Martes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 13-16

Siempre me han sorprendido estas palabras de Jesús. Y me han sorprendido porque Jesús no dice “tenéis que ser…”, sino “sois sal y luz del mundo”. Y lo somos porque hemos entrado a formar parte de su Reino y, desde ese momento, nuestra vida se ha de asociar con Él. Sus valores han de ser los nuestros.

Jesús usa tres símbolos para definir nuestra identidad de seguidores suyos. Los tres tienen fuerza descriptiva de lo que es nuestra identidad cristiana.

Somos sal

Ésta aparece como un elemento humilde en la condimentación de los alimentos. Se funde en ellos dándoles sabor. Ser auténticamente cristiano conlleva en sí un efecto real en nuestra vida de cada día. Conlleva vivir desde la fe, la esperanza, el amor; conlleva ser consciente de que la fe que nos ha sido dada, la recibimos para expandirla. Para dar un tono nuevo a nuestra vida. Y esto, no desde el ruido o desde actitudes llamativas. Ser sal es dejar que la acción del Espíritu por medio de nuestra acción, discreta, humilde, pero real, se expanda e impregne nuestra labor. Ha de ser como la sal. Su presencia pasa desapercibida; solo su ausencia es notoria.

Somos luz

Gracias a la luz podemos distinguir la realidad que nos rodea. Nos facilita desenvolvernos en ella con facilidad. Ser luz para otros es dejar que los valores de Jesús se manifiesten en nuestra vida y orienten nuestro camino. No caminamos en la noche. Seguimos a Alguien que va con nosotros manifestando por dónde debemos seguir. Viviendo así nos convertimos en luz para los otros. También facilitando a los demás el conocimiento de este Jesús que a nosotros nos motiva. Hay muchos momentos en que esto podemos llevarlo a cabo, desde nuestra relación más cercana, hasta nuestra actitud general ante la vida y los acontecimientos.

Una ciudad sobre un monte

Otro símbolo fácil de entender. La ciudad sobre el monte está a la vista de todos. No cabe el ocultamiento. Es una referencia a la verdad y sinceridad que ha de presidir nuestra vida. Ser conscientes de que en todo momento estamos siendo observados. Nuestra vida no puede ocultarse bajo la mentira o la doblez.

Tras leer este evangelio, me surge varios interrogantes: ¿somos realmente conscientes de que nuestra condición de cristianos es como la sal, la luz, la ciudad sobre un monte? Si no nos lo creemos, no podremos vivirlo.

Otro interrogante: ¿nos esmeramos en purificar nuestra vida para que sea realmente eso que Jesús nos ha dicho que somos?

Si no lo cuidamos, la sal se volverá sosa, inservible. La luz se apagará. La ciudad será invisible para todos. No es lo que Jesús espera de ti y de mí.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Jn 19, 25-34

Todo remonta a la historia antigua, a la Palabra de Dios en el primer grito de amor al hombre que arriesga su felicidad y fidelidad por un poco más de poder, de ser más, siendo que se sabían y vivían como seres privilegiados; pero la tentación del “más” es fuerte y tenaz; el pecado se hace compañero del hombre. Entra en escena el sobresalto, el miedo , la mentira, la insolidaridad, la culpabilidad…y se vislumbra la MISERICORDIA DIVINA … no, Dios no se enfada ni arremete; Dios, se puede decir que sufre ante la pena que el hombre va a llevar encima, que quebranta su propio Plan de Amor y continuará por caminos que llevan a la Cruz salvadora, al mismo Dios y salpica ya la vida de los hombres para llegar no al mismísimo proyecto primero de Dios , sino a uno más elevado: “hijos en el Hijo”.

Y desde entonces también Dios prefiguró el papel de la mujer, la “madre de todos los que viven”. MADRE DE LA IGLESIA, María, la que recoge la Bendición de Dios para la humanidad y la guarda hasta la consumación de los tiempos.

En cambio Dios sí se enfadó con la serpiente, el maligno de doblez y engaño, que se ha revelado y hecho pecado y como tal, no soporta la salvación.

Madre de la Iglesia, María guarda nuestro legado y herencia y nos presenta y retiene hasta que la Gracia nos convenza de la Salvación gratuita.

Es admirable el realismo de la Palabra de Dios, su perdurabilidad fuera del tiempo, porque es capaz de alumbrar la experiencia y momento de cada uno, el proceso de pecado-gracia-salvación y la referencia e intercesión salvadora de Alguien (María) que fue elegida y preservada.

Al encontrar esta referencia a mi experiencia personal, exulto en gratitud y alegría por la Maternidad de María sobre la Iglesia que es mi medio.

En la vida hay realidades que, de puro evidente, las damos por hechas estando inmersas como respirar el aire.

