Viernes después de Ceniza

Mt 9,14-15

Es muy frecuente la pregunta sobre la forma de hacer tanto el ayuno y la abstinencia, como la oración en estos días cuaresma. Las lecturas de este día pueden darnos una magnífica idea de lo que esto significa. En el Evangelio Cristo parece descalificar el ayuno que los discípulos de Juan observan con meticulosidad. No es que descalifique el ayuno, sino que hace resaltar la razón del ayuno: una presencia viva del novio, una presencia de Dios en medio de nosotros.

No tendrían caso mortificaciones si no hacen que sintamos y vivamos más la presencia de Dios. Y esa sería la primera invitación en la cuaresma: vivir en la presencia de Dios, sentir su amor, retornar de nuestro pecado y alejamiento dejándonos llenar de su amor. Porque si no lo hacemos así, caeremos en el reclamo que escuchamos en la primera lectura del profeta Isaías: “¿Para qué ayunamos, si tú no nos ves?” La respuesta del Señor es dura: “Es que el día que ayunan encuentran la forma de oprimir… reñir, disputar…El ayuno que yo quiero es que rompas las cadenas injustas… compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al pobre… que vistas al desnudo y no des la espalda a tu propio hermano”

Es sentir la presencia de Dios en nuestras vidas y hacerla tangible en el amor y servicio a los hermanos. De lo contrario no será cierto que estamos viviendo en la presencia de Dios.

El ayuno, la abstinencia y la oración tienen este profundo sentido: sentir la presencia de Dios y vivirla en el amor a los hermanos. Si nos abstenemos de algún alimento, claro que habrá mortificación, pero sobre todo que eso, de lo que nos abstenemos, se convierta en vida y alimento para los hermanos. Hoy primer viernes de cuaresma, día penitencial, busquemos que nuestras mortificaciones se conviertan en pan para los hermanos.

Que nuestro ayuno se transforme en ofrenda para el necesitado.

Jueves después de Ceniza

Lucas 9, 22-25

Iniciamos cuaresma con el recordatorio de lo que es la existencia del hombre: un constante elegir entre la vida y el bien, o la muerte y el mal. A simple vista parece un proceso fácil y que no tiene lugar a equivocación, pero lo cierto es que pronto nos damos cuenta de que no es tan sencillo y que con frecuencia confundimos y escogemos, no lo que nos trae la vida sino aquello que nos acarrea la muerte.

Desde la primera lectura en el libro del Deuteronomio captamos esta grave dificultad: somos hechos para la vida, pero erramos el camino por nuestro egoísmo, orgullo, ambición y búsqueda de placeres. Pronto nuestras manos se vuelven avarientas y desean poseer todo y en ello encuentran su perdición, pues cuando llega la verdadera felicidad, están ocupadas y no pueden tomarla.

Jesús con frases llenas de misterio y aparentes contradicciones trata de hacerles entender esta gran verdad a sus discípulos: “El que quiera conservar la vida para sí mismo, la perderá…” Y propone como único camino de salvación su cruz. ¿Su cruz? Sí, el camino de la cruz que significa la entrega plena en manos de Dios y su manifestación en el amor a los hombres.

La cruz que significa sembrarse en el dolor compartido con los que sufren, pero elevado a la luz del amor divino. La cruz que es muerte ignominiosa, pero que lleva en sus entrañas la semilla de la resurrección. La cruz como camino de vida es la propuesta de Jesús para sus discípulos. La cruz tomada con alegría y dignidad como Él mismo la tomó, la cruz que no es conformismo ni fatalismo, sino entrega para dar vida.

Hoy se nos pone ante nuestros ojos la disyuntiva: ¿optamos por la vida al estilo de Jesús o continuamos viviendo la muerte?

Miércoles de Ceniza

Con la celebración de hoy, iniciamos el tiempo de Cuaresma. Para un cristiano, es un tiempo que merece la pena comenzar con ánimo, con optimismo, con fuerza.

Las Lecturas de este día nos llaman a la conversión, al arrepentimiento y a la humildad… cosas que hay que tener en cuenta en este tiempo especial que llamamos Cuaresma, durante el cual debemos prepararnos para la conmemoración de la Pasión y Muerte del Señor y la celebración de su Resurrección el Domingo de Pascua.

Conversión, arrepentimiento y humildad van entrelazadas entre sí para darnos un verdadero espíritu cuaresmal. Por eso comenzamos hoy la Cuaresma en penitencia: hoy es día de ayuno y abstinencia. Hoy es día de la Imposición de la Ceniza, rito por el que -en humildad- reconocemos lo que somos: nada ante Dios y lo que debemos hacer: arrepentirnos y regresar a Dios o acercarnos más a Él.

