Jueves de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 27-33

“¿Quién dice la gente que soy?”, “¿Vosotros quién decir que soy yo?”  Son las preguntas contenidas en el pasaje del Evangelio de hoy. El Evangelio nos enseña las etapas que recorrieron los apóstoles, para saber quién es Jesús. Son tres: conocer, confesar y aceptar el camino que Dios eligió para Él.

Conocer a Jesús es lo que todos nosotros hacemos cuando tomamos el Evangelio, y tratamos de conocer a Jesús, o cuando llevamos a los niños al catecismo, al igual que cuando los llevamos a la misa. Sin embargo se trata sólo del primer paso.

El segundo es confesar a Jesús. Y esto nosotros, solos, no podemos hacerlo. En la versión de Mateo, Jesús le dice a Pedro: “Esto no viene de ti. El Padre te lo ha revelado”. Sólo podemos confesar a Jesús con el poder de Dios, con el poder del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor y confesarlo sin el Espíritu Santo, dice Pablo. No podemos confesar a Jesús sin el Espíritu. Por lo tanto, la comunidad cristiana debe buscar siempre el poder del Espíritu Santo para confesar a Jesús, para decir que es Dios, que es el Hijo de Dios.

Pero, ¿cuál es el propósito de la vida de Jesús, por qué vino? Responder a esta pregunta significa realizar la tercera etapa en el camino del conocimiento de Él.  Jesús comenzó a enseñar a sus apóstoles que debía sufrir y que lo matarían para luego resucitar.

Confesar a Jesús significa aceptar el camino que el Padre eligió para Él: la humillación. Pablo, escribiendo a los filipenses, dice: «Dios envió a su Hijo, quien se anonadó a sí mismo, se hizo siervo, se humilló a sí mismo, hasta la muerte, muerte de cruz”. Si no aceptamos el camino de Jesús, el camino de la humillación que Él eligió para la redención, no sólo no somos cristianos, sino que merecemos lo que Jesús le dijo a Pedro: «¡Aléjate de mí, Satanás!

Satanás sabe muy bien que Jesús es el Hijo de Dios, pero Jesús rechaza su “confesión” como alejó de sí mismo a Pedro cuando había rechazado el camino que Jesús había elegido. “Confesar a Jesús es aceptar el camino de la humildad y de la humillación. Y cuando la Iglesia no va por este camino, se equivoca, se vuelve mundana”.

Y cuando nosotros vemos a tantos buenos cristianos, con buena voluntad, pero que confunden la religión con un concepto social de bondad, de amistad, cuando vemos a tantos clérigos que dicen que siguen a Jesús, pero que buscan los honores, los caminos suntuosos, los caminos de la mundanidad, no buscan a Jesús: se buscan a sí mismos. No son cristianos; dicen que son cristianos, pero de nombre, porque no aceptan el camino de Jesús, de la humillación. Y cuando leemos en la historia de la Iglesia acerca de muchos obispos que han vivido así y también de muchos papas mundanos que no conocieron el camino de la humillación, no lo aceptaron, debemos aprender que ese no es el camino.

Pidamos “la gracia de la coherencia cristiana” para “no usar el cristianismo para escalar», es decir la gracia de seguir a Jesús en su mismo camino, hasta la humillación.

Miércoles de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 22-26

Un ciego, conocido como tal por todos los del pueblo, ha sido curado por Jesús. Y ahora debe guardar silencio acerca del regalo que ha recibido de Dios. Pero cuando se enciende una luz no es para ocultarla debajo de una olla de barro; ni se puede ocultar una ciudad construida sobre un monte. Aquel hombre, al pasar por el pueblo caminando con seguridad, y sin ir tomado de la mando de alguien que le condujera, estará hablando, no con las palabras, sino con los hechos, de que ha sido curado, de que Dios ha sido misericordioso con él. Tal vez muchos ambientes hostiles a nuestra fe nos hagan imposible el poder hablar abiertamente del Evangelio. En esas circunstancias nuestra vida intachable, nuestra firmeza para no ser comprados por gente deshonesta y malvada, nuestra lealtad a nuestros compromisos, nuestro amor solidario con los que nada tienen, nuestra entrega a favor del bien de todos se convertirá en el mejor testimonio del Evangelio, proclamado desde una vida que ha sido poseída por el Espíritu del Señor. Pidámosle al Señor que abra nuestros ojos al bien de tal forma que, libres de la oscuridad del pecado, seamos en adelante embajadores del Evangelio, mediante nuestras buenas obras y también mediante nuestras palabras y nuestra vida misma.

