles y la reconvención enérgica de Jesús. No tiene sentido la violencia en el proyecto del Reino.

En nuestro itinerario cristiano de cada día hacia Jerusalén hemos de estar muy atentos de no caer en la tentación de evitar los “rodeos molestos” o utilizar la violencia activa o pasiva para salvaguardar. En ello nos va nuestra fidelidad a Cristo y su Evangelio.

“No es cierto que la violencia sea la «imperfección» de la caridad; es el pudridero de la caridad, la inversión, la falsificación y la violación de la caridad. Quizá algún violento haya comenzado a ejercer su violencia por motivos subjetivos de amor, pero de hecho, al hacer violencia se ha convertido en el mayor enemigo del amor. Ya que con la violencia se puede entrar en todas partes, menos en el corazón” 

Ángeles Custodios

Mt 18, 1-5. 10

En la memoria de los santos ángeles custodios el Evangelio nos propone la actitud de los niños para acoger este misterio. Esta celebración nos remite a la certeza del amor de Dios que nos guarda y nos protege en nuestro día a día, a través de estos espíritus custodios y otras tantas mediaciones que muchas veces nuestros ojos no llegan a captar.

Los discípulos preguntan: ¿Quién es el mayor? Y Jesús les presenta a un niño. Como en otras ocasiones, parece que el Maestro se va por la tangente. Pero en realidad les da una respuesta clara: lo pequeño, lo sencillo, lo inocente, aquello que pasa más desapercibido y es muchas veces lo más despreciado, eso es lo que esconde frecuentemente lo más importante. Solo la sencillez y pobreza de corazón pueden acoger la grandeza y riqueza del misterio inabarcable.

«Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». La conversión es un hacerse como niños. Es reconocer que somos incapaces, que dependemos de Dios para todo. Es la actitud de quien se sabe importante a los ojos de su Padre y lo espera y recibe todo de él.  Es un dejar de creer que la Salvación está en nuestras fuerzas o en nuestros méritos. El niño es el que sabe acoger, sabe recibir, sin prejuicios ni desconfianzas. El adulto es el que todo lo sopesa y calcula en sus posibilidades, el que se lo gana a pulso y se siente merecedor.

Sólo con un corazón de niño se puede acoger la Buena Noticia que Jesús nos trae. Sólo con un corazón inocente y confiado se puede creer que el Padre nos ama incondicionalmente y pone a nuestro alcance los medios, las personas y también los ángeles que necesitamos para no perdernos en el camino. El niño no calcula si es razonable o proporcionado aquello que le promete su Padre, tan sólo cree y confía. Cree que es amado por Él y confía que, sólo por eso, no hay nada que temer.

¿Cómo es mi actitud de acogida de la gracia, del Amor de Dios y de sus dones? ¿Los recibo y disfruto con la exigencia del adulto o los acojo y agradezco con el corazón de un niño? ¿En los momentos de temor, ante las dificultades, me creo que Dios Padre me protege y me cuida, incluso por medio de sus ángeles, o, por el contrario, me siento abandonado por Él?

Sábado de la XXV Semana Ordinaria

Lc. 9, 43-45.

A la admiración por lo que hacía, los milagros, Jesús contrapone sus palabras, que son también fuente de vida y de verdad, y lo que nos dice no está en contradicción con lo que hacía, el bien. Pero nosotros preferimos quedarnos con los milagros, y olvidarnos de Su Palabra de vida, que, no obstante, pasa por la cruz y el sufrimiento.

No, no entendemos este lenguaje. No entendemos que el que quiera ganar su vida la perderá. Que el que quiera ser el primero sea el último de todos y el servidor de todos. No entendemos su programa de vida que no es otro que las bienaventuranzas. En ellas, nuestro mundo, nuestro concepto de vida feliz, se pone al revés, pues son dichosos los pobres de espíritu, los que lloran, los pacíficos, los que saben perdonar, los limpios de corazón, los perseguidos y los que tienen hambre y sed de justicia.

También a nosotros este lenguaje nos resulta oscuro y nos da miedo preguntarle sobre el asunto. Preferimos pasarlo por alto y anestesiarnos con nuestros conceptos de felicidad, de grandeza y de poder.

Señor, abre nuestra mente y nuestro corazón para acoger y entender tu Palabra. Haznos dóciles para seguir fielmente tu camino. Fortalece nuestra voluntad para vencer todos los obstáculos y dificultades que nos impidan hacer tu voluntad. Ayúdanos a sumergirnos en nuestro “Reino interior” en el que Tú habitas, nos defiendes y nos libras del mal.

