Miq 7, 14-15. 18-20
El pueblo ha regresado del destierro, se siente pobre y abandonado, «como ovejas aisladas en la maleza». De allí la oración confiada al pastor de Israel.
Se le recuerdan a Dios las figuras de los grandes antepasados que fueron tan sus amigos. Se le recuerdan sus amorosas intervenciones para convocar al pueblo, para guiarlo hasta la tierra prometida, el perdón que había concedido a los olvidos y traiciones.
Se le pide lleve de nuevo a su rebaño a los ricos pastizales de Transjordania, figuras de una vida nueva, rica en la fidelidad y el amor.
Lc 15, 1-3. 11-32
Nunca nos cansemos de escuchar la bellísima y emotiva parábola que llamamos del hijo pródigo, que más bien tendría que llamarse del «padre amoroso», o más ampliamente, del «padre generoso y del hermano cerrado, tacaño».
Usa el Señor todas las imágenes contrastantes de la actitud del hijo menor, tan desamorado, tan heridor del padre, tan dilapidador de los bienes. Y la del padre, en expectativa amorosa del retorno de su hijo: «estaba todavía lejos cuando su padre lo vio»; su generosidad sin límites: «pronto… hagamos fiesta…»
Claro que es también un llamado a nuestra confianza en ese amor generoso, sin límites del Padre. Es un llamado a nuestra conversión constante: «me levantaré y volveré a mi Padre…»
Es la parábola un contraste entre la generosidad del padre: «comamos y hagamos fiesta porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida…», y la pequeñez de corazón del hijo mayor que se enoja por la generosidad del padre y se lo echa en cara: «no quería entrar»; que no reconoce a su hermano: «ese hijo tuyo…»
¿Qué nos dice esta parábola en nuestra relación con Dios? ¿Y en nuestra relación con los demás?