homilía para el 14 de noviembre de 2018

Lc 17, 11-19 

El lugar donde se desarrolla la escena explica que un samaritano estaba junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos, pero el dolor unía a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza. Los leprosos, para evitar el contagio, debían mantenerse alejados y dar muestras visibles de su enfermedad.

Quedar curado y no acudir inmediatamente ante los sacerdotes a cumplir con las leyes que les permitía volver a la comunidad, era considerado una ingratitud a Dios. Es evidente que los 9 curados están preocupados por volver a estar en comunidad, aunque se olviden de la gratitud y de que hay otro Sacerdote y una nueva Ley que les ha dado la posibilidad de una nueva vida.

En el samaritano, no sólo podemos reconocer la gratitud, virtud humana inapreciable y necesaria para todos nosotros, sino también la libertad que tiene frente a la Ley, para volver ante Jesús.

Diez eran los leprosos que se unían en la desdicha y en la necesidad; diez eran los que sentían necesidad de ser salvados y liberados de la lepra que los marginaba y los condenaba a una vida miserable, pero alcanzada la curación, los otros se olvidan de quién les ha concedido la curación y sólo uno siente necesidad de regresar para agradecer a Jesús, y éste era samaritano, de los despreciados, de los considerados impuros; y éste no sólo recibe el reconocimiento de Jesús sino la declaración más solemne: “levántate y vete, tu fe te ha salvado”.

¿Los otros no tenían fe? Claro que nos responderán que tenían fe, pero estaba atada a las leyes antes que al amor. Su fe era en las instituciones, en la necesidad de reconocimientos y en la declaración de pureza.

Al samaritano le interesa renovar ese encuentro con Jesús desde su gratitud. Ha recibido gratuitamente el don, ahora no le importa los reconocimientos, quiere agradecer libremente lo que ha recibido. Gratitud, gratuidad y libertad están muy en consonancia con la fe.

Hoy tendremos que recordar que la fe es primeramente reconocimiento agradecido de todo lo que hemos recibido de Dios. Tendrá que brotar un profundo gracias de nuestro corazón al contemplar la vida, la libertad, la belleza, la humanidad. Gracias por el amor que nos regala incondicionalmente nuestro buen Padre Dios, gracias por la hermandad, gracias por este mundo que no hemos acabado de destruir, gracias porque nos mantiene con vida. Gracias, primero al sabernos amados gratuitamente, después vendrán las leyes y los cumplimientos.

Homilía para el 13 de noviembre de 2018

Lc 17, 7-10 

El evangelio de este día contiene la parábola de Lucas del salario del servidor.

Jesús censura a los fariseos que creían tener derechos sobre Dios. Los fariseos, es decir, los creyentes que calculan sus propios méritos y quieren hacer valer sus derechos ante Dios, en realidad no pasan de ser unos siervos inútiles, incapaces de hacer algo digno por sí mismos.

A esta actitud mercantilista de contabilidad espiritual, basada en un espíritu legalista, es decir, en la ley del premio al mérito, opone Jesús tácitamente otra actitud: la de la amistad servicial y desinteresada, basada en la confianza incondicional en Dios.

El auténtico discípulo de Cristo, quien vino a servir y no a ser servido, sabe muy bien de quién se ha fiado y en qué manos generosas está su recompensa. Es lo que decía el apóstol Pablo al final de su vida entregada al evangelio.

A Dios no le gusta la actitud comercial en aquellos que le sirven. Para Él están de más los contratos salariales y los convenios laborales. Ése no es el cristianismo que fundó Jesús: la religión del sí total. «Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

Jesús dijo también: El que quiera ser el primero entre ustedes, que se haga el último y el servidor de todos. Nuestro principal título de gloria consistirá, pues, en ser delicados servidores de Dios y de los hermanos.

Nuestra vida cristiana no se puede estructurar sobre una contabilidad de haber/deber respecto de Dios -siempre saldríamos perdiendo-, sino sobre su don y su gracia que nos preceden en toda ocasión.