Tal vez, a pesar de estar bautizados, muchas veces vivamos como ciegos ante la problemática que aqueja a aquellos que nos rodean. Y no es tanto que no contemplemos los males que hay en el mundo, sino que los ojos de nuestro corazón pueden haberse cerrado y habernos dejado insensibles ante ellos. Al habernos encontrado con Cristo en la Eucaristía iniciamos un nuevo proceso de fe, que debe llegar a una madurez cada vez mayor, de tal forma que no nos conformemos con orar, sino que se despierte en nosotros el amor servicial sabiendo que lo que hagamos a los demás, al mismo Cristo lo hacemos. Tal vez apenas comencemos a ver y veamos a los demás borrosamente y los confundamos con árboles que caminan y de cuya madera y frutos podemos aprovecharnos. Debemos permanecer firmes en nuestro seguimiento de Cristo hasta poder contemplar a los demás como Dios los contempla, y hasta saberlos amar como Dios los ama.

Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de vivir fieles al Señor, no conformándonos con conocer cuáles son las consecuencias de nuestra fe en Cristo, sino de vivir conforme a sus enseñanzas, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica mediante un gran amor tanto a Dios como a nuestro prójimo.

Martes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 14-21

Falta suficiente pan para los discípulos que subieron al bote con Jesús y les entra la preocupación de la gestión de algo material. Dice el Evangelio: “Discutían entre ellos sobre el hecho de que no tenían panes. Dándose cuenta, les dijo Jesús: ¿Por qué andáis discutiendo que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís? ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?”.
 
Vemos la diferencia que hay entre un “corazón embotado”, como el de los discípulos, y un “corazón compasivo” como el del Señor, el que expresa su voluntad. Y la voluntad del Señor es la compasión: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Porque un corazón sin compasión es un corazón idolátrico, es un corazón autosuficiente, que avanza sostenido por su propio egoísmo, que se hace fuerte solo con las ideologías. Pensemos en los cuatro grupos ideológicos del tiempo de Jesús: los fariseos, los saduceos, los esenios y los zelotes. Cuatro grupos que habían embotado el corazón para llevar adelante un proyecto que no era el de Dios; no había sitio para el plan de Dios, no había sitio para la compasión.

Pero existe una “medicina” contra la dureza del corazón, y es la memoria. Por eso, en el Evangelio de hoy, y en tantos pasajes de la Biblia, se escucha la llamada al poder salvífico de la memoria, una gracia que debemos pedir porque mantiene el corazón abierto y fiel. Cuando el corazón se endurece, cuando el corazón se embota, se olvida… Se olvida la gracia de la salvación, se olvida la gratuidad. El corazón duro lleva a las peleas, lleva a las guerras, lleva al egoísmo, lleva a la destrucción del hermano, porque no hay compasión. Y el mensaje de salvación más grande es que Dios tuvo compasión de nosotros. Ese estribillo del Evangelio, cuando Jesús ve una persona, una situación dolorosa: “y tuvo compasión”. Jesús es la compasión del Padre; Jesús es una bofetada a toda dureza de corazón. 

 Pedir la gracia de tener un corazón no ideologizado ni endurecido, sino abierto y compasivo ante cuanto sucede en el mundo porque por eso seremos juzgados el día del juicio, no por nuestras ideas o por nuestras ideologías. “Tuve hambre, y me diste de comer; estuve en prisión, y viniste a verme; estaba afligido y me consolaste”. Así está escrito en el Evangelio, y esa es la compasión, esa es la no-dureza de corazón. Y la humildad, la memoria de nuestras raíces y de nuestra salvación, nos ayudarán a conservarlo así. Cada uno tiene algo que se ha endurecido en su corazón. Hagamos memoria, y que sea el Señor quien nos dé un corazón recto y sincero —como hemos pedido en la oración colecta— donde habita el Señor. En los corazones duros no puede entrar el Señor; en los corazones ideológicos no puede entrar el Señor. El Señor entra solo en los corazones que son como el suyo: corazones compasivos, corazones que tienen compasión, corazones abiertos. Que el Señor nos dé esa gracia.

Lunes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 11-13

Este pasaje del evangelio nos delinea la actitud de los fariseos ante el mensaje de Jesús y quizás de muchos hombres de nuestro tiempo: piden una señal para creer.