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Juan 1, 47-51

Se juntan en este día de fiesta los santos arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael. Los tres vienen a ser como los personajes más relevantes del acto creador de Dios. Entre estos arcángeles, Miguel es el que evita que el nacido de la mujer sea devorado por el dragón, como dice el Apocalipsis. Gabriel es quien anuncia el acontecimiento supremo de la historia, la encarnación en María del mismo Dios. Y Rafael, como dice el libro de Tobías, quien guía al hijo de Tobit hacia la felicidad del matrimonio, y consigue para él la medicina, que le devuelve la vista. Un arcángel que acompaña en el caminar de la vida a un ser humano y se preocupa de dar luz a los ojos ciegos: un “ángel de la guarda”.

Son los servidores de Dios por excelencia, en un servicio para bien de los seres humanos. La primera  lectura indica que alguien como un hombre, recibirá el poder, el honor y el reino. Un poder eterno. Que la Iglesia en su liturgia, interpreta como el anuncio de la presencia de Jesús , “que será el hijo del Altísimo”, como anuncia el arcángel Gabriel a María.. De este modo la fiesta de estos arcángeles sirve para proclamar la grandeza singular, la excelencia máxima de Jesús de Nazaret. Y también la fe católica entenderá a María como “reina de los ángeles”.

“Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”

El texto es la confinación de lo indicado antes, expresado por la misma boca de Jesús. Jesús promete a Natanael pasar de la fe a la visión. De la incertidumbre de la fe, a la certeza de la visión. Alcanzará la visión porque previamente tuvo fe. Una fe que se basa en un hecho, que diríamos banal, del conocimiento que Jesús tiene de Natanael, cuando está bajo un árbol. Cuando la mente y con ella el corazón están abiertos a reconocer la bondad, la verdad de alguien como Jesús, que se hace presente en su vida, se llegará a experimentar la relevancia de ese Jesús: los ángeles le sirven.

En las dos lecturas, pues, lo que se afirma es la centralidad de Jesús. Su preeminencia. Preeminencia en su condición humana. Es decir, en un grado más bajo en su naturaleza que los ángeles: “poco inferior a los ángeles”, dice el salmo 8 que es el hombre. Pero que asciende a estar por encima de ellos, por su fidelidad al proyecto del Padre sobre cómo llevar a cabo su misión como hombre.

Los ángeles son para nosotros los mensajeros que nos acercan a Jesús, que cuidan de nuestros pasos, para experimentar la presencia de Jesús en nuestra propio ser, en nuestra historia, en nuestra esperanza de realización suprema y feliz como seres humanos. Están puestos por Dios para servir a los seres humanos, a los que tienen la misma naturaleza del Hijo del hombre.

Celebrar la fiesta de estos arcángeles es ocasión para preguntarnos si nosotros como seres humanos nos valoramos, y valoramos a los demás, por tener la misma naturaleza, pisar la misma tierra, vivir en la misma sociedad, que quien es honrado, exaltado por los mismos ángeles, como dice el texto evangélico.

Jueves de la XXV Semana Ordinaria

Lucas 9, 7-9

Conocemos la historia de Jesús. Después de ser bautizado por Juan el Bautista, después de rodearse de un pequeño grupo de amigos, se dio a proclamar el evangelio del Reino de Dios, su buena noticia. El predicador Jesús, pronto empezó a tener fama. Sus oyentes se dieron cuenta de que no era como los otros predicadores, sus palabras sonaban de manera distinta, hacía curaciones, trataba con amor especial a los pobres, a los afligidos, prometía un camino que llevaba a la alegría en esta tierra y a una felicidad total después de nuestra muerte, porque también anunciaba su resurrección y la de todos nosotros… Su fama llegó al virrey Herodes: “A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? Y tenía ganas de verlo”.

Pero sabemos que quería verlo por mera curiosidad o por el temor a que este nuevo profeta le pudiese echar en cara la muerte de Juan. Nunca se le pasó por la cabeza y el corazón oírle y cambiar de vida, seguir el camino que proclamaba Jesús.

La pregunta para nosotros, que ya hemos visto a Jesús y le hemos metido en nuestra vida, es si queremos permanecer a su lado, en su amistad, porque ya hemos experimentado que su camino lleva a la vida y vida en abundancia.

Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Lc 9,1-6

Jesús envía a sus discípulos a predicar y curar. La proclamación del reino va íntimamente unida al remedio de las necesidades básicas de la gente. Un cierto nivel de bienestar parece indispensable para poder acoger la buena noticia que Jesús viene a difundir. A su vez, hablar del reino de los cielos proporciona un horizonte trascendente a quien se preocupa de las cosas de la tierra. El reino proclama la derrota del mal y la llegada de la salvación que trata de eliminar todas las esclavitudes.

Los Doce llevarán a cabo su misión en la mayor pobreza, poniendo en Dios su confianza absoluta. Tiene que quedar claro que la riqueza que aporta el Evangelio es únicamente don de Dios y, al mismo tiempo, que sus mensajeros sólo se apoyan en Él para hacer que llegue a todos esa buena noticia.