La Ceniza no es un rito mágico, ni de protección especial -como muchos piensan-. La ceniza simboliza a la vez el pecado y la fragilidad del hombre.

Las palabras de una de las fórmulas de imposición de la ceniza nos recuerdan lo que somos: “Polvo eres y al polvo volverás”. Es decir, nada somos ante Dios.

Somos tan poca cosa como ese poquito de ceniza, ese polvito, que se vuela con un soplido de aire, o que desaparece con tan sólo tocarlo. Eso somos ante Dios: muy poca cosa.

Y los hombres y mujeres de hoy necesitamos ¡tanto! darnos cuenta de nuestra realidad. Nos creemos tan grandes y somos ¡tan pequeños! Nos creemos capaces de cualquier cosa y somos ¡tan insuficientes! Nos creemos capaces de valernos sin Dios o a espaldas de Él  y somos ¡tan dependientes de Él!

El fruto más importante del Miércoles de Ceniza es la conversión.  La Imposición de la Ceniza tiene como meta llevarnos a la conversión.

Y ¿qué es convertirse? Nos lo explica el Profeta Joel: convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos… convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor”. Convertirse es volverse a Dios: regresar a Dios o acercarse más a Él.  Y la conversión debe ser verdadera, no aparente. Por eso nos dice Joel: rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos”. Es decir: el cambio debe ser interior, en el corazón.

Conversión, arrepentimiento y humildad, son el verdadero espíritu de la Cuaresma ¿Cómo llegar a este espíritu cuaresmal? Jesucristo nos indica en el Evangelio los medios: oración, ayuno y  limosna.  Las tres constituyen un buen programa de vida para esta Cuaresma.

Cada uno de nosotros, deberíamos salir de esta Eucaristía, con alguna aplicación concreta de este ejercicio cuaresmal. ¿Cómo y cuándo haré un rato de oración en estos 40 días? ¿De qué cosas me privaré este año? ¿Qué gesto de amor tendré con los más necesitados?

Nuestra oración, nuestro ayuno, nuestra limosna, han de ser expresión del cambio sincero que queremos dar a nuestra vida, pero, hemos de pedir que Dios lo realice; deben de ser, también, expresión de nuestro agradecimiento al amor que Dios nos tiene, por todas las maravillas que Él realiza en nosotros.

La oración, la penitencia y las obras de caridad son los medios para regresar a Dios y para acercarnos más a Él. De eso se trata la Imposición de la Ceniza, de eso se trata la Cuaresma que hoy iniciamos.

Martes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 28-31

Este pasaje, usado de manera ordinaria por la pastoral vocacional referido a dejar casa y familia por seguir al Señor, pude tener un significado más profundo para todos nosotros.

También entre los discípulos se da ese fuerte contraste que tanto duele y desconcierta en las relaciones humanas. ¿No es cierto que duele cuando un amigo, o una persona cercana, después de compartir, de sufrir juntos, te sale con y qué me das por ser tu amigo? ¿Que gano yo con haberte querido? Sí el día de ayer no sorprendía ya un joven muy sano y que parecía dispuesto firmemente a seguir a Jesús y que se fuera entristecido porque tenía muchos bienes y no se atreviera escuchar la propuesta de Jesús, hoy nos sorprende más la actitud de los discípulos que parecían tan dispuestos, tan generosos y tan comprometidos, se atreven a preguntar a Jesús cuál será su recompensa.

¿No era ya bastante recompensa compartir todos los momentos con el Señor? ¿No valía la pena dejar todo por experimentar esa amistad incondicional? Sin embargo, el corazón se apega con facilidad a las cosas materiales y busca sacar provecho de todos los acontecimientos.

Me imagino qué dolor produciría en el corazón de Jesús esa pregunta. Sin embargo, no hace escándalos ni reproches, ofrece una multiplicación de lo que se ha dejado. No se limitan ya sus discípulos a un círculo donde son hermanos solo los de la sangre, sino que ahora se abre a una fraternidad universal donde participarán todos los hombres y mujeres. No han perdido a un hermano sino que han ganado cientos de ellos al vivir plenamente el mensaje que trae Jesús. No tienen solo ya un padre o una madre o unos hermanos brotados de los vínculos carnales, todos ahora somos hermanos, todos somos hijos de un mismo Padre. Esa es la propuesta grande, magnífica que nos hace Jesús: Que todos vivamos como hijos del Padre Celestial. En lugar de perder se gana una gran familia.