Estar bautizados, ser cristianos, pertenecer a la Iglesia, cumplir nuestros deberes religiosos para con Dios y los hermanos, vivir la moral cristiana no da derechos adquiridos ni nos hace mejores que los demás. A lo sumo, «hemos hecho lo mandado».

Y es absurdo que un buen hijo piense que su padre le debe algo porque ha hecho lo mandado; es además feo que exija un pago a su obediencia. Hoy es ocasión de examinarnos sobre nuestra motivación religiosa fundamental: ¿Es el amor gratuito a Dios y a los hermanos, o bien el amor y el servicio interesados?

Homilía para la fiesta de la Basílica de Letrán

Basílica significa: «Casa del Rey».

En la Iglesia Católica se le da el nombre de Basílica a ciertos templos más famosos que los demás. Solamente se puede llamar Basílica a aquellos templos a los cuales el Sumo Pontífice les concede ese honor especial. En cada país hay algunos.

La primera Basílica que hubo en la religión Católica fue la de Letrán, cuya consagración celebramos en este día. Era un palacio que pertenecía a una familia que llevaba ese nombre, Letrán. El emperador Constantino, que fue el primer gobernante romano que concedió a los cristianos el permiso para construir templos, le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestre convirtió en templo y consagró el 9 de noviembre del año 324.

Esta basílica es la Catedral del Papa y la más antigua de todas las basílicas de la Iglesia Católica. En su frontis tiene esta leyenda: «Madre y Cabeza de toda las iglesias de la ciudad y del mundo».

La festividad de la dedicación de la Basílica de Letrán, nos da la oportunidad de reflexionar en los diferentes sentidos que ha tomado la palabra Templo, de mucha importancia para nuestra vida espiritual y comunitaria.

El pueblo de Israel tenía un solo Templo y en él se congregaba toda la nación. Era único y no solamente se apreciaba por su gran construcción, sino que se tenía como un signo verdadero de la presencia de Dios. Al Templo debían de acudir todos los israelitas a presentar sus ofrendas, a hacer sus oraciones y promesas. Así se percibe como una fuente de salvación en la primera lectura de Ezequiel. “del Templo brota el agua viva que sostiene al pueblo”

Tanta importancia adquirió el Templo que fue desplazando su verdadero sentido y se volvió en una fuente de poder tanto económico como político, manipulando su sentido religioso.

San Juan nos narra los continuos enfrentamientos de Jesús con quienes ostentaban la autoridad en el Templo y sus críticas duras a las actitudes de quienes, por una parte, se aprovechaban del Templo, pero por otra lo desprestigiaban.

El evangelio de este día nos muestra a Jesús expulsando a los mercaderes, volcando las mesas, regañando a los vendedores de palomas, la profanación que se ha hecho del Templo al convertirlo en mercado. Pero al mismo tiempo se presenta Cristo como el nuevo Templo, desplazando el lugar de la presencia de Dios hacia su propia persona, y con otros pasajes manifestándonos que a Dios se le puede encontrar en todos sitios donde se le adore en espíritu y verdad.

Así pues, tenemos en Cristo un nuevo Templo a dónde acudir para encontrarnos con Dios. Pero también nosotros somos templos de Dios y también en nosotros se hace presente. También para nosotros pueden ser las palabras de Jesús de que hemos pervertido nuestro cuerpo y nuestra persona transformándolo en mercado cuando estaba destinado para ser Casa de Dios.

Nosotros, todos, somos piedras vivas que hacemos la construcción de la Casa de Dios, la Iglesia.

Hoy reflexionemos en esos diferentes sentidos que puede tener la palabra Templo: Casa de Dios, el mismo Jesús, la Iglesia y la persona de cada uno de nosotros.

Nuestra persona, ¿La hemos conservado como Casa de Dios?

Homilía para el 8 de noviembre de 2018

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Con Jesús todo cambia. En pasajes anteriores había roto con esa ideología que expresaba que riqueza y salud era señal de justicia y había dejado a los escribas y fariseos lejos de sus seguridades. Pero también los discípulos tienen que cambiar su mentalidad y buscar en su interior la presencia de Dios.