El gesto de sacudir el polvo de los pies al salir de algún pueblo es expresión de la ruptura con esa población que se ha negado a recibir el Evangelio. Es cierto que Dios no da la espalda a nadie, por muy refractario que alguien se haya mostrado a aceptar sus consignas. Pero también es indudable que sus designios han de ser aceptados libremente para que alcancen su eficacia concreta en la vida de las personas. Si esa libertad los rehúsa, el beneficio ofrecido no llega; si bien Dios sigue insistiendo de diversas maneras para que se acoja.

Varias preguntas surgen de este imperativo misionero: Nuestra predicación –nuestra preocupación evangelizadora- ¿va acompañada de un interés efectivo por atender las necesidades de nuestro prójimo? ¿Hablamos de Dios confiando en la fuerza de su palabra, o descuidamos esa palabra pretendiendo utilizar sólo la nuestra? ¿Nos desentendemos de aquellos que parecen ignorar o repudiar lo que decimos, o insistimos –respetuosamente- en proponer el mensaje que nos ha sido confiado?

Martes de la XXV Semana Ordinaria

Lc 8,19-21

Este pasaje, en algunas ocasiones se ha utilizado para desacreditar la figura de María Santísima, haciendo aparecer la respuesta de Jesús como un rechazo a su Santísima Madre. Nada más lejos de la realidad. Para Lucas, María es el modelo perfecto del discípulo.

Jesús aprovecha la llegada de su madre para hacer toda una catequesis sobre lo que para Él es verdaderamente importante: hacer la voluntad de Dios. Ciertamente María es grande a los ojos de Dios por ser la madre de Jesús, su Hijo único, pero es aún más grande porque ella: «escucha la palabra de Dios y la pone en práctica».

Estas son las dos condiciones para seguir a Jesús: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Esta es la vida cristiana.

Tal vez nosotros la hayamos hecho un poco difícil, con tantas explicaciones que nadie entiende, pero la vida cristiana es así: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

He aquí porqué Jesús contesta a quien le refería que sus parientes lo estaban buscando: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».

Y para escuchar la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús basta abrir la Biblia, el Evangelio.

Pero estas páginas no deben ser leídas, sino escuchadas. «Escuchar la Palabra de Dios es leer eso y decir: « ¿Pero qué me dice a mí esto, a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí, con esta palabra?»». Y nuestra vida cambia.

Cada vez que nosotros hacemos esto, abrimos el Evangelio, leemos un pasaje y nos preguntamos: «Con esto Dios me habla, ¿me dice algo a mí? Y si dice algo, ¿qué cosa me dice?» esto es escuchar la Palabra de Dios, escucharla con los oídos y escucharla con el corazón.

Los enemigos de Jesús escuchaban la Palabra de Jesús, pero estaban cerca de Él para tratar de encontrar una equivocación, para hacerlo patinar, y para que perdiera autoridad. Pero jamás se preguntaban: «¿Qué cosa me dice Dios a mí en esta Palabra?».

Y Dios no habla sólo a todos; sí, habla a todos, pero habla a cada uno de nosotros. El Evangelio ha sido escrito para cada uno de nosotros.

Ciertamente, poner después en práctica lo que se ha escuchado no es fácil, porque es más fácil vivir tranquilamente sin preocuparse de las exigencias de la Palabra de Dios. Pistas concretas para hacerlo son los Mandamientos, las Bienaventuranzas.

Contando siempre con la ayuda de Jesús, incluso cuando nuestro corazón escucha y hace de cuenta que no comprende. Él es misericordioso y perdona a todos, espera a todos, porque es paciente.

Lunes de la XXV Semana Ordinaria

Lc 8,16-18

La lectura de hoy, del evangelio de Lucas, nos invita a adentrarnos en el símbolo de la Luz. De la palabra de Dios como semilla, que el evangelista nos ha narrado en el pasaje anterior (Parábola del sembrador 8,4-15), pasamos ahora a verla como luz. El texto podemos dividirlo en tres sentencias que culminan en una advertencia: La luz como símbolo de la predicación de Jesús (8,16). Aquí Lucas toma como referencia las pequeñas lámparas de barro, llenas de aceite y provistas de una mecha, encontradas en las excavaciones arqueológicas, muy comunes en el siglo I. En el texto se pide que no se oculten o tapen, sino que se coloquen en lugares que permitan la visión de las cosas y de la realidad. La luz es una característica del mensaje de Jesús, su palabra ilumina el camino hacia Dios y nos invita a ser luz para los demás. De ahí, el interés en no ocultarla, en no negar la luz a ninguna persona. Los discípulos de Jesús pronto entendieron que su misión evangelizadora consistía en comunicar la luz de Cristo resucitado a todos los que aún no la habían recibido.

