Sábado de la II Semana de Cuaresma

Est 1,3-5.12-14; Mt 7, 7-12

Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.

Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Mt 21, 33-46. 45-46

Entender que la parábola del evangelio de hoy es dicha para nosotros, como lo entendían los sumos sacerdotes y los fariseos, sería el primer paso. Pero reaccionar a lo que espera Jesús, sería el segundo paso y el más importante paso, porque de nada nos serviría que nos pasara lo mismo que a aquellos que entendían pero en lugar de convertirse se obstinaban más en su soberbia.

Debemos entendernos nosotros mismos como viña amada y querida por Dios.  Entender nuestra vida y nuestras cosas como bienes que son para que los hagamos producir fruto, no en el sentido comercial actual, si no los frutos que son justicia, verdad y fraternidad.  Dar esos frutos a su tiempo y no querer abalanzarnos sobre ellos.  Percibir la importancia de corresponder al amor de Dios. Serían actitudes básicas en la vida de todo cristiano.

Debemos saber que toda nuestra vida estará afincada en la roca firme que es Jesús, serían las reflexiones sobre esta parábola.  Pero a nosotros nos pasa igual que a los dirigentes del pueblo judío, igual que a los viñadores.  Nos sentimos dueños de lo que no somos, destruimos, usurpamos, golpeamos con tal de defender nuestras posesiones.  Somos capaces también de enfadarnos contra Dios y contra su Hijo y hasta buscamos destruirlos y negar su existencia cuando parecen perjudicar nuestros intereses.

Hay quien lucha contra Dios como si le estorbara en su vida. Hay quien se siente amo y señor del mundo que le fue dado en custodia.  Hay quien se lo apropia y despoja a los hermanos de lo justo que merecen.  Hay quien se convierte en homicida porque se le ha llenado el corazón de ambición.

Esta parábola esta dicha sobre todo para los dirigentes, autoridades que deberán responder de su responsabilidad al tener al pueblo bajo su cuidado, pero es también esta parábola dirigida a cada uno de nosotros, porque también nosotros podemos convertirnos en malos administradores y arrojar a Dios de nuestra vida.

¿Qué sentimiento se me queda en el corazón al escuchar esta parábola?  ¿He puesto a Jesús como la piedra angular de mi existencia?

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16, 19-31

Hace algún tiempo se publicaba el nombre de las personas más ricas del mundo, y aparecía junto a sus nombres las cantidades fabulosas que ganaban diariamente.  A veces nos enteramos de lo que ganan los políticos y funcionarios públicos, y así poder hacer comparaciones con los sueldos de la mayoría de las personas.

Muchas personas se quedan como Lázaro, a la espera de las migajas que caen de la mesa, pero nadie se las da.  Los poderosos hasta con las migajas quieren hacer negocios.

El problema del hambre en el mundo no es por falta de alimento, es por la mala distribución.  No es que no haya lugar en la mesa de la vida para los pobres, es que se les niega el acceso a ese puesto.

Vivimos en medio de contrastes brutales, donde millones de personas no alcanzan a obtener ni siquiera un euro para pasar el día, mientras otros, ciertamente unos cuantos, derrochan sus ganancias.

La parábola es una fuerte crítica a esta inhumana distribución de los bienes, a los que todos los hermanos tenemos derecho, pero también es una crítica fuerte al corazón duro de quien ni siquiera se da cuenta de que su hermano está sufriendo a la puerta. 

Es dura la comparación, pero son más sensibles y humanos los perros que se acercan a lamerle las llagas, que sus hermanos de carne y de sangre rodeados de alimentos y placeres.

La parábola no pretende un adormilamiento o un premio de consolación para el pobre que está sufriendo.  Es el reclamo a todos nosotros porque hemos hecho de la casa de todos, el privilegio de unos cuantos; porque hemos roto la hermandad y vivimos en el egoísmo. 

No, después de muertos no podremos construir la hermandad, con fantasías y amenazas no se abre el corazón. 

Quizás las palabras de Jeremías en la primera lectura nos den la pauta para entender estas palabras: “Maldito el hombre que confía en el hombre y aparta del Señor su corazón, será como un cardo en la estepa”

Que esta parábola nos haga reflexionar y nos abra los ojos para descubrir cada uno de nosotros al hermano que sufre y para luchar por unas estructuras más justas y solidarias.

