Viernes de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10,16-23

Jesús nos previene que lo normal es que el anuncio del reino de Dios, incluso su misma presencia en la sociedad, nos vaya a acarrear dificultades serias, Hasta dentro de nuestras familias podremos encontrar oposición al Evangelio. En tales circunstancias necesitaremos practicar dos virtudes: la sagacidad y la sencillez.

La sagacidad es necesaria para descubrir dónde está el peligro. Hemos de pedir a Dios inteligencia para descubrir los engaños del mal consejero y ayuda y ayuda para protegernos de ellos. Porque frecuentemente el mal viene disfrazado bajo capa de bien.

La sencillez es contraria a la doblez, contraria a todo comportamiento que proclama una intención noble y sólo sirve para esconder la injusticia, la ambición o la vanidad Es la virtud a la que se suele llamar la pureza de intención. Bienaventurados los limpios de corazón, dijo Jesús. Así actuaba Él mismo: con sagacidad y un corazón limpio y sencillo.

Pidamos al Señor poder seguirle en la práctica de estas dos virtudes.

Jueves de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10,7-15

Jesús envía a sus apóstoles a predicar el Reino de los cielos, el Reino de Dios, lo mismo que él predicaba. Para reforzar su predicación les da poder de hacer milagros. Es sublime la noticia que nos ha traído Jesús. Nos asegura que Dios no se conforma con habernos creado y regalarnos la vida humana. Quiere mantener unas relaciones muy estrechas con nosotros. Está dispuesto a ser nuestro Rey y Señor. Nos pide que aceptemos con gusto su estupenda propuesta y le nombremos el Rey y Señor de nuestra vida. Que le dejemos que guíe nuestros pasos, nuestra vida entera. Que no caigamos en la torpeza de nombrar a alguien o a algo de lo creado como nuestro Dios y Rey. Jamás nos darán lo que el Señor nos puede dar. Nuestro Dios nos hará el regalo de su amor, de su luz, de su propio Hijo… Si le dejamos que reine y dirija nuestra vida nos llevará por buenos caminos, nos guiará siempre por las sendas que nos conducen a la alegría de vivir ya en nuestra estancia terrena, antes de regalarnos para siempre la vida de total felicidad después de nuestra resurrección.

Al que escuche la predicación de los apóstoles y acepte el reinado de Dios en su vida, la paz invadirá su corazón. La relación con Dios, con todo lo que lleva consigo, será capaz de sosegar nuestro corazón, de disipar nuestras dudas y miedos, de… regalarnos su paz.

Las últimas palabras que pronuncia Jesús en el evangelio de hoy, nos parecen duras. Pero, a poco que reflexionemos, no son más que las consecuencias que sufrirán los que libremente rechacen a Dios y a todo lo que él nos ofrece.

Miércoles de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10,1-7

Los tres sinópticos narran la elección de los doce apóstoles. Lucas precisa que lo hizo después de pasar la noche orando. Fue una elección pensada y orada. Había otros que seguían a Jesús. En los Hechos de los apóstoles, se dice que, para sustituir a Judas, el traidor, los once incorporaron al Colegio apostólico a Matías, “uno de los que nos acompañaron todo el tiempo en que convivió con nosotros el Señor Jesús”; así Pedro precisa la elección a los once (He 1,21). Jesús podía haberlo elegido apóstol, en vez de Judas Iscariote. No lo hizo. Desde el inicio, la Iglesia, que en sus comienzos se realiza en los apóstoles, estuvo conformada con personas imperfectas, no es una asociación de “puros”.

Jesús de momento les envía a “proclamad que el Reino de los cielos está cerca” a los judíos, no a paganos ni a samaritanos. Al final del evangelio de Mateo, 28,19, Jesús les envía “a todas las gentes”. La misión a la que alude este texto es misión previa, como entrenamiento, diríamos. Junto a la proclamación de la cercanía del Reino de los cielos, han de realizar un servicio de curación espiritual, expulsar espíritus inmundos, y corporal, curar toda enfermedad y dolencia. Unos versículos antes Mateo aplicaba a Jesús esa misma misión. Los apóstoles han de continuar la misión de Jesús. Esa es la tarea de la Iglesia. No tiene evangelio propio, ni misión propia. Su misión es la de Jesús: predicar el Reino de los cielos, y adelantarlo curando, haciendo el bien, acercándose a los necesitados, a los que sufren. Es necesario unir a la Palabra heredada de Jesús y proclamada por los apóstoles, la acción de ayuda en el cuerpo y en el espíritu a los necesitados.