Hoy cambia la imagen de Dios y su relación con los pecadores. En el Antiguo Testamento encontramos que Dios es justo y entendemos que a graves pecados corresponde también graves castigos. Es un gran paso cuando descubrimos que hay conversiones y arrepentimientos que logran apaciguar la ira de Dios, y contemplamos sorprendidos cómo Dios ama más allá de la bondad y la justicia de la persona que se ha arrepentido.

Pero ahora Jesús plantea algo que se sale de toda lógica. La nueva imagen que Jesús nos ofrece de Dios, causa graves escándalos: Jesús come, convive y comparte con los pecadores. ¿Cómo entenderlo si Él es justo, el puro el que no tiene pecado? Las críticas de sus adversarios tienen razones fuertes y quizás si nos ponemos en su lugar, también nosotros estaríamos criticando.

La nueva dinámica del amor de Dios es buscar al pecador cuando todavía no se ha arrepentido, ofrecer el amor de Dios, aunque se haya alejado. El capítulo 15 de san Lucas nos ofrece esta nueva imagen y comienza con estas dos parábolas que se han hechos clásicas al anunciar el perdón: la oveja perdida y la dracma perdida.

Lejos han quedado las imágenes aterradoras de un Dios castigador, para dar lugar a la dulce imagen de un Pastor que recorre barrancos y montañas para encontrar a aquella caprichosa oveja que se ha alejado del redil.

La imagen de una mujer que barre la casa hasta dar con la moneda que se ha extraviado añade esta sensibilidad femenina de quien cuida todo lo que se le ha confiado. Y en ambas está fuertemente subrayada la alegría de la conversión y del encuentro.

Más que castigo es reconciliación, más que condena es búsqueda, más que temor al Dios iracundo es el dolor por no corresponder a un amor fiel. De ahí brota la plena alegría.

¿Seremos nosotros capaces de convertirnos o nos quedaremos en temores, leyes y acusaciones contra Jesús?

Hoy Jesús está aquí y te llama.

Homilía para el 7 de noviembre de 2018

Fil 2, 12-18; Lc 14, 25-33

El evangelio de hoy suena bastante extraño. Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas. Lo que se quiere subrayar es que nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

No ha faltado quien a escuchar este Evangelio juzgue equivocadamente la propuesta de Jesús. Quizás nos ayude la sentencia que dirige san Pablo a los filipenses, para comprender mejor este Evangelio de hoy: “seguid trabajando por vuestra salvación con humildad y con temor de Dios, pues Él es quien os da energía interior para que podáis querer y actuar conforme a su voluntad” y sigue dando otros consejos. Pero lo que quiero resaltar es el punto clave que nos señala san Pablo sobre qué es lo que nos mueve en nuestro interior.

Cuando nos movemos por intereses monetarios, por homenajes humanos y por placeres será muy difícil comprender el Evangelio. Cuando nuestro interior se llena del amor de Dios todo empieza a adquirir su justa dimensión.

¿Qué hay en nuestro interior? Parecería ser esta la pregunta que ahora Cristo nos dirige y pone muy claras las condiciones para su seguimiento. Nada será más importante que ese amor de Dios que nos lleva a una radical decisión de seguirlo. No es mirar las cosas materiales como males, sino darles su justa dimensión; no es considerar la familia o el cuerpo como pecado, no es hacer una división intransigente entre cuerpo y alma, es darle a toda la persona su verdadera dimensión de Hijo de Dios de una manera integral.

Mirarse a sí mismo no es odiarse o mirarse con desprecio, sino apreciarse como verdadero hijo de Dios. Pero no colocarse como único Dios, como pretenden las modernas ideologías que colocan al hombre sobre todas las cosas, pero que acaban despreciando a los otros hombres y mujeres para afianzar el egoísmo.

Cargar la cruz es asumir la misma misión de Jesús que obedece al Padre con alegría y plenitud, pero que se llena de amor y entrega también a todos los hombres por quien se ha hecho carne.