¿Sabes por qué Jesús no le dio la señal que le pedían? Primero, porque conocía lo que había en sus corazones: “querían ponerlo a prueba”; y segundo porque sabía que aunque obrase una “señal” no creerían en Él.

¡Cuántos milagros ya había hecho: curaciones, multiplicación de panes, caminar sobre las aguas…! Y encima, pedían una señal del cielo. Eran tardos de corazón, su soberbia les cegaba, la vanidad les entorpecía y el egoísmo les estorbaba para reconocer en Él al Mesías, al Hijo de Dios. Jesús tenía como señal la cruz y la fuerza del amor. ¡Pobres hombres! El momento de gracia se les fue cuando Jesús se fue a la orilla opuesta… Posiblemente, desde entonces, su corazón quedó insatisfecho, marchito… ¡Sólo por no creer en Jesús con una fe viva y sencilla! ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Esto era lo que más le dolía a Cristo. Venía a los suyos y no le recibían.

Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz creerán… Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús… Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga: ¡Dichoso tú que has creído!

Sábado de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 1-10

Jesús razona de acuerdo a la lógica de Dios, que es aquella del compartir.

Cuántas veces nosotros nos damos vuelta hacia otro lado con tal de no ver a los hermanos necesitados. Y esto, mirar hacia otro lado, es un modo educado de decir con guantes blancos: «arréglenselas solos». Y esto no es de Jesús: esto es egoísmo.

Si Jesús hubiese despedido a la gente, muchas personas se habrían quedado sin comer. En cambio, aquellos pocos panes y pescados, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para todos.

Y atención ¿eh?: no es una magia, es un signo. Un signo que invita a tener fe en Dios, el Padre providente, que no nos hace faltar el pan nuestro de cada día, si nosotros sabemos compartirlo como hermanos.

En el Evangelio de hoy, el milagro de los panes preanuncia la Eucaristía. Esto se puede ver en el gesto de Jesús que recita la bendición antes de partir el pan y distribuirlo a la gente. Es el mismo gesto que hará Jesús en la Última Cena, cuando instaura el memorial perpetuo de su Sacrificio redentor.

En la Eucaristía, Jesús no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo, ofreciéndose al Padre por amor a nosotros.

Nosotros debemos ir a la Eucaristía con aquel sentimiento de Jesús, es decir, la compasión, y con aquel deseo de Jesús, compartir.

Quien va a la Eucaristía sin tener compasión por los necesitados y sin compartir, no se encuentra bien con Jesús.

Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio. Un camino que nos lleva a afrontar con fraternidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque parte de Dios Padre y regresa a Él.

Que la Virgen María, Madre de la Divina Providencia, nos acompañe en este Camino. » 

Viernes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 31-37

Encontramos hoy en el pasaje de San Marcos a un sordo y tartamudo de la región de la Decápolis. La curación de este enfermo pagano subraya la participación de los paganos en el banquete de la salvación que Jesús ofrece, pues su incapacidad para escuchar y alabar a Dios simboliza plenamente la situación del mundo pagano que Jesús viene a liberar con su palabra.

Si pensamos en nuestra actualidad encontraremos que hay muchas personas que no pueden hablar y que no pueden escuchar, y no precisamente por enfermedades físicas, sino porque nuestro mundo no les da voz y no tienen derechos.

Si el mundo judío discriminaba y despreciaba a los pueblos vecinos y nos les concedían el derecho de participar de los bienes y la bendición prometida por Yahvé, hoy también encontramos que quedan muchos pueblos, naciones y personas a las que no se les permite acercarse a la mesa y participar de los regalos que Dios ofrece.

Parecería que en nuestro mundo tan exigente en cuanto a derechos de la persona y garantías individuales, nadie podría quedar mudo o sordo, para acceder a los bienes de la creación. Sin embargo no es así, teniendo “teóricamente” el derecho de hablar, nadie escucha su voz, nadie les hace caso y sus peticiones quedan olvidadas. Teniendo el derecho de escuchar y ser tomado en cuenta como persona, se le cierran los espacios y oportunidades para obtener una información cierta, no manipulada, se le satura de anuncios y noticias dudosas, y no se les concede la oportunidad de oír y apreciar la buena nueva.

