Mt 5, 17-19
En la confrontación de Jesús con los fariseos, alguien podría pensar que lo que él propugna choca frontalmente con las tradiciones más venerables del pueblo. ¿Acaso no son aquéllos sus mejores custodios? La razón ¿no está de su parte?
Sin embargo, en el sermón del monte Jesús nos invita a observar “la ley y los profetas”. Él no ha venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Es verdad que no suena igual la ley en sus labios que en los de los fariseos: éstos han desmenuzado sus preceptos en una casuística interminable y, a la vez, han establecido rigurosamente unos mínimos imprescindibles, sin los cuales se incurre en la ira de Dios.
Jesús, en cambio, atrae la atención de sus oyentes hacia lo que está detrás de las exigencias de la ley, conectando con la voluntad de Dios que la promulgó. En último término, prescribe que se busque la perfección a ejemplo del Padre del cielo. Esto, que parece inalcanzable y por tanto una exigencia excesiva, debe entenderse teniendo en cuenta quién y cómo es ese Padre. No se trata de una autoridad tiránica, o arbitraria, o interesada en su propio provecho, sino de un Dios tan grande como misericordioso, comprensivo y dispuesto siempre a perdonar a sus hijos. Pide mucho, es cierto, pero lo da todo (“dame lo que pides, y pide lo que quieras”, oraba san Agustín).
¿Cómo asumimos nosotros esta ley que Jesús nos invita a observar? ¿La creemos injusta y la reprobamos?, ¿la consideramos imposible de cumplir y la ignoramos?, ¿rebajamos sus exigencias y la acomodamos a las nuestras?, ¿o tratamos de serle fieles, a sabiendas de que sólo con la ayuda de Dios podremos cumplirla?