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Mt 20, 17-28

Igual que a los hijos del Zebedeo, hoy Jesús nos lanza la misma pregunta: “¿Podréis beber el cáliz que yo he de beber?”. Para quienes estamos acostumbrados a escuchar los relatos de la Pasión, inmediatamente viene a nuestra memoria la oración de Jesús en el huerto de los Olivos: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

El camino que recorre Jesús no es fácil. Él mismo tiene sus momentos fuertes de dolor, de duda, de hacerse fuerza para cumplir la voluntad del Padre. Los discípulos vislumbran otros intereses y esperan otras recompensas: primeros lugares, recuperación de bienes, compensación por el tiempo entregado. 

También nosotros somos hijos de nuestro tiempo y nos sentimos atraídos por los mismos intereses de nuestro mundo. La ambición y la lucha por los primeros lugares se han tornado como el objetivo de muchas gentes y nos contagiamos fácilmente de esta ambición y de la  ley de la selva: la ley del más fuerte. Y no es que Cristo nos quiera indiferentes o apáticos, pero nos enseña que no se puede tiranizar a las personas con tal de obtener nosotros nuestros propósitos.

Sus palabras están respaldadas por su ejemplo: “El que quiera ser grande, que sea el que os sirva”.  Él se ha entregado al servicio y por eso anuncia por tercera vez su pasión y muerte. No es el anuncio sólo de la entrega, sino también de la resurrección y de la esperanza.

El servicio pasa siempre por el reconocimiento del otro como persona, de su valoración en su dignidad, del respeto como a hijo de Dios. No es el servicio vendido y comercial que ofrecen los grandes almacenes para enganchar al cliente, sino el servicio al estilo de Jesús que descubre en cada hombre y mujer un hijo amado de Dios su Padre, es el servicio gratuito y desinteresado. Servir así da vida.

Es cierto que cuesta, pero tiene sentido. Que estos días de cuaresma también nosotros podamos servir, dar vida, dar esperanza a quienes nos rodean, y hacerlo gratuita y desinteresadamente.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Mt 23, 1-12

Las palabras de Jesús nos pueden parecer duras si nos las aplicamos a nosotros. Es fácil condenar a los demás o maldecir a aquellos escribas y fariseos que se han sentado en la cátedra de Moisés. Pero si hacemos actuales estas palabras descubriremos que se nos ha metido en el corazón esa ambición de poder, ese gusto porque nos reconozcan y nos hagan creernos importantes.

Nos quedamos lejos del evangelio de Jesús y preferimos las comodidades que nos brinda un evangelio hecho a nuestro gusto y justificado en necesidades que no provienen de exigencias evangélicas, sino de la ambición de comodidades y honores.

Decir una cosa  y hacer otra. Cuando nos preguntamos por qué tanto escándalo en los pecados de la Iglesia y de sus ministros, la causa se encuentra no en que seamos los únicos pecadores, sino en esa incoherencia de exigir una conducta y nosotros llevar otra. Los pecados son mucho más graves cuando se tiene mayor conocimiento y mayor responsabilidad.

Muchas veces me he preguntado qué quiere Jesús de cada uno de nosotros como miembros de su Iglesia y si ésta es la iglesia que Él soñó. Tendremos que purificar muchas cosas, sobre todo en fidelidad a su espíritu y a su ejemplo. ¿Cómo ser fieles a Jesús?

Ciertamente tendremos que dejarnos cuestionar por sus palabras y mirar el profundo significado de cada una de ellas. Son eco de las mismas palabras que decía Isaías en la primera lectura: “Lavaos, purificaos; apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad la justicia, auxiliad al oprimido, defended los derechos del huérfano y la causa de la viuda”.

Cristo recoge toda esta tradición, nos la enseña con su ejemplo y nos invita a que participemos de su proyecto y estilo de vida. No es ambicionando honores, ni puestos como viviremos su evangelio. La verdadera religión, la que nos hace hermanos, brota de nuevas relaciones basadas en la verdad y en la justicia. ¿Cómo vivir hoy las palabras de Jesús? 