¿Cómo nos vemos cada uno de los cristianos ante esa misión en nuestro ámbito familiar, social?

Martes de la XIV Semana Ordinaria

Mt 9,32-38

¿Por qué una misma acción provoca reacciones tan diferentes? La multitud maravillada reconoce a Jesús, en cambio los fariseos lanzan la acusación buscando cubrirse las espaldas. Cuando no se tiene limpio el corazón, se mira con desconfianza a los demás. Cuando la luz resplandece, descubre la corrupción de los falsos. Quizás esto explique las consecuencias de este milagro de Jesús que le permite a un hombre expresar su palabra. Para unos es un prodigio para otros un peligro. ¿Sucede lo mismo en la actualidad? Cristo sigue actuando y dando palabra, pero parece que todavía hay quien quiere callar la verdad.

Este pequeño pasaje continúa con lo que es más importante para Jesús: acercarse a las personas, enseñar, anunciar Buena Nueva y curar de toda enfermedad y dolencia. Esto es lo más importante hoy para sus discípulos. Quizás a veces nos perdemos en cosas secundarias y no estamos atentos a llevar vida y Buena Nueva a todos los rincones.

Si miramos un poco en nuestro entorno descubriremos que hay muchas personas y muchos lugares que todavía no reciben buena nueva, baste señalar a los migrantes, a quienes viven en cinturones de miseria, a los pueblos en conflicto, a las personas discriminadas, a muchos jóvenes que no se les ha anunciado el Evangelio… Y no se trata de buscar adeptos, sino de llevar vida. Es la enseñanza de Jesús.

Hoy hay muchas personas que también, igual que Jesús, desde los rincones del mundo buscan dar vida, pero parecería que son muy pocos y que se tienen que enfrentar a un enorme dragón que busca otros caminos que nos conducen a la muerte. Y entonces se hacen muy actuales las palabras de Jesús: hacen falta trabajadores que se comprometan a buscar frutos de justicia, de verdad y de paz. Necesitamos unir fuerzas y descubrir entre los pequeños a estos sembradores de esperanza y cultivadores de paz y de vida. Jesús nos insiste en que roguemos al Padre y que busquemos hacer más compromiso por la vida.

Lunes de la XIV Semana Ordinaria

Mt 9,18-26

Tanto el Jefe de la Sinagoga como la mujer con el flujo de sangre, fueron capaces de reconocer en Jesús, al verdadero Dios, al Dios que cambia la historia y la lleva a la plenitud. Dejemos que Jesús tome el control de nuestra vida cotidiana; nos sorprenderemos de ver su poder obrando en nosotros todos los días.

¡Con cuanta fe y esperanza se acercaron a Jesús! Ellos, sin esperanza alguna, dieron el paso arriesgado y confiado de la fe.  Todo el ser de Jesús se conmovió, hasta la orla de su manto.  “¡Animo, hija…””La niña no está muerta, está dormida…”. Sus palabras son de vida y de esperanza.

¿Dónde está la clave, dónde está la confianza suficiente para acercarte a Jesús y depositar en Él tu esperanza? Pocos días antes de morir, le pregunté a mi madre si sabía cuánto la queríamos. Y ella asintió, con una sonrisa enorme, y dijo ya con la voz muy débil: “¡Infinito!”. Entonces comprendí que ese era el gran milagro que Dios nos hacía en medio de tanto dolor y tanto amor.  El jefe judío que sufría por su hija muerta, la mujer marginada que sufre en soledad, se encuentran con el amor infinito de Jesús.

El poder de Jesús puede manifestarse visiblemente con las curaciones, pero esa fuerza de vida viene del inmenso amor que nos tiene. Y a eso es a lo que nos convoca y envía como cristianos. La enfermedad, la muerte, serán parte de la realidad de la vida siempre. Responder con alborotos y parafernalias, o con el ostracismo y la marginación, es más común de lo que quisiéramos admitir.

El dolor de quien sufre requiere un absoluto respeto y delicadeza, y requiere propiciarle lo necesario para curarse y cubrir sus necesidades. Por eso responder desde el amor, sin cálculos ni medida, en el cuidado y el cariño de cada día, dando lo mejor de cada uno, procurando aliviar y dar lo que necesita, en la familia, en la sociedad, en cada pequeña o grande comunidad de vida, es el milagro más necesario y grande de todos.