San Pablo nos invita a seguir el camino de Jesús y a hacerlo todo sin quejas ni discusiones para que podamos ser verdaderamente hijos de Dios y brillar como antorchas en el mundo.

Cuando Jesús pone muy claramente sus condiciones está suponiendo que hay un corazón que lo ama, de otro modo no se entienden renuncias estoicas y miserias humillantes.

La cruz tiene el sentido del amor y de la resurrección que da vida a todas las personas.

¿Cómo estamos nosotros siguiendo a Jesús?

Homilía para el 6 de noviembre de 2018

Lc 14, 15-24

La gratitud es una flor exótica que cada día resulta más difícil encontrar. Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda.

¿Quién está en el camino? ¿Dónde encontramos a los parados, a los malhechores, a los inválidos y ciegos? Ciertamente quienes están en el camino no tienen las mejores recomendaciones y son vistos con desconfianza. Por el contrario se trata de invitar con riguroso pase a quienes son importantes porque nos dan algún beneficio o simplemente nos conviene tener esa clase de relaciones.

La mesa del banquete está lista para todos estos personajes considerados honorables y justos, deseables, pero no se dignan participar en la mesa que ofrece el Señor. ¿Por qué? Jesús nos deja entrever que están muy ocupados y no en la construcción del Reino, sino en sus intereses muy personales, comprensibles y suficientes para una justificación razonable, pero no para abandonar la mesa del Reino. Ni bueyes, ni matrimonio son razones suficientes para dejar a un lado la mesa del Reino.

Cuando se sobreponen los intereses materiales a las propuestas del Reino, algo anda mal. Claro que se podría con un terreno nuevo participar en la construcción del Reino, un bien puesto al servicio y disposición de la comunidad, sería muy útil, pero si el terreno nos aleja de los hermanos y pone barreras para compartir la mesa, algo anda mal.

No se diga de los bueyes, instrumentos indispensables para el trabajo del campo, pero cuando a causa de los instrumentos del trabajo, nos alejamos de aquellos que también los necesitan y no colaboramos al bien común, en lugar de construir, destruimos, les quitamos su verdadero sentido.

La familia, los nuevos esposos, no hay nada más digno y razonable que nos ayude a construir una sociedad digna, pero cuando la familia nos encierra, nos obstaculiza y nos pone barreras, no podemos decir que estamos construyendo comunidad.

Es muy común poner por encima de los bienes comunes y a veces hasta de la propia dignidad de las otras personas el bien de la familia o de un grupo que consideramos familia, y así se comenten injusticias, se crean monopolios, se rehúyen los compromisos de nuestra comunidad. Pretextos no faltan.

Y la invitación de Jesús a compartir una mesa común sigue en pie. Quizás los que no tienen nada que perder se animan a construirla, quizás los que tienen el corazón limpio sean los que más se entusiasmen.

Al final los pobres son los verdaderos sujetos de salvación y de liberación integral. Son los anunciadores creíbles del Evangelio.

Homilía para la Conmemoración de los Fieles Difuntos

Hoy conmemoramos y recordamos a nuestros difuntos de una manera especial. Hoy recordamos a todos esos seres queridos, que echamos de menos, porque caminaron más deprisa que nosotros y dejamos de verlos como se deja de ver a quien camina delante de nosotros y lo perdemos de vista. Hoy también es un día de añoranza, pero ¡ojalá sea hoy también un día de oración, para que nuestros difuntos sean acogidos en la plenitud de vida, por la misericordia de Dios! 

Estamos de paso en esta vida, pues nuestro destino es el cielo. Sin embargo la realidad de la muerte nos sigue desconcertando porque hay en nosotros un deseo de vivir, de ser eternos, por eso a muchas personas les angustia la muerte, les da miedo, pues creen que con la muerte se acaba todo.

Hay personas que quieren olvidar lo más pronto posible este triste suceso y volver de nuevo a la rutina de la vida. Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares, quitándonos nuestros seres más queridos.

¿Cómo reaccionar ante esa muerte de un ser querido? ¿Qué hacer ante el vacío que van dejando en nuestras vidas tantos familiares y amigos queridos que han muerto?