Lunes de la II Semana de Cuaresma

Lc 6,36-38

El Evangelio de hoy es muy claro: no juzgar a los demás, no condenar y perdonar. Así imitamos la misericordia del Padre. Porque, para no equivocarnos por la vida, hay que imitar a Dios, caminar ante los ojos del Padre. Y debemos partir de su misericordia, que es capaz de perdonar hasta las acciones más feas. La misericordia de Dios es tan grande, tan grande… ¡No los olvidemos! Mucha gente dice: “Yo he hecho cosas tan malas, que me he ganado un lugar en el infierno, y no podré dar marcha atrás”. Pero, ¿has pensado en la misericordia de Dios? Recordemos la historia de la pobre viuda que fue a confesarse al cura de Ars, cuyo marido se había suicidado tirándose de un puente al río. Y lloraba diciendo: “Yo soy una pobre pecadora. ¡Pero pobre mi marido, que estará en el infierno! Porque se ha suicidado y el suicidio es un pecado mortal. Estará en el infierno”. Y el cura de Ars le dijo: “Tranquila, señora, porque entre el puente y el río está la misericordia de Dios”. Hasta el final, hasta lo último está la misericordia de Dios.

Para ponerse en el surco de la misericordia, Jesús da tres consejos prácticos. Lo primero, no juzgar: una fea costumbre de la que abstenerse, sobre todo en este tiempo de cuaresma. ¡Se mete en nuestra vida sin darnos cuenta! Siempre. Hasta para empezar una charla: “¿Has visto lo que ha hecho ese?”. Juzgar al otro. Pensemos cuántas veces al día juzgamos. ¡Por favor! Parecemos todos jueces malos, ¿no? Todos. Y siempre al iniciar una conversación, el comentario del otro: “Mira, ¡se ha hecho la cirugía estética! ¡Y está más fea que antes”.

En segundo lugar, “no condenéis y no seréis condenados”. Tantas veces vamos más allá del juicio: “Ese es tal que no merece que yo le salude”. Y condenan, condenan y condenan. También nosotros condenamos mucho. Y viene sola esa costumbre de condenar siempre. Es algo feo. Ante ese modo de hacer, ¿Jesús qué nos dice? Si tienes esa costumbre de condenar piensa que serás condenado, porque tú con esa costumbre haces ver al Señor cómo Él debe comportarse contigo.

Y, finalmente, perdonar, aunque sea tan difícil. Pero es un mandamiento que nos detiene ante el altar, ante la comunión. Porque Jesús nos dice: “Si tienes algo con tu hermano, antes de ir al altar, reconcíliate con tu hermano”. Perdonar. También en el Padrenuestro Jesús nos enseñó que esta es una condición para tener el perdón de Dios. “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos…”. Estamos dando la medida a Dios de cómo debe hacer con nosotros.

Debemos aprender la sabiduría de la generosidad, camino maestro para renunciar a las murmuraciones, en las que juzgamos continuamente, condenamos continuamente y difícilmente perdonamos. El Señor nos enseña: “Dad, y se os dará”, sed generosos al dar. No seáis “bolsillos cerrados”; sed generosos al dar a los pobres, a los que pasan necesidad, y también darles otras cosas: dar consejos, dar sonrisas a la gente, sonreír. Siempre dar, dar. “Dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”, porque el Señor será generoso: nosotros damos uno y Él nos dará el ciento por uno de todo lo que demos. Esa es la actitud que blinda el no juzgar, el no condenar y el perdonar. La importancia de la limosna, pero no solo la limosna material, sino también la limosna espiritual; perder el tiempo con otro que lo necesita, visitar a un enfermo, sonreír.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19; Mt 5, 43-48

La Alianza del Sinaí fue hecha por mediación de Moisés y sellada con la sangre de animales sacrificados.  Fue un acuerdo por el que Dios habría de ser el Dios de los israelitas y éstos serían su pueblo, a condición de que cumplieran sus mandamientos.  La nueva Alianza fue hecha por mediación de Jesucristo y sellada con su propia sangre, derramada en la cruz.  Nosotros, por nuestro Bautismo, somos el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la Nueva Alianza, y también a nosotros Dios nos ha puesto como condición la observancia de sus mandamientos.

