Santo Tomás

Celebrar a un santo apóstol es celebrar el amor salvífico de Dios en Cristo Señor, realizado en la comunidad eclesial.

Hoy celebramos a uno de los doce compañeros de Jesús, a uno de los primeros testigos de su resurrección.  Este fundamental ministerio cristiano: el testimonio de la resurrección, se ve acentuado muy especialmente en la figura de Tomás.

Un Papa llamado San Gregorio Magno en una de sus homilías decía: «Creen que todo esto sucedió por acaso: el que el discípulo estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, oyendo dudase, al dudar palpase, y al palpar creyese?  Todo esto sucedió por disposición divina.  Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos.»

San Gregorio también nos hace reflexionar: «Lo que creyó superaba a lo que vio.  En efecto, el hombre mortal no puede ver la divinidad.  Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ‘Señor mío y Dios mío!’  El, pues, creyó a pesar de que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada».

Para nosotros son las palabras de Cristo: «Dichosos los que creen sin haber visto».  Nosotros tenemos que pasar de los signos que vemos a la presencia del Señor, que no vemos.  El Señor presente en su Iglesia, en la liturgia, en la Eucaristía, en el prójimo, sobre todo en el pobre.

Nuestra fe en Cristo tiene que traducirse en obras, en lo práctico y concreto de nuestra vida.  No olvidemos lo que Pablo dice de los malos cristianos: «Dicen que conocen a Dios, pero con sus obras lo niegan» (Tito 1,16), o Santiago: «La fe, si no va acompañada de las obras, está muerta» (2,26).

Digamos en esta Eucaristía con toda nuestra fe, y fe comprometida, la exclamación de Tomás: «Señor mío y Dios mío».

Jueves de la XIII semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 1-8

Hemos escuchado hoy en el Evangelio el extraordinario poder de Jesús y nos quedamos sorprendidos de su manera de actuar.  Jesús es maravilloso y se dirige a lo profundo del corazón.

Nosotros, hoy, también estamos paralíticos y no podemos actuar.  Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. La situación cada día es más grave y nuestra manera de responder es cada día más inoperante.  Estamos paralíticos pero buscamos las soluciones solamente en el exterior, como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.  Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos realmente a cambiar de opciones, de actitud y de valores.

Quisiéramos que Jesús nos sanara con tan solo presentarle una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico.  Y hoy, igual que en aquel tiempo, la palabra de Jesús va dirigida, primero, a lo más importante: “ten confianza hijo, se te perdonan tus pecados”.  Hay que despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota.

Las palabras del Señor son para alentar nuevas esperanzas y para tener confianza en que Jesús camina a nuestro lado.  Que maravillosas palabras las que dirige Jesús al paralítico de hoy: hijo.  Y después nos hace ver Jesús que está dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre, para ello, hay que quitar el pecado del corazón.  El pecado que paraliza al hombre, el verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario.  El pecado pudre la sociedad y desbarata la fraternidad.  Por eso, antes que nada, tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y eso sólo lo puede hacer Jesús.  Pero Jesús siempre nos ama y está dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. 

Que Jesús mire el corazón de cada uno de nosotros, que limpie nuestros pecados, fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestra inteligencia.  Solo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha, podremos volver a la Casa Paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos. 

Pidamos a Jesús que no nos deje y que sane a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza.

Miércoles de la XIII semana del Tiempo ordinario

Mt 8, 28-34

Esta historia del Evangelio nos parecería estar lejana a nuestra realidad, sin embargo la verdad es que se repite frecuentemente hoy en nuestra sociedad dominada por el materialismo. Jesús sana y libera a dos hombres, dos seres humanos que sufrían a causa de unos demonios. Al hacerlo los demonios destruyen toda una piara de cerdos.

Los habitantes en lugar de agradecer el haber liberado y sanado a dos hermanos, a dos seres humanos que sufrían, se preocupan más por la perdida material de una piara de cerdos. Vale más la piara de cerdos que la salud y bienestar de dos seres humanos. Como consecuencia, la comunidad rechaza a Jesús.

Como vemos la historia se repite una y otra vez. Hoy es más importante la cantidad de producción y la eficiencia que la vida familiar, social y económica de los trabajadores; son más importantes nuestras pertenencias, que el bien social de la comunidad; es más importante el trabajo y el bienestar económico, que la vida familiar y la atención a los hijos… Preferimos lo material a lo espiritual. Y cuando Jesús, a través de la Escritura o de la Iglesia nos advierte de esto, o busca ayudarnos a liberarnos de estas esclavitudes… la respuesta es: Que tiene la Iglesia (o el mismo Jesús) que decirme sobre qué es más importante, que tiene que hacer en mis negocios, en mi medio social, en mi vida. No dejemos que nos domine lo material. Dios nos ha regalado todas las cosas materiales las cuales son buenas y son para nuestro bienestar, pero jamás deberán estar por encima de los valores como son: la vida humana, la vida familiar, y la protección del medio ambiente. Nada vale una piara de cerdos comparada con la alegría que produce el ver a un hermano sano y feliz.