Ciertamente, esto, traerá sus problemas y dificultades, porque el luchar por esta familia universal ocasiona conflictos. El ser de todos trae nuevos compromisos y el construir un mundo justo donde todos seamos hermanos ocasiona persecuciones y descalificaciones.

Jesús promete una vida eterna en el otro mundo no como evasión de los compromisos actuales y concretos en las situaciones en las que nos movemos, sino como una meta que se inicia desde ahora y que llega a su plenitud en la Casa del Padre.

Si no construimos ahora no podemos tener la esperanza de alcanzar plenitud. El cielo se construye desde la Tierra.

Lunes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 17-27

En el evangelio escuchamos una exigencia cristiana de esas en las que no nos gusta detenernos, preferiríamos pasar muy rápidamente para instalarnos a la sombra de otras palabras más amables.  «No se puede servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6, 24).

El ejemplo fue muy claro, un hombre cumplidor perfecto de la ley «desde muy joven».  «Jesús lo miró con amor».  De ese amor brotó la invitación: «Ven y sígueme», pero la condición: «ve y vende lo que tienes».

De nuevo aparece el porqué de la intransigencia de Jesús, el corazón humano, con una facilidad pasmosa, se queda en lo exterior, en lo inmediato, en lo brillante y atractivo, y no pasa más adelante o más adentro.  Al mero camino lo transforma en meta, a la escala o trampolín los hace cama o sofá.

El que hubiera podido ser un apóstol, fundamento de la Iglesia, celebrado y venerado; por su amor a los bienes materiales, se quedó en «un hombre». 

La comparación del camello es ciertamente muy semítica pero muy contundente.

La exigencia es fuerte, pero el mismo que la pone da el ejemplo y comunica la fuerza y el aliento para cumplirla.

Sábado de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Sant 5, 13-20; Mc 10, 13-16

Casi todos los católicos piensan en llamar a un sacerdote cuando una persona de la familia está moribunda.  Ese momento es sumamente importante y hay que tomar todas las debidas precauciones.  Para el momento de la muerte, la Iglesia cuenta con el sacramento de la reconciliación (confesión), si es posible, y con la sagrada comunión en forma de viático.  El sacramento de la unción de los enfermos, que se promulga en esta carta de Santiago, está destinado de por sí, no a los moribundos, sino a los que están gravemente enfermos.

En realidad el objetivo fundamental que pretende Santiago en la lectura de hoy consiste en que la oración debe incorporarse a todos los momentos de nuestra vida, no sólo a los momentos de crisis.  Vale la pena repetir sus palabras: «¿Sufre alguno de ustedes?  Que haga oración.  ¿Está de buen humor?  Que entone cantos al Señor».  La oración es importante y necesaria no solamente en las enfermedades, y esto debemos tenerlo muy en cuenta.

Toda clase de oración, de petición o de alabanza  o cualquier otro tipo de oración es una forma de expresar nuestra dependencia total respecto de Dios.  El Señor es nuestro Padre, y nosotros, sus hijos, más dependientes de El que un bebé lo es de su madre.  Cuando Jesús abrazó a los pequeños, declaró: «De ellos es el Reino de los cielos».  La oración auténtica ayuda a desarrollar las actitudes de niño, que Jesús quiere de nosotros: la sencillez, la humildad y la confianza.

No importa nuestra edad, ni tampoco nuestras responsabilidades en la vida: ante Dios somos como niños pequeños.  Debemos de sentirnos felices de tener esta relación con Dios, que nos dará un gran sentido de tranquilidad y de paz a lo largo de nuestra vida.  Si tenemos las actitudes de un niño, Jesús mismo nos abrazará y nos bendecirá imponiéndonos sus manos.

Viernes de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 1-12

Asunto difícil el que le plantean a Jesús, sobre todo por la legislación que imperaba en el mundo judío. La pregunta no es si puede haber divorcio, sino, si el hombre puede divorciarse de su mujer. Daban por descontado que había divorcio pero solo por parte del varón.

Ya desde el Deuteronomio se hablaba de que el hombre podía repudiar a su mujer casi por cualquier minucia, aunque después algunos expertos de la ley discutían los motivos razonables para abandonar a la mujer.

Jesús va mucho más allá, no se engancha en dirimir las interpretaciones de la ley sino que va al fondo de la cuestión. La solución que ofrece Moisés en el Deuteronomio es por la dureza del corazón. Pero el proyecto original de Dios no es una discriminación hacia la mujer, si no la igualdad de varón y mujer para hacerse imagen y semejanza de Dios.