La sangre de Cristo no es solamente el sello de nuestra Nueva Alianza, sino también el signo especial del amor de Dios por nosotros, su pueblo y, al mismo tiempo, el signo de la cantidad y calidad que debe tener nuestro amor a Dios.  En el evangelio de hoy, Jesucristo subraya nuestro amor por todos los hombres.  Tiene que ser un amor tan grande como el suyo.  Cuando Jesús dice que debemos amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen, nos enseña un mandamiento que El mismo obedeció.  Clavado en la cruz, oraba por sus perseguidores, y murió en la cruz por amor a aquellos que eran sus enemigos por el pecado.

El cristianismo es una religión de alegría y felicidad, pero eso no quiere decir que todos aquellos a quienes se nos ha mandado amar, sean únicamente las personas agradables, alegres y amables.  La verdadera alegría y la felicidad real provienen de ser como Jesús, quien no excluía a nadie de su amor, ni a sus grandes enemigos ni a los pequeños; ni siquiera a la gente que lo mandó a la muerte ni a la que simplemente lo importunaba o molestaba cuando necesitaba de paz y descanso.

Las personas a las que se dirigía la primera lectura de hoy, vivieron mucho tiempo después de la Antigua Alianza.  Las palabras de la lectura se proclamaban ante ellos en un rito litúrgico, a fin de que pudieran renovar personalmente su Alianza con Dios.  Ahora, cuando lleguemos al final de la Cuaresma, el Sábado Santo, seremos invitados, en un rito litúrgico, a renovar nuestra Alianza con Dios por medio de la renovación de nuestro Bautismo.  Esa renovación tendrá un significado muy pobre, a no ser que durante la Cuaresma hayamos hecho grandes esfuerzos para poner en práctica el gran mandamiento del amor, de un amor como el de Jesucristo, que abrazaba a todos y no excluía a nadie.

Viernes de la I Semana de Cuaresma

Mt 5, 20-26

Conocí a un joven que decía que le agradaban las reflexiones cristianas que escuchaba por la radio pero que él se había retirado de todas las prácticas religiosas y prefería, en lugar de hacer ceremonias y culto, ir a ayudar a las familias pobres o incluso participar en eventos deportivos, porque muchas veces los que más iban a misa, eran los que vivían de una forma más injusta. Entiendo su justa reclamación, aunque quizás no sea la solución a sus dificultades.

Cristo vivía esa misma experiencia. Contemplaba a los escribas y fariseos que hacían muchos ritos religiosos, que exigían mucho y que se consideraban justificados por sus propias obras.

Jesús pide a sus discípulos ir mucho más allá. Si la ley pedía ojo por ojo y diente por diente, Jesús nos enseña que  el perdón y la reconciliación son la forma de detener la violencia. Si los maestros de la ley decían que no habría que matar, Jesús dice que no hay ni siquiera que ofender y más tarde nos dirá que hay que amar a los enemigos.

Los escribas enseñaban un Dios que tenía control sobre todo, que a todo ponía normas, que exige, impone y castiga. Y así actuaban “cuidándose de Dios”. Todavía vivimos mucho de esta moral: cuidarnos de no ofender a Dios. Pero Jesús va mucho más allá y nos enseña que debemos tener una justicia mucho mayor y la prueba es lo que él mismo ofrece: su vida por todos sin condiciones. 

Jesús nos enseña a superar el odio y la violencia, y que no hay nada más triste y doloroso que un corazón amargado por el odio y por los rencores.

La justicia de Jesús va mucho más allá de la de los fariseos y de nuestra propia justicia. Es una justicia que busca al pecador, que no quiere su muerte sino que se convierta y que viva, que es capaz de perdonar.

Hoy nos invita a que revisemos nuestro corazón y si estamos sujetos a normas justicieras, a venganzas individuales y a rencores… será mejor que nos acerquemos primero a Jesús y le pidamos que nos enseñe su justicia, que nos enseñe a perdonar y nos conceda la paz interior.​

Jueves de la I Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Al leer el pasaje de este día recuerdo experimentos que se han hecho con llamadas telefónicas. Primeramente a personas desconocidas se les habla amablemente y por lo general se recibe una respuesta amable; y cuando se les habla en forma agresiva, se obtiene por lo general también, una respuesta agresiva. Lo que damos eso recibimos.