La muerte es una puerta que cada uno tiene que pasarla en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. Ya no lo vemos más físicamente. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde en el misterio de Dios.

¿Cómo podemos relacionarnos con nuestros difuntos? La Iglesia nos dice cómo tenemos que hacerlo. La Iglesia no se limita a asistir pasivamente al hecho de la muerte ni tan sólo a consolar a los que quedamos aquí llorando a nuestros seres queridos. La Iglesia se solidariza fraternalmente con el difunto. La Iglesia acompaña al difunto, pide por él para que pueda encontrarse con Dios en el cielo.

Cuando rezamos y pedimos por nuestros difuntos, tenemos que hacerlo desde una oración de confianza. Hay que decirle a Dios: “Padre de bondad, en tus manos encomendamos el alma de nuestro hermano”.

Decir esto es como si dijéramos a ese ser querido que se nos ha muerto: “Te seguimos queriendo, pero tú te vas y tu partida nos entristece. Sin embargo, sabemos que te dejamos en mejores manos. Esas manos de Dios son un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer ahora. Dios te quiere como nosotros no hemos sabido quererte. En Dios te dejamos confiados”.

Esta confianza nace de nuestra fe en Jesucristo. Jesucristo ha resucitado y nosotros vamos a resucitar con Él. Sin la resurrección, nuestra fe sería absurda. ¿Para qué creer en un Dios creador del universo y de la humanidad y que al cabo de unos millones de años, ese Dios vuelva a quedarse sólo con una tierra convertida en un cementerio donde estuvieran enterrados los millones de seres humanos ­–sus hijos– que Él ha creado?

¿No sería totalmente absurdo que el Hijo de Dios se haga uno de nosotros, y diera su vida por nosotros y después de marcharse de nuevo al cielo, todos nosotros nos convirtiéramos en ceniza de sepulcro? ¿A qué vendría hacerse hombre y mujer, trabajar, sufrir y morir como seres humanos que al fin van a desaparecer?

El Evangelio está lleno de palabras de resurrección: “Yo soy la resurrección y la vida”, “quien cree en mi tiene vida eterna”, “el que come mi carne tiene vida eterna”.

Por eso celebraciones como la de hoy es para reafirmarnos en que nuestros seres queridos, aunque no los veamos están. Y están envueltos en el cariño de Dios, disfrutando de la belleza de Dios, participando de la energía de Dios que fue capaz de sacar de la nada lo que existe.

La fe nos dice que no hemos sido creados para la muerte, sino para la vida; que Dios no lo es de muertos sino de vivos; que la muerte, que entró en el mundo por el pecado, ha sido vencida por Cristo Resucitado. Y nosotros, aunque tengamos que morir, no vamos a la nada, vamos al amor de Dios que nos espera más allá de la muerte. 

Por eso, no tengamos miedo a la muerte, porque si amamos, si hemos vivido abiertos al amor de Dios y de los demás, pasaremos por el trago de la muerte, pero no moriremos para siempre.

Hay que aprender a aceptar la muerte como algo que forma parte de la vida. Esto se logra poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra confianza. Los cristianos sabemos que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte.

Cuando muere una persona que queremos, nuestro amor hacia ella permanece intacto y, aunque pasen los años, el amor no muere nunca.   Por eso hoy hemos de decirnos: “Voy a resucitar. Me voy a morir y voy a resucitar”

Eso estamos proclamando en esta celebración, en la conmemoración de los fieles difuntos: estamos diciendo que Dios nos creó para una vida que supera al tiempo y al espacio. 

Homilía para el día 1 de Noviembre de 2018

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Celebramos hoy el día de Todos los Santos; los santos de todos los tiempos habidos hasta ahora; los santos conocidos y los anónimos; los que han sido reconocidos por la Iglesia y los que no; los que están canonizados y los que no lo están.