El matrimonio es el sacramento del amor y expresa la presencia viva de Dios en medio de quienes desean compartir sus vidas unificadas por el amor mutuo. Tal relación se fundamenta en el conocimiento profundo, mutuo, de las dos personas; en la ruptura de los estrechos límites del egoísmo, para dar paso al compartir, a la amistad, al afecto, al encuentro íntimo de los cuerpos. Por ello, Jesús recuerda a los fariseos el elemento esencial de la unión matrimonial: ser una sola carne, un solo ser, una sola persona.

Ser uno solo significa que los dos son responsables de mantener vivo el amor primero, significa que los dos son iguales, que no hay uno más importante que el otro, sino que cada uno, con su propia identidad, forma parte indispensable de este proyecto de amor. Por tanto, el divorcio es la consecuencia de no comprender el sentido original del matrimonio, de poseer un corazón de piedra incapaz de amar a Dios, quien es el prójimo por excelencia; de no abrir el corazón al perdón, a la ternura, a la misericordia con el otro. Es necesario un corazón de carne para que el amor conyugal sea fuerte e indisoluble.

Hoy también fácilmente se cae en la tentación de uniones libres, de divorcios al vapor o de actitudes discriminatorias.

¿Qué nos dice hoy Jesús para nuestra sociedad? ¿Estamos viviendo el amor de pareja conforme al proyecto original que Dios pensó para la humanidad?

Que el Señor bendiga los matrimonios y las familias.

Jueves de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Sant 5, 1-6  y Mc 9, 40-49

En la primera lectura de hoy, Santiago resuena como un profeta del A.T., que denuncia las injusticias de su tiempo.  Parece que en el tiempo de Santiago existían parecidas injusticias, aun entre los primitivos cristianos.  Y no debemos admirarnos, porque tales injusticias existen entre nosotros.

La denuncia de las injusticias nunca ha sido bien recibida.  Desde la época de los profetas hasta nuestro tiempo algunas personas valientes han dado la vida por defender la justicia social.  Hace unos cuantos años fuimos testigos de la muerte de un arzobispo que defendía  los derechos de los oprimidos en el Salvador.  Los ricos, explotadores de los demás, poseen medios para vengarse de aquellos que les provocan remordimientos de conciencia.  En ambientes católicos la venganza es relativamente suave y utiliza como medio las cartas de queja dirigidas al obispo acerca de ciertos sermones.

Nosotros protestamos en contra de las abominaciones de nuestra sociedad, como el aborto, pero debemos ser coherentes y reconocer la dignidad fundamenta.  ¿Cuál es nuestra actitud hacia los despreciados, como los alcohólicos, los drogadictos, los abandonados…?  ¿Aceptamos verdaderamente los derechos humanos de la gente pobre y marginada, que habla ya una lengua que no es nuestra lengua?

Jesús nos llama a cumplir algo más que la justicia estricta.  El espera que veamos y amemos a su propia persona, escondida bajo los disfraces de toda esta humanidad que nos rodea.  Este es el sentido de sus palabras: «Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no quedará sin recompensa».  Y nosotros ¿le negamos el vaso de agua a alguna persona?

Miércoles de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 38-40

Una de las cosas que evitan que se dé la unidad en nuestra Iglesia es lo que se conoce como «Capillismo», es decir esa tendencia a pensar que solo nuestro grupo, nuestro movimiento, es el único que tiene la verdad y que los otros no tienen ni siquiera razón de existir; esta actitud sucede incluso cuando se piensa que tal o cual sacerdote o tal o cual líder religioso es el que tiene la exclusiva para la construcción del Reino.

¿Quién no se ha encontrado en esa difícil situación de tener que elegir entre dos bandos? Sucede sobre todo entre jóvenes y adolescentes, pero no solo en ellos. Si le hablas a uno pierdes la amistad con el otro, o si saludas al primero ya compraste una enemistad irreconciliable con el segundo. Pero esto es mucho más grave cuando a los sentimentalismos se añaden los fundamentalismos: religiosos, políticos, ideológicos o de intereses.

Podemos hacer mucho por nuestra sociedad pero nos sumergimos en discusiones, en acusaciones y dudas a priori que dificultan toda relación. Esto no es exclusivo de nuestro tiempo, ya en los tiempos de Jesús existía, es más, el Evangelio de este día, nos dice cómo los mismos discípulos caían en la intolerancia y en la descalificación de los que no eran del grupo.