Hay quienes reniegan de Dios y miran su vida como un castigo, y por su misma actitud van sembrando nuevas piedras para el camino. Hay quien agradece a Dios, aun en medio de la dificultad, y va obteniendo nuevas gracias para continuar su camino.

La primera lectura nos recuerda el pasaje de Ester que mientras su pueblo renegaba y desfallecía porque estaba a punto de ser exterminado, ella pone toda su confianza en el Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, ¡Bendito seas! Protégeme, porque estoy sola y no tengo más defensor que tú, Señor, y voy a jugarme la vida”. Una oración que confía en la bondad del Señor y que al mismo tiempo compromete en la lucha por la salvación de su pueblo. Más que renegar y maldecir, se pone en manos del único que puede ayudarla.

Algo parecido dice Jesús a sus discípulos en el pasaje del evangelio: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre”. Con la misma tónica en que hacemos nuestra oración, encontraremos la respuesta. Si nos ponemos confiados en las manos de Dios, encontraremos paz en nuestro corazón. Si lo olvidamos nos sentiremos solos. Si somos agresivos, se torna a nosotros la agresión. Como quien escupe al cielo, se llena la cara con su propio salivazo.

Cristo nos dice que hagamos nuestra oración con mayor seguridad de la que puede tener un hijo en la respuesta de su padre, porque Dios Padre sólo dará cosas buenas a sus hijos.

Que este día, en medio de nuestras luchas y batallas, podamos encontrar también nosotros sólo en Dios nuestro refugio y nuestra protección. Juntamente con Ester digamos a nuestro Padre: “Ayúdame, Señor, pues estoy desamparado… Con tu poder líbranos de nuestros enemigos. Convierte nuestro llanto en alegría y haz que nuestros sufrimientos nos obtengan vida”.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Lc 11,29-32

Dicen los médicos que el primer paso para que un enfermo pueda sanar es que el enfermo lo desee, y para reconocer su deseo se debe reconocer enfermo, de otra forma no aceptará ningún remedio, ni tomará ninguna medicina.  Esto ha sido cierto para todos, pero quizás los alcohólicos anónimos han sabido sacarle más provecho, ya que en su primer paso deben reconocerse impotentes frente al alcohol y derrotados por él.  Ahí inicia su liberación.

Los contemporáneos de Jesús, al menos muchos de ellos, como nos lo muestra hoy el pasaje evangélico, se acercan a Jesús pero llenos de sí mismo y no necesitados de doctor; piden señales pero no están dispuestos a aceptarlas.  Así no se puede establecer una relación verdadera con Jesús.  Por eso son las acusaciones fuertes de Jesús, recordándoles que Nínive, la ciudad despreciada por el profeta Jonás, de la que no se esperaba su conversión, a la que se le predicó más por presión que por convencimiento, reconoció su pecado, hizo penitencia y oración y se arrepintieron de su mala conducta.

Un profeta enviado a la fuerza, que duda de su propia misión y sin embargo obtiene contra sus propios deseos la conversión de toda la ciudad.  Y ahora aquí hay un profeta que ofrece el Reino de Dios pero poniendo de condición la conversión, que ofrece salvación, que se entrega voluntariamente para la vida de todos y es despreciado.

Todos vemos como tristemente el número de católicos disminuye, y si eso es grave, es mucho más grave que muchos se declaren sin religión, sin Dios, sin creencias.  Esto podría ser un reclamo a quienes de alguna forma representamos a la religión, pero también podría evidenciar una tendencia a ponernos a nosotros mismos como único centro y destino de todas las cosas.  No reconocernos necesitados de Dios.

Hoy dejemos nuestras protecciones y nuestras excusas y reconozcámonos necesitados de Dios.  Acerquémonos a su presencia que sana, y que da vida.  Oremos en silencio y escuchemos sus palabras de amor.  Hoy simplemente dejémonos amar por Dios; rompamos nuestro corazón de indiferencia y permitamos que nos hiera el amor de Jesús.