Sábado de la XIII Semana Ordinaria

Mt 9, 14-17

A un observador de las cosas de este mundo parecería que el hombre debe esperar a llegar al Cielo para tener una vida sin preocupaciones. Si hay carestía de algo en el mundo, no es precisamente de preocupaciones.

El que tiene hijos se preocupa por ellos, quien tiene ancianos a su cuidado se preocupa por ellos. El empresario se preocupa porque su empresa vaya adelante, el ama de casa se preocupa de que su hogar esté en orden y dispuesto, el estudiante se preocupa por aprobar sus exámenes. Todos tenemos nuestra ración cotidiana de preocupaciones. Algunas sin embargo son muy pesadas, y nadie puede negar su importancia. Son enfermedades o situaciones familiares y sociales de muy difícil solución. El evangelio de hoy nos presenta un aspecto de la figura de Cristo que debe llenar de esperanza los corazones atribulados. Cristo como aquel que “tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras iniquidades”.

Esto puede parecernos simple palabrería, pues el que tiene problemas no siempre encuentra una solución a ellos en la oración. Y surge la tentación de pensar que a Cristo le son indiferentes nuestras preocupaciones. Sin embargo es cierto que Cristo vino a cargar con nuestras flaquezas. Tal vez no como nosotros lo esperamos, pero seguro que sí como Él quiso entregarse. Porque lo que Cristo nos ofrece quizás no sea la solución material a nuestras dificultades, pero no cabe duda que nadie como Él tiene el bálsamo que cura nuestra alma, el remedio que calma nuestro espíritu, la palabra que pacifica nuestro corazón.

Viernes de la XIII Semana Ordinaria

Mt 9, 9-13

Cuando Jesús llama a Mateo para que se una a su discipulado es consciente de llamar a alguien de mala fama, no querido, despreciado, un vendido a la causa económica de un imperio como el de Roma. Lo llama por su nombre. Pero no sólo a él. Es una llamada común: una llamada a encontrarse entre los pecadores; los que tienen necesidad de Dios, de verdad, de amor, y de consuelo; en definitiva, una necesidad de quedar sano de cuanto dolor le ha llevado a vivir perdido y sin rumbo en esta vida.

Jesús llama fundamentalmente a este tipo de personas, porque son los que carecen de amor y necesitan de una transformación profunda de interior. Necesitan tocar fondo, y poner fin a su modo de vida. Necesitan otra orientación, necesitan a personas que les hablen de una manera nueva de Dios y de la vida. Hay quienes nos ayudan a percibir la vida con otro sentido y procuran nuevas experiencias, donde el cambio personal se hace posible.

Muchas veces decimos de manera muy consciente que nadie nos podrá cambiar, ya la personalidad está forjada, sin embargo, siempre surgen los inconvenientes donde los demás nos increpan, nos interpelan o nos corrigen porque no aceptan nuestro modo de ser. Porque no siempre actuamos bien.

En otras ocasiones, siempre cargamos excesivamente las espaldas de las personas con exigencias morales que ni siquiera nosotros somos capaces de cumplir. Esto también requiere una transformación.

De ahí que Jesús nos sitúe en la misericordia. Todos tenemos alguna miseria. Todos tenemos alguna necesidad de comprensión y de consuelo ante la desesperación. Por eso, la misión de Jesús es clara: llamar a los pecadores, a las almas necesitadas de consuelo y orientación para alcanzar una visión más positiva de Dios, y una experiencia de fe donde la ternura esté presente en lugar de la valoración exigente de la moral.

Oremos por cuantos sienten la llamada de Jesús en su vida, para que no tengan miedo a sus miserias, las encaren con valentía y se dejen consolar por la ternura de Dios.

Jueves de la XIII Semana Ordinaria

Mt 9,1-8

 Aunque la rutina pueda adormecernos, en cuanto nos despertamos, seguimos cayendo en la cuenta de las maravillas que el Señor ha hecho y sigue haciendo con nosotros. Quizás su principal maravilla hacia nosotros sea su amor. Que el Hijo de Dios nos ame y nos siga amando es realmente algo grande y capaz de entusiasmar a cualquiera. Pero posiblemente debemos colocar a la misma altura otra de sus maravillas, la maravilla de su perdón, que esté dispuesto a perdonarnos siempre. Que siempre que lo necesitemos, Jesús salga a nuestro encuentro y nos diga a cada uno de nosotros lo mismo que al paralitico y pecador del evangelio de hoy: “¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Y ante su perdón nuestro corazón se llena de una paz que nada ni nadie nos puede dar.