Hoy pidamos al Señor Jesús que nos aparte a un lado de este ruidoso mundo, que nos conceda la intimidad con Él para escuchar su Palabra, que toque nuestros labios, nuestros oídos y nuestro corazón para que podamos restituir en nosotros la imagen de Dios, juntamente con nuestros hermanos. Que hoy también nosotros podamos escuchar: ¡Effetá! ¡Ábrete!

Jueves de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 24-30

Este es un pasaje que todavía, actualmente, nos produce muchos conflictos interiores, nos desconcierta el actuar de Jesús.  Por una parte se lanza abiertamente a nuevos horizontes y desafía a sus paisanos al ir más allá de las fronteras.  Se ha puesto en riesgo porque se encuentra en tierra de paganos, pero parecería que está como de incógnito y preferiría que nadie se dé cuenta.  Cuando es descubierto por una mujer sirofenicia, parece arrepentirse de haber ido más allá de las fronteras y pretende negarse a la curación de aquella niña.

Es una madre desesperada, y una madre que frente a la salud de su hijo, hace de todo. Jesús le explica que ha venido primero para las ovejas de la casa de Israel, pero se lo explica con un lenguaje duro: «Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros».

Jesús compara la mujer con un perrito (cosa en el lenguaje de los judíos de corte usual en el trato con los no judíos a quienes llamaban “Goyim” que significa perro o apartado de Dios); la mujer, en lugar de sentirse ofendida, reconoce lo que es, no se quiere poner por encima de lo que le está diciendo Jesús

La insistencia de una madre rompe las barreras, el hambre y el dolor de un pueblo pueden construir nuevos mundos posibles.  Y aquella mujer rompe el dicho popular que en pretendiendo dar prioridad a la familia negaba el alimento no sólo a los perritos, sino a todos los extranjeros que no eran tenidos como familia.  Y no es que Jesús pretenda que haya personas que vivan debajo de la mesa, a escondidas o como si fueran hijos de Dios de segunda clase.

Las palabras de aquella mujer nos descubren que es una nueva sabiduría del hombre que es consciente que el pan alcanza para todos y que Dios no hace distinción de personas.

Difícil sería para la primera comunidad cristiana romper esos esquemas y abrir el corazón y el alimento a aquellos que no podían mirar como hermanos.

Jesús, con la ayuda, la palabra y la fe de aquella mujer nos enseña que no hay hermanos que valgan menos, que su misión se abre a todo el universo y para todas las personas.

Difícil es ahora para nosotros sentarnos a la mesa reunidos como hermanos.  Discriminamos a los hermanos, les negamos los derechos y pretendemos dejarlos debajo de la mesa, esperando las sobras. 

Jesús rescata y dignifica.  La fe de una extranjera se convierte en ejemplo para los que se creían poseedores exclusivos de Dios y añade un lugar en la mesa para los discriminados, para los olvidados, para los extranjeros.

El pan compartido hermana a todos y podemos todos juntos sentarnos a la mesa del Reino.

Miércoles de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 14-23

Jesús continúa insistiendo en lo que es verdaderamente importante para la vida del hombre. Lo exterior es importante, pero lo es más el interior.

Cristo también pone en tela de juicio el «ojo», que es el símbolo de la intención del corazón y que se refleja en el cuerpo: un corazón lleno de amor vuelve el cuerpo brillante, un corazón malo lo hace oscuro.

Del contraste luz-oscuridad, depende nuestro juicio sobre las cosas, como también lo demuestra el hecho de que un corazón de piedra, pegado a un tesoro de la tierra, a un tesoro egoísta que puede también convertirse en un tesoro del odio, vienen las guerras…

Cuando Jesús está describiendo las manchas del corazón, está describiendo también las manchas del corazón moderno.  Entonces podríamos decir que el corazón del hombre está enfermo, y cómo esa enfermedad silenciosa, también puede traer la muerte definitiva al hombre.

¿Qué está manchando mi corazón?  ¿Me doy cuenta de ellos? ¿Qué estoy haciendo para tener una buena salud del corazón y del espíritu?

Dejemos que Jesús mire nuestro interior y descubra que está manchado y qué debe curar.  Arriesguémonos y pongámonos en sus manos porque todos estos pedazos del corazón que están hechos de piedra, el Señor los hace humanos, con aquella inquietud, con aquella ansia buena de ir hacia adelante, buscándolo a Él dejándose buscar por Él.

Que el Señor nos cambie el corazón. Y así nos salvará. Nos protegerá de los tesoros que no nos ayuden en el encuentro con Él, en el servicio a los demás, y también nos dará la luz para ver y juzgar de acuerdo con el verdadero tesoro: su verdad.

