Mt 24, 42-51
La esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos.
Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.
La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.
Esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo!
Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.
Y no se olviden: jamás olvidar que así estaremos siempre con el Señor.