El Evangelio de esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, en el que Jesús irrumpe para echar a los mercaderes del Templo, nos hace ver que el Hijo de Dios está movido por el amor, por el celo de la casa del Señor, que los hombres han convertido en un mercado.
Al entrar en el templo, donde se vendían bueyes, ovejas y palomas, con la presencia de los cambistas, Jesús reconoce que aquel lugar estaba poblado de idólatras, hombres dispuestos a servir al dinero en vez de a Dios. Detrás del dinero siempre está el ídolo –los ídolos son siempre de oro–, y los ídolos esclavizan. Esto nos llama la atención y nos hace pensar en cómo tratamos nuestros templos, nuestras iglesias; si de verdad son casa de Dios, casa de oración, de encuentro con el Señor; si los sacerdotes favorecen eso. O si se parecen a un mercado. Lo sé… algunas veces he visto –no aquí en Roma, sino en otra parte– una lista de precios. ¿Es que los Sacramentos se pagan? “No, es una ofrenda”. Pues si quieren dar una ofrenda –que deben darla–, que la echen en la hucha de las ofrendas, a escondidas, sin que nadie vea cuánto das. También hoy existe ese peligro: “Pero es que debemos mantener la Iglesia”. Sí, sí, sí, es verdad, pero que la mantengan los fieles en la hucha, no con una lista de precios.
Pensemos en ciertas celebraciones de Sacramentos o conmemorativas, donde vas y ves: y no sabes si la casa de Dios es un lugar de culto o un salón social. Algunas celebraciones rozan la mundanidad. Es verdad que las celebraciones deben ser bonitas –hermosas–, pero no mundanas, porque la mundanidad depende del dios dinero. Y es una idolatría. Esto nos hace pensar, y también a nosotros: ¿cómo es nuestro celo por nuestras iglesias, el respeto que tenemos allí, cuando entramos?
También lo vemos en la segunda lectura de hoy (1Cor 3,9c-11.16-17), donde dice que también el corazón de cada uno de nosotros representa un templo: el templo de Dios. Aun siendo conscientes de que todos somos pecadores, cada uno debería interrogar a su corazón para comprobar si es mundano e idólatra. Yo no pregunto cuál es tu pecado, mi pecado. Pregunto si hay dentro de ti un ídolo, si está el señor dinero. Porque cuando está el pecado está el Señor Dios misericordioso que perdona si vas a Él. Pero si está el otro señor –el dios dinero–, eres un idólatra, es decir, un corrupto: no ya un pecador, sino un corrupto. El meollo de la corrupción es precisamente una idolatría: es haber vendido el alma al dios dinero, al dios poder. Es un idólatra.