Aprovechemos un día más, apoyándonos en este evangelio, para dar gracias al Señor por las maravillas de su amor y su perdón. Y ya sabemos que “amor con amor se paga” y “perdón con perdón se paga”. La misma moneda que Jesús nos regala: su amor, su perdón, se la hemos de ofrecer a todos y cada uno de nuestros hermanos.

Miércoles de la XIII Semana Ordinaria

Mt 8,28-34

El relato de la curación del endemoniado de Gerasa resulta muy pintoresco para nosotros. Probablemente se quiere subrayar el poder de Jesús sobre los demonios, que aparece también en otras varias escenas de los evangelios. Los demonios se conciben como ‘espíritus inmundos’ o malignos y parece que su influjo sobre los seres humanos se impone a éstos, sobre todo mediante la enfermedad. Sin embargo, Jesús puede con ellos, y no es porque “el príncipe de los demonios” le transmita ese poder, como piensan algunos de su entorno, sino porque reside en él el poder mismo de Dios para el bien.

También sorprende el conocimiento que tienen los demonios de la identidad divina de Jesús. Si tenemos en cuenta que estos ‘espíritus’ son criaturas intermedias entre Dios y los hombres, ese conocimiento es coherente con su carácter sobrehumano. Pero es importante no olvidar que, en cualquier caso, están sometidos a la soberanía de Jesús sobre ellos y su victoria sobre las fuerzas del mal es signo de la llegada del reino que él predica. Hay que tenerlo en cuenta también cuando hablamos de las tentaciones que creemos nos vienen del demonio: influyen fuertemente sobre nosotros, pero siempre pueden ser vencidas recurriendo a Jesús, el Señor.

La curación del endemoniado sucede en territorio pagano. Es una manera de dar a entender que el reino de Dios y su predicación se abre a todos los hombres, no sólo a los hijos de Israel. En cuanto a la reacción de los gerasenos, que piden a Jesús que abandone su tierra, esa actitud es un reconocimiento del poder divino de Jesús, que provoca, a la vez, admiración y miedo.

¿Qué pensamos nosotros de los ‘demonios’ y qué actitud adoptamos frente a las tentaciones? ¿Y cómo combatimos nosotros el mal que vemos en el mundo?

Martes de la XIII Semana Ordinaria

Mt 8, 23-27

¿No nos ha acontecido alguna vez que hemos gritado al Señor que dónde se esconde pues solamente vemos tempestades y oscuridad? ¿No hemos tenido la tentación de pensar que el Señor está dormido y no hace caso a los graves peligros que amenazan a sus seguidores? Es curioso. Apenas ha manifestado a quienes pretenden seguirlo todos los riesgos que implica el ir tras sus pasos, cuando aparecen las tempestades. Y lo más triste es que Jesús está dormido.

Su tranquilidad contrasta con los azotes que recibe la barca y con los temores que agobian a sus discípulos. Me parece que la tempestad del evangelio tiene un simbolismo muy cercano en nuestros días por las situaciones que amenazan a los discípulos de Jesús, a tal grado que muchos se preguntan si todavía sigue en la barca Jesús, si está dormido o si será mejor abandonar también la empresa.

Dos actitudes muy bellas se nos ofrecen como respuesta. Primeramente, la oración angustiosa elevada, gritada, por sus discípulos. Parecería inútil gritar a quien está junto a ellos en el mismo peligro; sin embargo, es la señal de ponerse en sus manos: “Sálvanos, que perecemos”. Es reconocer la impotencia y la debilidad frente a las tormentas y confiarse al poder y al amor de Jesús.

Sólo cuando se reconoce la propia inutilidad se está en posibilidades de abandonarse en manos de Dios. La respuesta por parte de Jesús también tiene una relación con las angustias y las dificultades presentes: ¿por qué tienen miedo, hombres de poca fe?

Son las dos características del hombre actual: el miedo y la falta de fe. ¿Una, consecuencia de la otra? ¿Una, primero que la otra? Son las realidades que al hombre moderno, que tanto se ufana de sus seguridades, más le atormentan. Miedo al futuro, miedo a los peligros, miedo a los otros, miedo al sufrimiento. Y quizás en la raíz de todos estos miedos esté la falta de fe. De una verdadera fe que es entrega y compromiso, que es donación plena de la vida, y seguridad en quien hemos confiado.

Que este día también nosotros estemos dispuestos a afrontar las tempestades, no confiados en nuestras propias fuerzas ni con nuestros propios métodos, sino confiando en el amor y la cercanía de Jesús.