Tener una madre es esencial para el género humano, para cada hombre y aún para Dios que la necesitó al encarnarse. El sentido de una Madre es reconocer las Manos de Dios acunando tu ser totalmente dependiente y frágil, haciéndose seno que permite desarrollar lo que Dios ha engendrado. También es evidente que la Iglesia es Madre porque realiza, en nombre y de parte de Jesús, la tarea maternal con todos y cada uno de nosotros.

En este Evangelio queda claro el papel de María Madre, son las mismísimas palabras de Jesús, su deseo expreso y en ese momento cumbre de su vida terrena y Misión. Porque Él necesitó y tuvo la Madre que lo acompañó cada momento, que compartió con Él la génesis de la Iglesia. No me imagino a María haciendo sólo su papel de cuidadora de Jesús en las necesidades básicas; es la madre que “escucha y cumple la Voluntad del Padre”, la que comparte con su Hijo la entraña de su Misión en la entrega total, viviendo cada detalle y cada desvelo, cada oración y cada evangelización, cada gozo y cada misterio. Puede aparecer escondida, en la retaguardia, pero en la certeza absoluta de estar siempre y en todo con la dignidad de la humillación. Humildad sabiendo que todo es Don y Gracia. No se puede definir ni explicar un Don tan fuerte como la Comunión entre Madre e Hijo, sólo se puede vivir y al dejarnos Jesús a su Madre, en la persona de Juan, nos regala esa intimidad personal y a la  vez la trascendencia a la Iglesia.

Es admirable el sentido eclesial de María; la presencia de Ella en cada cristiano, hace de la Iglesia Universal, porque la Madre siempre recoge y aglutina, une y ampara viviendo lo que toque de lucha y misterio, de dolor y gozo, de vida y verdad. Ella, inerte al pie de la Cruz, es capaz de recoger el Testamento de Jesús, de seguir su Misión, de saltar a la Vida que Jesús deja ferviente al exhalar su Espíritu, el que nunca nos faltará, porque ahí está cuajando la Iglesia que en Pentecostés tiene la “salida oficial” pero que ya estaba hirviendo en los discípulos.

Madre/Hijo. Jesús remataba bien su misión terrena; feliz y deshecho a la vez “todo está cumplido”. Pone en manos de la Madre y del apóstol amado el futuro de la Obra Salvadora en la Iglesia y nos revela así que los pequeños en poderío son la piedra angular y sostienen la Obra de Dios.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?

Viernes de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 15-19

Ojalá nos convenzamos de que un cristiano es el que vive en conexión directa con Jesús las 24 horas del día. Desde que tuvo el encuentro seductor con él, todo en su vida está relacionado con Jesús. Su manera de pensar, su manera de actuar, su manera de divertirse, su manera de soñar, su manera de sufrir, su manera de gozar… su vida entera la vive en unión con Cristo Jesús. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… Sin mí no podéis hacer nada”. Esta expresión de Jesús, que para el que no le conozca puede parecerle abusiva y despersonalizante, los cristianos la vivimos de manera altamente positiva, porque expresa nuestra unión con Él, nuestra profunda intimidad con Él. Por eso, podemos confesar con san Pablo: “para mí la vida es Cristo”, a quien, como nos indica esta primera lectura, le metieron preso por culpa de Cristo, por culpa de “un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo”. También nosotros sostenemos que Cristo está vivo y que vive en nuestro corazón donde ha querido hacer su morada y desde donde dinamiza toda nuestra existencia. No sabemos vivir sin Cristo Jesús.

Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.

Jesús conoce a fondo el corazón humano y sus necesidades más profundas, pues es Él es el creador de nuestro corazón. Sabe muy bien que el impulso, la necesidad más espontánea y más fuerte del corazón humano es el amor. Lo que desea es amar y ser amado, para eso ha sido diseñado. Por eso, Jesús se pasó toda su vida predicando que lo primero y principal es el amor, amar Dios, al prójimo y a uno mismo. Y como sabe que es difícil amar si uno no se siente amado, nos gritó que Él nos ha amado y nos ama “hasta el extremo”, hasta el extremo da gastar su vida en favor nuestro. Si Él no nos ama no podremos amar a Dios y a los hermanos.

También Jesús sabe que lo que más hace sufrir a un corazón humano es sentirse traicionado, no amado por una persona querida. Jesús experimentó esta traición a manos de Judas y de Pedro. A Judas no pudo tenderle su mano y su perdón, porque se quitó la vida. Pero sí lo hizo con Pedro en la entrañable escena que nos relata el evangelio de hoy. Jesús suspira por el amor de Pedro, desea ser correspondido por Pedro. Por eso le pregunta por tres veces si le ama: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Sincera y compungida la respuesta de Pedro: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”.

Los cristianos de todos los tiempos tenemos la suerte de que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros la misma pregunta que dirigió a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”.

Jueves de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 20-26

¿Qué pide el Señor al Padre?: La unidad de la Iglesia: que la Iglesia sea una, que no haya divisiones, que no haya altercados. Para esto es necesaria la oración del Señor, porque la unidad en la Iglesia no es fácil.