Jesús nos enseña que hay cosas más importantes que los fundamentalismos y crítica fuertemente la discriminación que hacen sus discípulos. No es más importante la religión que la verdad, que la vida o que el amor.

Cuando ponemos nuestro estandarte por encima de la verdad, cuando esgrimimos intereses de grupo por encima de la justicia estamos traicionando a la verdad y al mismo Jesús.

Jesús nos enseña una apertura grande por todos los que buscan la verdad y luchan contra el mal.

¿Verdad que sería muy distinto si todos los partidos buscarán el bienestar de nuestro país? ¿Verdad que superaríamos las dificultades sí todas las corrientes religiosas privilegiáramos la lucha por la vida, por la dignidad de la persona y por el bien común?

Lo importante no es el sectarismo, lo importante es la construcción del Reino con el que sueña Jesús.

¿A quiénes hemos dejado a un lado, tan solo porque son distintos de nosotros? ¿Por qué miramos con desconfianza a aquellos que están haciendo bien las cosas, pero no son de nuestro grupo?

Hoy, Jesús también a nosotros nos dice que quienes buscan la verdad y la justicia están de parte nuestra. Más que dividir busquemos unir esfuerzos, más que imponer nuestras propuestas, abramos la mente y el corazón a la búsqueda de la verdad venga de quien venga.

Una comunidad unida, aún con miembros diferentes, logra vencer muchos obstáculos.

Vivamos como quiere Jesús.

LA CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO

El 22 de febrero estaba consagrado en la antigua Roma al recuerdo de los difuntos de la familia. La fiesta de la Cátedra de San Pedro enlaza, por tanto, con el culto que los cristianos tributaban en el presente día a sus padres en la fe junto a las tumbas de Pedro en el Vaticano y de Pablo en la carretera de Ostia. Mas, al convertirse el 29 de junio – tras la paz de Constantino (313) – en la gran festividad anual de los dos Apóstoles, se quiso honrar el 22 de febrero en la Cátedra de Pedro la promoción del Pescador de Galilea al cargo de Pastor supremo de la Iglesia.

Por consiguiente, hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia. Mas, si bien el servicio de Pedro consiste en asegurar a la Iglesia por medio de su doctrina «la integridad de la fe», también debe procurar la unidad de los cristianos, «presidir en caridad» (Ignacio de Antioquía), conducir a todos los bautizados a la participación del mismo pan y a beber del mismo cáliz. Por eso le suplicamos al Señor que haga que el Papa sea para el pueblo cristiano «el principio y fundamento visible de su unidad en una misma fe y en una misma comunión».

Este supremo y universal Primado de Pedro, perpetuo como la Iglesia misma, fue fijado establemente por Pedro en Roma, la ciudad de su episcopado particular y universal, en la que derramará su sangre por Cristo.

«Se da a Pedro el Primado, para que se muestre que es una la Iglesia de Cristo y una la cátedra… Dios es uno, uno el Cristo, una la Iglesia, y una la cátedra fundada sobre Pedro»…

Por eso el colegio episcopal permanece unido al Obispado de Roma y sucesor de Pedro, al enseñar gobernar y juzgar.

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Podrían también haber respondido que unos decían que blasfemaba, que curaba en el nombre de Satanás, que era un enemigo público…

Jesucristo quiere enseñarnos que el corazón del apóstol, del cristiano, tiene que saber lo que opina el mundo sobre Él. ¿Qué es lo que la gente cree sobre Jesucristo? Unos piensan que coarta la libertad, otros creen que es una invención de la Iglesia, otro que es consuelo para débiles y pobres e ignorantes, no para personas cultas… El corazón del apóstol tiene que arder con el pensamiento de que Cristo no es conocido, como no fue conocido en su época. Sólo Pedro en nombre de los apóstoles fue capaz de responder: Tú eres el Mesías el hijo del Dios vivo.

Sin duda que Pedro respondió movido por el Espíritu Santo y guiado por la fe. Tenemos que pedir cada día para que Jesucristo aumente nuestra fe, nuestro conocimiento en Él y en su Iglesia, pues está unidos íntimamente el conocimiento de Jesucristo y de su Iglesia. Pedirle que nos conceda esta gracia con todo el corazón para poder responder todos los días: Tú eres el Cristo, Tú eres mi Redentor, mi Señor, mi Mesías. Ojalá que así nos sintamos llamados a participar de un modo más vital y concreto dentro de la Iglesia como auténticos apóstoles.