Que el Señor nos cambie el corazón para buscar el verdadero tesoro y así convertirnos en personas luminosas y no ser personas de las tinieblas.

Martes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 1-13

En la primera lectura de este día se nos narra la consagración del templo de Jerusalén. Salomón en su oración nos hace sentir cómo el pueblo siente a Dios vivamente presente en medio de ellos, lo consideran el trascendente y el diverso, pero al mismo tiempo muy cercano y en medio del pueblo. Cuando se vive esta presencia de Dios y cada momento de la vida está relacionado con Él, tienen sentido los cantos y las alabanzas, los ritos y purificaciones. Desgraciadamente, muchas veces se olvida el sentido y queda el rito hueco y vacío.

Jesús, el hombre libre y liberador, hoy responde a la dura crítica de los fariseos y los escribas ante descuido de los discípulos que no se lavaban las manos.  No es por razones de higiene, sino de purificación. Jesús centra muy claramente el sentido de estos ritos y tradiciones y los obliga a reflexionar profundamente si no han dejado de lado la palabra de Dios para hacer caso a las tradiciones de los hombres. También ahora nos pasa: nos atoramos en tradiciones y ritos que nos hacen olvidar la palabra de Dios.

Jesús resalta el compromiso con el Dios de la vida y la relación con las personas. Para estar cerca de Dios es necesario convertirse y no ampararse en ritos externos. Para ser agradable a Dios se necesita comprometerse con los hermanos en sus necesidades y problemas. El mandamiento del amor está por encima de los ritos y tradiciones.

Jesús expone con fuerza, retomando la tradición de los grandes profetas, que la verdadera religión y el verdadero culto es interior, es en la relación cercana del corazón con Dios y en el cumplimiento de sus mandamientos. Jesús une muy estrechamente la fe y el amor; el mandamiento exterior y la obligación interior.

El Papa Francisco nos inste en esta profanación de la religión. Nos decimos católicos porque hemos aceptado algunos ritos como el bautismo y en algunos casos el matrimonio, pero no hemos dejado penetrar el espíritu de Dios en nuestras obras y pensamientos. Junto a la práctica de rituales muchas veces están la injusticia y la mentira.

Que hoy nos dejemos tocar por estas palabras de Jesús y revisemos si nuestras tradiciones están respaldadas por el amor a Dios y al prójimo.

Lunes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 53-56

Cuando escuchamos tantos milagros realizados por Jesús y cómo las multitudes lo seguían, tenemos la tentación de sugerirle al mismo Jesús que también hoy hiciera unos cuantos milagros, repartiera panes y solucionara problemas. Entonces su Iglesia tendría mucha más simpatía y más aceptación, ya que las multitudes buscan soluciones fáciles a sus problemas. Sin embargo, si leemos con mayor atención todos y cada uno de los evangelios, descubriremos que efectivamente Jesús realizó milagros pero que de ninguna forma quería que el milagro suplantara la fe o el compromiso que de ella brota. Siempre exigió la fe y la participación de las personas para poder hacer el milagro.

Para multiplicar los panes exigió se entregaran los pocos que había; para convertir el agua en vino, pidió se llenaran las tinajas; y siempre exigió la fe. Además, cuestionó a las personas el que lo siguieran sólo porque les había dado de comer y no porque estuvieran comprometidos. Hoy escuchamos un evangelio que nos parece como una jornada de Jesús a la orilla del lago de Galilea. La gente lo sigue, y él les permite tocarle, acercarse y curarlos. Y queda muy claro que no es porque hayan tocado su manto como quedan curados, sino por la fe y la fuerza que de Él brota. Pero del milagro se debe pasar al compromiso.

Hoy se anuncian religiones fáciles, sin compromisos, con milagros espectaculares y curaciones milagrosas. Con frecuencia son engaños y formas baratas de atraer a las personas, Cristo busca mucho más y quiere mucho más. Se presenta como el Médico y cura muchos males porque es la Vida y la vida en plenitud.

No es un charlatán ni un merolico que busca embabucar a las personas. Quiere tocarlos, curarlos, pero que busquen una plenitud de vida, en todos sus sentidos, una participación de la misma vida que Él nos ofrece. ¿Cómo y por qué te acercas tú a Jesús? Acércate, tócalo con confianza, Él te dará la verdadera vida y la verdadera salud.