Hay 3 tipos de santos: los canonizados, es decir, los inscritos en la lista de la Iglesia, oficialmente proclamados como tales; a lo largo del año litúrgico vamos celebrando sus fiestas; están también los santos no canonizados, pero no por eso menos santos; son todos aquellos que gozan de la compañía de Dios, aunque no se les haya reconocido oficialmente esa condición de santidad; y están los “santos en curso”, es decir, nosotros, los que hemos aceptado la fe y nos esforzamos por vivir en coherencia con esa fe.

Hoy celebramos a todos los santos, no solo a los que están en nuestras listas oficiales sino a los que están en las listas de Dios, que son muchísimos. Son nuestros hermanos, los mejores hijos de la Iglesia. En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.

Hoy nos alegramos porque una multitud de hermanos nuestros participan de la felicidad de Dios, esa felicidad que todos buscamos mientras vivimos peregrinando en este mundo.

Los Santos no han sido ángeles y héroes de otro planeta, son “nuestros hermanos”, personas que han vivido este nuestro mundo. Fueron hombres y mujeres de nuestra misma carne y sangre, con las mismas luchas y contradicciones que nos acompañan en muestra luchas, necesidades y contradicciones, como seres humanos. Poco ayudados generalmente como nosotros por el ambiente, pero han amado, se han esforzado y han realizado en sus vidas el proyecto de vida de Cristo.

Los santos son aquellas personas que la Iglesia hoy propone como modelo porque de una manera heroica y constante lucharon para que la Gracia triunfara en su ser y en su obrar.

Los Santos han respondido positivamente al llamamiento del Señor a vivir la santidad. Esta llamada está dirigida a todo el mundo. Todos somos llamados a la santidad, es una llamada universal.

Pero ¿Qué es la santidad? Santidad no es una palabra rara. Santidad es sencillamente vivir y actuar en Gracia de Dios. Esto quiere decir que debemos borrar, eliminar el pecado en nuestra vida. La gracia es la luz, el pecado es la tiniebla. En segundo lugar la Gracia nos hace amigos de Dios, atrayendo hacia nosotros todas las bendiciones de Dios.

Los santos han sabido reconocer que son pecadores, pero esto no les ha impedido pedir perdón a Dios y reconocer la misericordia de Dios con el pecador arrepentido.

Ellos, los Santos, se han alimentado asiduamente de la palabra de Dios y del Pan de Vida Cuerpo y Sangre de Cristo, ellos han sido fieles a la Iglesia, ellos han sufrido también muchas tribulaciones pero sin perder la alegría del corazón y con la esperanza puesta siempre en Dios, ellos han sabido decir siempre sí a la voluntad de Dios.

Ellos impulsados por el Espíritu del Señor han buscado a Dios con el corazón sincero que es el sentido de la vida y se han dejado encontrar por Dios, por el Dios de Jesucristo, Dios que es amor, ellos han hecho un seguimiento firme, decidido, valiente de Jesucristo y han vivido heroicamente las virtudes cristianas, ellos hechos de barro como nosotros han comprendido el misterio del amor de Dios revelado en Jesucristo y han respondido a su llamamiento con verdadera conversión de corazón.

Ellos fueron felices porque en el camino de esta vida hacían el esfuerzo con la gracia de Dios de configurarse cada día más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo verdadero modelo de santidad y de vida por esto estaban siempre alegres, contentos, felices porque vivían una vida con Cristo en Dios.

Ellos son santos porque vivieron el amor, porque creyeron en el amor. Dios nos ama por igual a todos, pero no todas las personas saben reconocer ese amor de Dios de la misma manera; no todos son conscientes de ese amor y no todos responden al amor de Dios con la misma intensidad. Ellos son santos porque vivieron el amor a Dios de una manera real e intensa y se esforzaron por ir perfeccionando día a día la vivencia de ese amor.

Alegrémonos, pues, hoy, por todos esos hermanos nuestros que ya gozan de la presencia de Dios; que rueguen por nosotros para que también nosotros podamos gozar un día de la presencia de Dios con todos ellos y sobre todo no nos olvidemos que a todos nos llama Dios a la santidad, a ser felices por el camino de la Gracia y del amor a Dios y a nuestros hermanos.