He aquí la referencia a muchos que dicen estar en la Iglesia, pero están dentro sólo con un pie, mientras el otro queda fuera.

Para esta gente la Iglesia no es la casa propia. Se trata de personas que viven como arrendatarios, un poco aquí, un poco allá. Es más, hay algunos grupos que alquilan la Iglesia, pero no la consideran su casa. Entre estos, hay tres categorías:

1. Los uniformistas.

Son los que quieren que todos sean iguales en la Iglesia. Su estilo es uniformar todo: todos iguales. Están presentes desde el inicio, es decir, desde que el Espíritu Santo quiso hacer entrar en la Iglesia a los paganos…

Son cristianos rígidos, porque no tienen la libertad que da el Espíritu Santo. Y confunden lo que Jesús predicó en el Evangelio y su doctrina de igualdad, mientras que Jesús nunca quiso que su Iglesia fuera rígida.

Estos, por lo tanto, a causa de su actitud no entran en la Iglesia. Se dicen cristianos, se dicen católicos, pero su actitud rígida les aleja de la Iglesia.

2. Los alternativistas

Estos son los que piensan: «Yo entro en la Iglesia, pero con esta idea, con esta ideología». Ponen condiciones y así su pertenencia a la Iglesia es parcial.

También ellos tienen un pie fuera de la Iglesia; alquilan la Iglesia pero no la sienten propia; y también ellos están presentes desde el inicio de la predicación evangélica, como testimonian los gnósticos, que el apóstol Juan ataca muy fuerte: «Somos… sí, sí… somos católicos, pero con estas ideas».

Estas personas buscan una alternativa, porque no comparten el sentir común de la Iglesia.

3. Los ventajistas o especuladores.

Son los que buscan ventajas. Ellos van a la Iglesia, pero para ventaja personal y acaban haciendo negocios en la Iglesia.

Son especuladores, presentes también ellos desde los inicios: como Simón el mago, Ananías y Safira, que se aprovechaban de la Iglesia para su beneficio…

Muchos personajes de este tipo se encuentren regularmente en las comunidades parroquiales o diocesanas, en las congregaciones religiosas, ocultándose bajo las apariencias de bienhechores de la Iglesia…

También ellos, naturalmente, no sienten a la Iglesia como madre.

Jesús dice que «la Iglesia no es rígida, es libre». En la Iglesia hay tantos carismas, hay una gran diversidad de personas y de dones del Espíritu. Jesús dice: «en la Iglesia tú debes dar tu corazón al Evangelio», a lo que el Señor enseñó, y no guardarte una alternativa.

El Señor nos dice: «si quieres entrar en la Iglesia, hazlo por amor, para dar todo, todo el corazón y no para hacer negocios en tu favor.

Todos estamos llamados a la docilidad al Espíritu Santo. Y es precisamente la virtud la que nos salvará de ser rígidos, de ser alternativistas y del ser ventajistas o especuladores en la Iglesia: la docilidad al Espíritu Santo, aquel que hace la Iglesia.

Miércoles de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 11-19

Juan, siempre tan sutil. Se le nota su formación helenística. Avanza y retrocede para dejar clara la idea fundamental: saber estar sin serSaber estar en el mundo con una postura clara, acorde con la buena noticia recibida y sus exigencias para así no llevar a engaño a nadie, y, a la vez, no ser del mundo siguiéndole su juego y sus componendas sutiles. Son los eternos dilemas para el testigo de la fe, porque siempre está en juego la verdad, la Verdad, en sus múltiples acepciones. “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad”, ora Jesús.  Bien sabía Él sobre cuánta mentira se tejía la vida de sus conciudadanos; en definitiva, de la humanidad.

Qué no podremos decir nosotros que vivimos sobre ese mar proceloso de las fake news. No es verdad, aunque lo parezca, eso tan repetido: Di una mentira mil veces y se convertirá en verdad.

Muchos programas televisivos juegan al “verdad o mentira”.  Como si acertar fuera sinónimo de más cultura o más veracidad. Ya decía Cervantes: “La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua”. Lo tan repetido: tú miente, que algo queda, es indicativo de poca o ninguna catadura moral. ¡Vaya si la verdad adelgaza -mejor método imposible-, sino que se lo digan a muchos que por ser veraces están en la cárcel, son perseguidos o no los dejan vivir en paz!

He ahí la postura de los discípulos de Jesús: veracidad ante todo. Pero hay que prepararse a sus consecuencias… Jesús usa muchas expresiones con la palabra “verdad” en su predicación. La más utilizada eclesialmente es “La verdad os hará libres” ¿Será verdad?

Pentecostés está cerca y sus siete dones llevan como denominador común el sentido hondo de la Verdad, de la actitud veraz hasta que se haga en cada uno aptitud veraz, enraizada en el corazón y en la mente. Todo lo demás son componendas, minucias para ir tirando, equilibrios para sobrevivir.