Lo oculto que se conocerá un día (8,17). Esta segunda sentencia nos habla de los secretos revelados. El término ocultar, de acuerdo con la tradición judía, nos habla de los misterios de Dios que aún permanecen ocultos y que serán revelados al final de los tiempos. La luz no solo ilumina el camino, sino que tiene la capacidad de penetrar en el corazón del ser humano y desvelar cómo responde a la palabra de Dios.

Llamada a la escucha y una advertencia (8,18). El tercer dicho comienza con un imperativo con el que se exhorta a escuchar la Palabra correctamente. El énfasis de la sentencia se pone en el contenido de la escucha y se invita a todo discípulo a adherirse al mensaje, a la buena noticia del Reino. La consecuencia, a modo de advertencia que viene a continuación, sobre el tener y perder nos dice que la escucha de la Palabra y la aceptación del Reino se salen de la lógica normal. La dinámica de la gracia y el don de Dios posibilitan a todo hombre y mujer a recibir el regalo de la Palabra, cuanto más se profundiza en ella, más y más crece en nuestra vida. Sin embargo, aquel que pierde el regalo del encuentro con Jesús se va quedando relegado. ¿Cómo es mi escucha? ¿Me siento llamado a transmitir la luz de Jesús?

Sábado de la XXIV Semana Ordinaria

Lc. 8, 4-15.

En este relato, San Lucas nos propone la parábola del sembrador. Ahí vemos dos formas de relacionarnos con Dios y en función de esa relación así acogemos su Palabra. Una es la de la gente que escucha la palabra. De entre ellos no sabemos quién es camino, piedra, zarzas o tierra buena. Lo que sabemos es que están ahí como una masa anónima que no tienen cercanía con Jesús, ni se aproximan más de lo que están. Otra forma de relacionarnos con el Señor es la de los discípulos que con toda sencillez y confianza le preguntan a su Maestro y se encuentran con que les revela los secretos del Reino de Dios. Esto significa que hay una relación de amistad íntima. Un secreto no se le confía a cualquier persona.

Esa diferencia de relación es una forma de prepararse para acoger la Palabra de Dios. Por regla general, a una persona que consideramos importante no sólo la escuchamos con atención, sino que nos tomamos muy en serio lo que nos dice. Esa relación prepara nuestro terreno, es decir, nuestra vida. Es el arado y abono que necesitamos. Luego está la semilla. Esa Palabra que Dios nos da viene con un regalo. Ese regalo es la fe. Además de creer esa semilla hay que regarla a diario, cuidarla y tratarla para que dé fruto. Cada nueva cosecha conlleva reanudar ese ciclo. No podemos vivir de las rentas, ni de la siembra del año pasado. Toda la vida debemos tenerlo presente, de lo contrario, la tierra buena se puede estropear.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo la cuidamos?

Necesitamos dedicarle tiempo a esa amistad con Dios mimando la oración, recibiéndolo frecuentemente y llevándolo a todas partes con nuestro testimonio. Tenemos que implicarnos, no ser espectadores.  No te conformes con ser muchedumbre cuando puedes ser discípulo. No dejemos que la rutina, las preocupaciones, el trabajo, nos roben ese privilegio. Piensa que, a tu familia, a tus amigos y a lo que consideras importante les haces siempre un hueco, pero hay uno que merece ser tu prioridad. ¿Cuánto le dedicas? Hoy es buen día para que lo examines.

Viernes de la XXIV Semana Ordinaria

Lc 8, 1-3

Qué bonita la mirada, la contemplación y la invitación que nos hace este evangelio.

Una maravillosa invitación a caminar juntos con Jesús de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo para predicar la buena noticia, la alegría que el reino de Dios está entre nosotros.

Y lo mejor descubrir cómo Jesús sin discriminar a la mujer la une a los doce apóstoles para llevar juntos la Palabra de Dios.

Jesús no deja en un segundo plano a la mujer, ya vemos como María Magdalena tiene la primicia en el anuncio a los apóstoles de que Jesús al resucitado. Tenemos también a Juana mujer de Cuso, que llena de alegría a congela Madre de Jesús en su casa y a María de Alfeo. Esta la valentía de Susana que prefiere morir antes que pecar y negar su amor por Cristo. Y otras muchas mujeres discípulas de Jesús, que gozaban de buena posición y le siguen ayudándole económica y materialmente.

La palabra de Dios se hace inmensa en su grandeza, es un regalo que se nos da para hacerla vida y Verdad.

Quizá a veces se nos pueda hacer difícil de comprender la palabra de Jesús, el mensaje que nos quiere transmitir pero es una inmensa riqueza poder alimentarte de la contemplación, profundización y mensaje que otros predicadores nos regalan, dándonos una luz nueva a la Palabra de Jesús.

Jesús con su Palabra nos acompañará para ir caminando juntos y predicar, trasmitir, compartir, contagiar la alegría de la vida.